Usted está aquí: viernes 4 de febrero de 2005 Opinión El laberinto y sus ficciones

José Cueli

El laberinto y sus ficciones

La vigencia del pensamiento freudiano al final del siglo podría estar representada por la magistral novela de Cervantes, El Quijote de la Mancha, tan moderna que al leerse renace una y otra vez; es decir, cada lectura es una nueva lectura abierta a múltiples significaciones, en constante movimiento en el espacio-tiempo, donde el orden temporal de aparición no se corresponde a su tiempo interno, en múltiples juegos entre la ocultación y el develamiento, en ruptura con la relación causa-efecto.

El Quijote, como el sicoanálisis, sería la articulación de los tiempos que al desarticularse generan lo imprevisto, lo sorpresivo, lo enigmático, el azar, la crítica radical a la construcción conceptual del sujeto en Occidente y del funcionamiento de la conciencia, la historia y la razón discursiva. Por tanto, una denuncia activa al logofonocentrismo occidental derivado de la metafísica tradicional que pugna por encasillar en la fijeza o la centralidad, y bajo la violencia del poder ejercido por la palabra, al sujeto y a las instituciones. Violencia de la palabra vía la imposición del habla que intenta dejar de soslayo y desterrar la escritura, la huella y el gesto (en el sentido derridiano).

El Quijote sometido a personaje de la historia clínica sicoanalítica se vislumbra como un ser quijánico, donde el espacio del sujeto se erige en cerco a la vida, dejando en la sombra las propias raíces de su existencia y, por otra, delimitando los múltiples tiempos discontinuos de lo vivencial en un tiempo lineal y sucesivo incapaz de ser cauce, ni explicativo ni vivencial, de la multiplicidad, fragmentariedad y discontinuidad con que se ofrecen las formas íntimas de la vida.

El Quijote, personaje del discurso sicoanalítico que desarticula el tiempo, corre a contracorriente y se estrella contra lo elemental en un juego delirante entre sombras, pues creemos que la sombra es la tierra y la tierra es lo permanente, aquello que no puede faltarnos, hasta que desaparece, se difumina, y experimentamos el horror que es la gran diferencia al advertir que no somos el centro del universo, sino sólo una burbuja más en el espacio, sin asideros y que aun el sol que entibia nuestra piel puede mostrarse o no. Sombras que a la luz develan la incompletud, la errancia, el tiempo fuera de sus goznes y la escritura que amenaza con el borramiento, lo deleznable del ser, las fisuras de la conciencia y la razón.

El Quijote salva los descubrimientos astronómicos y descansa en un lugar y en un tiempo en los que no hay nada edificado, donde el viento arrastra molinos, renovado en sí mismo, sin muro donde estrellarse, donde la luz no rebota en pared vertical, donde la tierra no es abierta y nace libre, ignorante de que existe otra cosa que la roce, otra piel más cerrada y compacta. La tarde del Quijote es gualda, no tiene tiempo, no es de nunca, no es de nadie y está ahí sobre un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiere acordarse, recogiendo su larga mirada y escuchando una voz interna que a su vez no tiene tiempo ni espacio; pero que tiene la necesidad de recogerse, de entrar en el delirio para luego emerger al confrontarse con la realidad y buscar el amparo del vientre, a sabiendas de que ya no existe, amante en búsqueda de un amor que ha cesado ya de existir, inventando citas, rostros, nombres, dulcineas, a mandamiento de la razón sin fin, para sostener un amor desdichado, afán sin recompensa, ansia insaciable de apresar las cosas, la tierra, la luz, el viento, el fuego, aquello que se perdió sin palabra que pueda nombrarlo, tan sólo sombras, tan sólo la inexistencia del amor inexistente.

En la cuerda del tiempo se balancea el ser, pero no hay ni cuerda ni tiempo, tan sólo movimiento del ser humano desde adentro y desde afuera, aunque sólo sea escribiendo, sicoanalizando, poetizando, filosofando, deambulando con mudos pasos por el laberinto y sus ficciones.

 
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