Ojarasca 94  febrero 2005


Suplicio de un brujo

Marceal Méndez Pérez





No se preocupen, ella se va a curar, su alma va a regresar", decía suplicante el hombre, fingiendo una sonrisa, tímida, que desdibujaba su rostro amplio y redondo. Todos le miraban a los ojos sin responderle nada, como si el coraje les hubiera agarrotado la lengua. Sólo el abuelo, sentado en la hamaca junto a la pared de barro, tenía el ceño fruncido como si discutiera con él en silencio en un lenguaje que sólo las almas fuertes saben. A ratos miraba a su lado, donde la tía Pancha permanecía acostada en un petate, iluminada por dos velas encendidas junto a su cabeza.

"Iré a traerla desde allá donde esté. Sabré encontrarla, yo sé dónde... Pero no me culpen, no me hagan daño...", fingía estar sereno para mostrar su inocencia, y aun así su voz temblorosa dejaba al descubierto su temor de morir. Forzaba una sonrisa tras otra que parecían muecas de espanto. Mi padre, de pie junto a la puerta de madera, empuñaba un grueso bastón que mi abuelo usaba al salir fuera de la casa por las noches. Al fondo, cerca del maíz hacinado en una esquina de la pared, estaban mis dos tíos, mi abuela y mi madre, somnolientas.

tikuna

"Si no se cura, tío, no me culpen de su muerte", decía el hombre a mi abuelo.

Arrimó un poco más su asiento junto a la enferma para pulsarle las venas y comunicarse con su sangre. Después se bebió de la botella un largo sorbo de aguardiente. Recorrió con la mirada a todos, cuyas caras apenas se adivinaban en la penumbra, bajo sus sombreros de palma.

--Tienes que sanarla, cabrón, ¿caso te ordené pues echarle enfermedad a mi hija? Si no la curas, ya veremos qué pasa, a ver cómo nos arreglamos, porque no voy a dejarme dominar por nadie --habló el abuelo.

El cuerpo del hombre formaba una enorme sombra en la pared de barro. Sin moverse de su asiento, pidió una mazorca de maíz blanco, siete granos de frijol, un litro más de aguardiente, incienso, brasa y velas. Con un machete comenzó a abrir un agujero en la tierra, repitiendo la misma acción que seguro días antes había realizado en alguna cueva de montaña. Sólo él sabía en dónde, en qué parte de la oscuridad del mundo la había dejado atada. Pero lo callaba, se hacía el inocente, queriendo engañar a todos como a un niño. No le importó que el abuelo fuera un hombre poderoso, que podía también viajar a través del sueño, introducirse en la profundidad de la tierra hasta llegar con los dioses y hacerles frente si fuera necesario.

El brujo de rodillas y sudando abundantemente terminó de hacer el agujero, donde vertió tres copas de aguardiente, enseguida puso la mazorca de maíz y las demás ofrendas. Rezaba en voz alta, con las manos extendidas en cruz, suplicando a los dioses que devolvieran el alma de la tía Pancha, y pidiendo castigo para el hombre que suponía él era el culpable de la hechicería. Esto fue lo que más enojó a todos: que no reconociera la maldad de su corazón. Todos sabían que él era el único culpable, así lo dijo don Abelardo Cruz al pulsar las venas de mi tía el sábado por la mañana. La sangre es honesta, no miente; por eso don Abelardo no quiso comprometerse, pidió que se obligara al brujo para que luchara contra sus propias fuerzas.

Por la misma tarde, mis dos tíos y mi padre se armaron de valor y fueron a la casa del brujo Nelo para traerlo a como diera lugar y ponerlo frente a su víctima. Lo trajeron a empujones, bajo la mirada de la gente que murmuraba desde sus puertas. Avanzaba aprisa, tenía la camisa blanca empapada de sudor y un sombrero de palma. Cuando entraron a la casa, el hombre todavía regresó la vista atrás como para despedirse del pueblo, y vio también que en el cielo las estrellas comenzaban a brillar.

Se sentó en el asiento de madera junto a la enferma. Lo dejaron actuar a su manera, ante los ojos de todos, ante el silencio y el odio de todos. Mucho después mi abuelo terminó de fumar una colilla gruesa de su tabaco.

El brujo Nelo seguía ahí de rodillas, balbuceando palabras incomprensibles. Terminó de rezar, bebió otro sorbo de aguardiente, después vertió el resto sobre las ofrendas puestas en el suelo. Se puso de pie, parecía estar borracho, extremadamente borracho. Alzó la cruz que estaba sobre el petate, caminó sobre las ofrendas riéndose a carcajadas. Entonces, fue cuando mi padre enrojeció de coraje, de un salto se le acercó y con el bastón le dio un golpe en la espalda: el grueso cuerpo cayó sobre la tía Pancha, resbalándose por la orilla del petate, varias patadas en el estómago le hicieron gemir de dolor, gritó, suplicó que no le golpeara más mientras cubría su rostro con las dos manos. Mis tíos corrieron a detener a mi padre, le agarraron de los brazos; el brujo se incorporó lentamente, tenía la ropa desgarrada y el rostro ensangrentado. Mi abuelo, sin moverse de su lugar, frunció su ceño, tosió fuerte como si hiciera reventar un rayo y se levantó rápido de la hamaca cuando vio que el hombre se dirigía a la puerta para salir huyendo. Mi tía Pancha, entre gemidos, se retorcía de un dolor en el bajo vientre. Todos se reunieron a la orilla del petate, el abuelo le pulsó las manos nerviosamente, parecía tener miedo.

--No siento sus venas. Nos ha molestado ese hijo del demonio. Vayan los tres a la casa del señor Abelardo, tráiganlo pronto. Yo no puedo hacer nada, sus venas no me contestan.

Mis dos tíos y mi padre salieron por la puerta, uno por uno, con sus linternas encendidas en mano. Cuando mi abuela y mi madre limpiaban el sudor de la frente de la enferma, el balido de un chivo se oyó enfrente de la casa. Mi abuelo descolgó el machete de un horcón y caminó hacia la puerta medio abierta por donde asomó, en ese momento, la trompa negra de un animal: le agarró de los cuernos, le jaló hacia el interior de la casa y le tumbó al suelo, los dos forcejeaban dando pujidos. De repente, ante el asombro de todos, poco a poco el rostro del animal fue convirtiéndose en un rostro humano. Una voz ronca, ininteligible, salía de su boca; el abuelo, entonces, aflojó los brazos del cuello del enemigo para dejarlo respirar un poco de aire, pero de un salto se zafó y como un relámpago salió por la puerta entreabierta. Era digno de verse cómo el abuelo, con sus setenta años acumulados en su pesado cuerpo, salió como viento detrás de él. En ese instante se asomaron mi padre y mis tíos que venían con don Abelardo. El anciano se dirigió a la tía Pancha, la pulsó, y moviendo la cabeza de un lado para otro dijo que ya no podía hacer nada para salvarla.

--Su alma resiste todavía, pero ya no regresará, ya está en mano de los dioses.

Miró a todos en silencio. Mi abuela se acercó al petate, y al momento de arrodillarse junto a su primera hija estalló en llanto.

Todos se habían reunido junto a mi tía para ver cómo abría y cerraba la boca como si quisiese decir algo.

--Vendrá el culpable a ver cómo muere su víctima. Dentro de un instante se asomará y dirá la verdad --dijo don Abelardo.

--¿Cómo lo sabes? --preguntó mi padre.

--Vi salir a mi compadre muy aprisa. Yo le conozco, no le gusta perder.

Cuando apenas terminaba de hablar, la puerta se abrió bruscamente de par en par y entró el abuelo con el brujo asido del brazo derecho.

--Ahora nos dices por qué lo hiciste, y después, vas a morir...

--No me mates, tío, se equivocó mi corazón... --suplicaba, forcejeaba el hombre.

--¿Quién te pidió hacerlo?

--Tu misma hija tiene la culpa, ¿por qué pues me despreció? Sólo quería que nuestras vidas se unieran, que nuestros corazones se juntaran, que tuviéramos hijos. Pero ella me rechazó, se negó a casarse conmigo después que todo estaba arreglado. Por eso la embrujé... Ahora que su alma se ha ido estaré tranquilo. Si tú quieres matarme, hazlo, no ganarás nada con eso.

De un golpe en la mejilla izquierda le estrelló en la pared de barro. Con el bastón que usaba al salir de la casa por las noches le dio varios golpes en la cabeza. El hombre no se defendió. De cuando en cuando soltaba unos manotazos o se encogía hasta unir las rodillas con la cara. Cuando mis tíos se acercaron a detener al abuelo, el hombre ya no se movía. Estaba boca arriba, el rostro irreconocible, las manos a sus lados y los pies abiertos. A poca distancia, en medio de la casa, mi abuela seguía llorándole al cadáver de su hija muerta.
 
 
 

Marceal Méndez Pérez es un narrador tseltal originario de Petalcingo, Chiapas.
Los lectores de Ojarasca lo conocen por su relato "Convertiremos la tierra en pólvora"
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Mujer tikuna en el río Amacayacu, 1944

 
 
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