La Jornada Semanal,   domingo 30 de enero  de 2005        núm. 517

Rosa Nissán

Las niñas 
de la nana
Magda

No se acostumbra a estar sin niños. Entró a trabajar a los dieciocho para encargarse de Elena y Kitzia Poniatowska. Ahora tiene ochenta años.

Acompañé a Elena a Chingnahuapan, Puebla, a ver a su nana. Cuando llegamos ahí estaba Magda, esperando a su niña. Esa mujer pequeñita de estatura, con sus trenzas ralas, su cara rosa manchada por la edad y lentes con armazón negro, recargada en la pared del restaurante de su sobrino, que se iba a inaugurar, aprovechando la presencia de tan reconocida escritora.

Cuando Magda nos vio llegar, se irguió para encontrarse con los ojos de Elena que ya la seguían con todo su amor. En una mano, la clásica bolsa de mandado y en la otra a un niño de seis años. Mientras hacíamos las maniobras para estacionarnos, en el interior del restaurante todo se alborotó, una chica muy ansiosa se asomó y le preguntó a alguien: "¿Ya llegó?" Otra salió gritando y entró a avisar: "¡Ya llegó!" Elena se bajó y mientras se dirigía a abrazar a Magda, la rodearon. Yo seguí al cortejo mientras escuché aplausos. La Poni jalaba a su nana, que preocupada agarraba más fuerte al niño, lo acomodó en la silla que estaba a su lado, mientras todos peleaban disimuladamente el privilegio de sentarse junto a Elena.

"Sabía que vendrías", me dijo Magda cuando le di un beso. "Estaba muy triste sin ningún niño en casa, le pedía a Dios que me mandara uno, y ya tengo éste, dijo sin soltar la mano al chiquito. Y si tengo dos o tres, mejor. Adrián, ¿quieres macarrón? O un pedacito de carne", musitó en su oído metiéndole una cucharada en la boca. El niño me sonreía entre apenado y coqueto. Recuerdo las dos ocasiones que fui con Elena a la casa de Magda, más retirada del centro del pueblo; estuvimos en su tierrita, donde está su vaca, sus chivos, las gallinas. Sentada en su cama bebí el agua de limón que ofreció. Le tomé fotos con sus macetas, sus gatos, sus geranios. Miraba todo, a ella en su ambiente y a Elena, a la que se le humedecen los ojos cuando la ve, temiendo el día que, como su mami, un día Magda le falte. Adrián es un niño encantador, precioso, sus ojos atrapan. "Ellos me necesitan y yo a ellos", agregó. Entre dientes me pareció entender que la mamá del niño se lo dio a cuidar, no tiene ni marido, ni todo lo que se necesita para criar a un niño. "Me ayudan con los animales, en la tierra, no se enojan, no reclaman, no exigen, yo los quiero mucho." Ella, a cambio, lo cuida, lo baña, le lava, le da de comer, lo lleva todos los días a la escuela. Me invade una inmensa ternura por Magda.

Yo soy Magda. Con la diferencia de que mis padres tenían urgencia por ver terminada su labor casando bien hasta el último de sus hijos y aunque fuera menor de edad. Y casarse significaba tener hijos. ¿Para qué otra cosa iba a ser?: para que hiciera mi propia familia, que no me fuera a quedar para vestir santos, como Magda.

Cómo extrañé a mis cinco hermanos. La semanada entera que me daba mi espléndido esposo, servía para jugar con ellos a la comidita, para preparar todo lo que nos gustaba y que mi mamá no quería hacer, porque esa obstinada mujer consideraba que todo lo que no fueran los guisados de Turquía con los que ella se crió, no era comida. Supongo que para mi joven esposo también era agradable vernos preparar ricos y divertidos antojitos. ¿De quién creen que me hice amiga en el edificio donde vivía de recién casada? De los niños. Jamás de los jamases se me ocurrió hacer amistad con sus mamás, les tenía miedo, como si fueran a regañarme, no acababa de entender que yo era la señora de la casa, no la niña. Rafael y Pepe Maya, como su mamá trabajaba, se quedaban a ver la tele y cocinábamos lo que habíamos comprado juntos en el mercado, pues mis hermanos se iban su casa. De lo que menos tenía ganas en la vida, era de ser mamá, pero fue tanta la presión, que embaracé. Tener el primer hijo me sacó aún más del camino que había soñado de soltera. Quería ayudar a mejorar el mundo, como lo hace Elena, aunque fuera sólo un granito de arena, pero de granito en granito.... Y jugué con mi nena. Ansiosa estaba porque creciera para que fuera al cine conmigo. Mis dos niñas siguieron jugando a la comidita conmigo. Qué maravilla los niños, no juzgaban, no criticaban, no me decían lo que tenía que hacer, ni a quién querer, ni qué decir, como las demás, que sólo valoraban lo que se parecía a su vida. 

Con niños jugué. Siempre niños conmigo, como Magda. Así tuve tres y hasta el cuarto me animé. Con ellos iba a muchos lugares, el pretexto era llevarlos a pasear, a que aprendieran. Cuando el último se fue a la escuela casi me mato, afortunadamente fui sensata: me di cuenta que sería el cuento de nunca acabar tener otro y otro para que un chiquito me hiciera la vida dulce.

Me acordé que antes de tenerlos estudiaba y me inscribí a una clase. Pero mi dueño y señor, empecinado en que las amas de casa lo eran las veinticuatro horas del día a partir del día en que son la señora de ellos, se opuso. El caso fue que para ser algo más que la señora de él, tenía que romper y salir de "su" casa para salvar el pellejo.

Magda tampoco sabe qué hacer si no cuida, educa y engrandece niños. ¿Vocación de educadoras? 

Yo, por cosas de la vida me sentí traicionada por mis hijos. Fue una traición mutua. A Magda todos los niños que ha cuidado la siguen queriendo, como Elena, que la va a ver, le da un lugar en su vida. Magda no se hizo ilusiones, sabía que eran prestados, yo creí que eran mi continuación. Que eran yo misma. Mejorada. Sin niños, no tenía a quién darle mis horas vacías, mis días. Mi vida. Mi entusiasmo. Mi tristeza.

Magda me dijo: "Mi hermana tuvo doce hijos y se quedó sola. A ver..." agregó con gesto de que es normal. 

La ganancia de aquel dolor fue que solté el bastón. Caminé sola. Cada vez mas derechita, con más aplomo. Le encontré el gusto a los adultos. Resulta que no sólo enseño, con sus experiencias de la vida, me enseñan. Son más interesantes, más complejos que los niños. Con los adultos se habla de igual a igual, puede una defender sin sentirse ventajosa, podemos hacer gala de juegos y duelos verbales, mostrarnos frágiles, hasta sabias, algunas veces. Daba y me daban, me contagiaban su entusiasmo, sus pasiones. De cuánto me había perdido. Con los niños había que tener cuidado, que no oyeran pleitos, que no se espantaran, protegerlos. Era darles, divertirlos, contarles, envolverles el mundo en papel celofán. Les había ocultado el lado oscuro de la vida, que tuvieron que enfrentar a partir de la separación de sus padres. Me perdía del buen cine, de la literatura, la filosofía. De mi cuerpo, de la sensualidad. De mirar dentro de mí, y dentro del otro, de la oportunidad de aprender de los diferentes modos de vida, de la honestidad y de la introyección. Había olvidado mis ideales sociales, que recuperé. 

Tuve una niñez que se prolongó casi cuarenta años, sirvió para que esa niña que fui escribiera Novia que te vea, y no, no me costó trabajo darle voz a una niña. La autora era una niña. La mujer que nació después escribió los demás libros, los que hablan del cuerpo, los que reflexionan, los de la mujer que ya no va sólo a Disneylandia, sino a la India, a lo desconocido, con todo lo que ello implica.

Magda se queda con esos niños que tan rápido crecen y tan rápido levantan el vuelo. Pero Magda hace niños felices. Porque ellos le dan felicidad.