Usted está aquí: sábado 5 de marzo de 2005 Opinión Sobre cultura femenina

Rosario Castellanos

Sobre cultura femenina

Desde el clásico discurso cartesiano hasta nuestros días, parece ser indispensable, antes de emprender cualquier tarea, ponerse uno de acuerdo consigo mismo acerca de cómo va a llevarla a cabo, explicar de antemano y clara, irrevocablemente, por cuáles caminos se propone uno transitar para alcanzar la meta. Y esto es para mí ligeramente extraño. ¿Cómo voy a escoger primero el camino que la meta? ¿Cómo voy a condicionar ésta por aquél? Necesito, antes que nada, esclarecer ante mis propios ojos qué es lo que quiero saber y sólo entonces estaré en la posibilidad de determinar por cuáles medios ese saber se me hará accesible.

Desde luego (y por motivos que no vienen al caso confesar) lo que me interesa es el problema de la cultura femenina. Pero cuando digo cultura femenina estoy a medias usando vocablos conocidos por mí. Estoy con un pie en terreno más o menos firme pero con el otro en el vacío. Porque si alguien me lo preguntara yo podría decir algo acerca de lo femenino Me han informado, aunque con cierta ferocidad y quién sabe si también con mala intención, acerca del tema, los autores cuyas opiniones están consignadas en las páginas anteriores. Sé, por ellos, que la esencia de la feminidad radica fundamentalmente en aspectos negativos: la debilidad del cuerpo, la torpeza de la mente, en suma, la incapacidad para el trabajo. Las mujeres son mujeres porque no pueden hacer ni esto ni aquello, ni lo de más allá. Y esto, aquello y lo de más allá está envuelto en un término nebuloso y vago: el término de cultura. Aquí, precisamente, es donde me doy cuenta de que mi pie gravita en el vacío.

Pero volviendo a la tierra firme. En primer lugar me está vedada una actitud: la de sentirme ofendida por los defectos que esos señores a quienes he leído y citado acumulan sobre el sexo al que pertenezco. Su sabiduría es indiscutible, sus razones tienen que ser muy buenas y las fuentes de donde proceden sus informaciones deben ser irreprochables. Y luego, por desgracia, no soy lo suficientemente miope como para no advertir que esos defectos existen. Los he advertido por experiencia propia. Si compito en fuerza corporal con un hombre normalmente dotado (siendo yo una mujer también normalmente dotada) es indudable que me vence. Si comparo mi inteligencia con la de un hombre normalmente dotado (siendo yo una mujer normalmente dotada) es seguro que me superará en agudeza, en agilidad, en volumen, en minuciosidad y sobre todo en el interés, en la pasión, consagrados a los objetos que servirían de material a la prueba. Si planeo un trabajo que para mí es el colmo de la ambición y lo someto al juicio de un hombre, éste lo calificará como una actividad sin importancia. Desde su punto de vista, yo (y conmigo todas las mujeres) soy inferior. Desde mi punto de vista, conformado tradicionalmente a través del suyo, también lo soy. Es un hecho incontrovertible, que está allí. Y puede ser que hasta esté bien. De cualquier manera no es ése el tema a discutir. El tema a discutir es que mi inferioridad me cierra una puerta y otra y otra por las que ellos holgadamente atraviesan para desembocar en un mundo luminoso, sereno, altísimo, que yo ni siquiera sospecho y del cual lo único que sé es que es incomparablemente mejor que el que yo habito, tenebroso, con su atmósfera casi irrespirable por su densidad, con su suelo en el que se avanza retando, en contacto y al alcance de las más groseras y repugnantes realidades. El mundo que para mí está cerrado tiene un nombre: se llama cultura. Sus habitantes son todos ellos del sexo masculino. Ellos se llaman a sí mismos hombres y humanidad a su facultad de residir en el mundo de la cultura y de aclimatarse en él. Si le pregunto a uno de esos hombres qué es lo que hacen él y todos sus demás compañeros en ese mundo me contestará que muchas cosas: libros, cuadros, estatuas, sinfonías, aparatos, fórmulas, dioses. Si él consiente en explicármelo y mostrármelo puedo llegarhasta a tener una idea de lo que es cada una de esas cosas que ellos hacen aunque esta idea resulte levemente confusa porque, incluso para él, no es muy clara. Ahora, si le pido permiso para entrar, me lo negará. Ni yo ni ninguna mujer tenemos nada que hacer allí. Nos aburriríamos mortalmente. Y eso sin contar con que redoblaríamos la diversión de los otros a costa de nuestro ridículo. Yo, ante estos argumentos tan convincentes, me retiraría con docilidad y en silencio. Pero me quedaría pensando no en la injusticia ni en la arbitrariedad de esa exclusión aplicada a mí y a mis compañeras de sexo y de infortunio (en verdad no deseaba tanto entrar, era una simple curiosidad) sino en que entonces no entiendo de ninguna manera cómo es que existen libros firmados por mujeres, cuadros pintados por mujeres, estatuas... (bueno, de eso y de lo restante ya no estoy muy segura y no tengo tiempo bastante para documentarme). ¿Cómo lograron introducir su contrabando en fronteras tan celosamente vigiladas? Pero sobre todo, ¿qué fue lo que las impulsó de modo tan irresistible a arriesgarse a ser contrabandistas? Porque lo cierto es que la mayor parte de las mujeres están muy tranquilas en sus casas y en sus límites sin organizar bandas para burlar la ley. Aceptan la ley, la acatan, la respetan. La consideran adecuada. ¿Por qué entonces ha de venir una mujer que se llama Safo, otra que se llama Santa Teresa, otra a la que nombran Virginia Woolf, alguien (de quien sé en forma positiva que no es un mito como podrían serlo las otras y lo sé porque la he visto, la he oído hablar, he tocado su mano) que se ha bautizado a sí misma y se hace reconocer como Gabriela Mistral a violar la ley? Estas mujeres y no las otras son el punto de discusión; ellas, no las demás, el problema. Porque yo no quiero, como las y los feministas, defenderlas a todas mencionando a unas pocas. No quiero defenderlas. (En todo caso mi defensa sería ineficaz. Porque el implacable Weininger probó en su Sexo y carácter que las mujeres célebres son más célebres que mujeres. En efecto, estudiando su morfología, sus actitudes, sus preferencias, se descubren en ellas rasgos marcadamente viriloides. Y de esto infiere que era el hombre que había en ellas el que actuaba, el que se expresaba al través de sus obras. Pero esta prueba, tan alarmante a primera vista, no es original. Alude a ella, siglos atrás, Wolfang de Sajonia en su tratado De hermaphroditis y la recuerda Lord Chesterfield en uno de los trozos selectos de los que es autor y que, junto con otros escritos debidos a ajenas y también consagradas plumas, recomienda a su hijo Stanhope como modelos de "invención, claridad y elegancia". Acaso esta prueba también es deleznable ya que lo mismo podrá aducirse respecto de muchos hombres célebres cuya virilidad es discutible. Y con idéntica falsedad declarar que era la mujer que había en ellos la que pugnaba por manifestarse.) Lo que yo quiero es intentar una justificación de estas pocas, excepcionales mujeres, comprenderlas, averiguar por qué se separaron del resto del rebaño e invadieron un terreno prohibido y, más que ninguna otra cosa, qué las hizo dirigirse a la realización de esta hazaña, de dónde extrajeron la fuerza para modificar sus condiciones naturales y convertirse en seres aptos para labores que, por lo menos, no les son habituales.

Pues bien, ahora que ya sé cuál es la meta debo empezar a escoger el camino para alcanzarla. La lógica pone a mi disposición diversas vías a las que denomina métodos. Vías lógicas, como era de temerse. Pero yo no sólo no estoy acostumbrada a pensar conforme a ella y sus cánones (ni siquiera estoy acostumbrada a pensar), no sólo mi mente femenina se siente por completo fuera de su centro cuando trato de hacerla funcionar de acuerdo con ciertas normas inventadas, practicadas por hombres y dedicadas a mentes masculinas, sino que mi mente femenina está muy por debajo de esas normas y es demasiado débil y escasa para elevarse y cubrir su nivel. No habrá más remedio que tener en cuenta esta peculiaridad. ¿Pero hay un modo de pensar específico de nosotras? Si es así, ¿cuál es? Los más venerables autores afirman que es una intuición directa, oscura, inexplicable y, generalmente, acertada. Pues bien, me dejaré guiar por mi intuición. Como es natural, no pretenderé erigir esta experiencia mía, tal vez intransferible, en un modelo general al que es forzoso copiar. Si no puedo anticipar nada con respecto a la bondad de los resultados de mi investigación, muchísimo menos puedo comprometerme, no ya asegurando la bondad, pero ni siquiera los resultados, en una investigación diferente intentada por otra persona. Pues bien, mi intuición directa, oscura, y deseo fervientemente que por esta única vez, acertada, me dice, que si quiero justificar la actividad cultural de ciertas mujeres me es preciso, en primer término, haber llegado a la formación de un concepto de lo que es la cultura, llenando así ese vacío en el que mi pie ha continuado gravitando. De la cultura sé, hasta este momento, que es un mundo distinto del mundo en el que yo vegeto. En el mío me encontré de repente y para ser digna de permanecer en él no se me exige ninguna cualidad especial y rara.

 
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