Usted está aquí: martes 22 de febrero de 2005 Opinión Siria, en la mira

Pedro Miguel

Siria, en la mira

La semana pasada el ex primer ministro libanés Rafic Hariri fue asesinado en Beirut con una carga explosiva de las que hacen historia y dejan cráteres que un año después de la acción siguen anegados con agua de lluvia. Cuando todavía no se despejaba el humo del estallido, los dedos acusadores, dentro y fuera de Líbano, apuntaban ya al gobierno de Damasco -el cual nunca se relacionó de manera cómoda con el político muerto- como responsable del atentado, hipótesis espléndida para usos cinematográficos pero ardua de comprobar en la vida verdadera. A casi nadie importó la reivindicación del asesinato por un grupo hasta entonces desconocido pero de tufo integrista: "Verdad y jihad". En cambio, el hecho de sangre hizo recordar a todos la resolución 1559 del Consejo de Seguridad de la ONU, en la que se demanda la salida de todas las fuerzas extranjeras del país de los cedros, documento que apunta a la presencia de 15 mil efectivos sirios en Líbano, despliegue que se remonta a 1976, cuando Damasco envió a sus soldados a la nación vecina por mandato de la Liga Arabe.

Ahora la presencia de esos efectivos es inútil y no garantiza la paz libanesa ni la seguridad siria ante Israel. Es, más que nada, un capricho de los actuales gobernantes sirios, a quienes, como a Saddam Hussein en el pasado reciente, les gusta jugar, a expensas de sus vecinos, a ser dueños de una gran potencia militar. De hecho, la Liga Arabe dejó sin sentido en 1989 su decisión de 1976, pero Hafez Assad y su hijo Bashar, sucesor en el trono dictatorial, nunca se dieron por enterados.

Los arreglos entre los países árabes suelen ser demasiado complejos para ser comprendidos por los gobiernos occidentales, pero ahora la presencia de soldados sirios en Líbano ofrece a Estados Unidos y a la Unión Europea un pretexto espléndido para colocar a Damasco en la mira de las ofensivas diplomáticas, de los bloqueos económicos y, con un poco de mala suerte, de los misiles crucero que Washington necesita gastar para dar más combustible a su recuperación económica y para mantener la película en que viven George W. Bush y la mitad del electorado estadunidense, epopeya de plástico que se proyecta cotidianamente en las pantallas de los grandes medios informativos y que genera ganancias y muertos a ritmo desaforado.

Ahora, sin tener opción ni escapatoria, nos vemos amenazados con la representación planetaria de un nuevo capítulo de la guerra global de los terrorismos y por una confrontación más en la que no se puede tomar partido ni por la Cruz Roja. Acaso Bashar Assad y su grupo sean inocentes de la muerte de Hariri -como era el régimen de Saddam de poseer armas químicas o de promover el terrorismo fuera de su país-, pero son culpables de dar margen a una confrontación sin más sentido que el ejercicio irresponsable del poder de fuego. Más pragmáticos, los gobernantes occidentales ven la oportunidad de escenificar de nueva cuenta sus fantasías de salvadores del mundo, de ensanchar sus mercados de consumo de armas y de seguir ensuciando los mapas de Medio Oriente con más enclaves militares.

Es posible también que unos y otros busquen, cada cual a su manera, extenuar la capacidad de indignación del resto de los humanos por las muertes estúpidas, la destrucción como oportunidad de negocio para la reconstrucción y el sobresalto permanente. Hace siglo y medio Pierre-Joseph Proudhon estableció una relación de identidad entre dos términos en apariencia antagónicos y señaló que la propiedad es un robo. Si llegaran a materializarse los malos augurios sobre Damasco, habría que recurrir a una operación parecida y constatar que la civilización es una barbarie.

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