Usted está aquí: sábado 12 de marzo de 2005 Opinión Aznar, la deshonra de un político

Marcos Roitman Rosenmann

Aznar, la deshonra de un político

Poco hay que decir. Los hechos hablan por sí. Un mediocre político transformado en presidente de gobierno por deméritos de sus adversarios se yergue, tras ocho años de haber ejercido el poder, como un contumaz mentiroso, ególatra y plutócrata. Esos son sus haberes.

En el recuerdo de los españoles están sus marrullerías y su pertinaz deseo de retrotraer España a las etapas oscurantistas de la Inquisición. Por ello no serán el Opus Dei ni los Legionarios de Cristo quienes le tiendan la mano, ya en su condición de ex, para dar conferencias en universidades y centros esparcidos por Estados Unidos y América Latina. Los jesuitas arreglan su salida para disfrutarlo en sus aulas impartiendo lecciones sobre el Cid Campeador y la violencia islámica. Eso sí, con dinero del contribuyente español, quien paga esta felonía. Para que el lector lo pueda apreciar en lo que vale, su estancia en Georgetown es producto de un convenio donde, previo abono a las arcas del centro, será recibido en calidad de profesor visitante. Espurio convenio recubierto de parafernalia adjunta de contenido más general que oculta la intención final. Pagar con dólares españolizados sus conferencias. Sería su testaferro Ismael Crespo, hoy ex director de la Comisión Nacional Evaluadora de Actividad Investigadora, dependiente del Ministerio de Educación, quien sellase el acuerdo antes de ser imputado de corrupción. Su concubina, asesora para América Latina de Aznar en la Moncloa, participa del chanchullo para cuadrar la economía familiar de los Aznar y la suya.

No existe en la historia de España otro caso similar. La vanidad de Aznar y su falta de escrúpulos quedan patentes en su historial. Instalado en el palacio de la Moncloa realiza gastos superfluos anclados en el boato de quienes buscan en la ostentación y el lujo cubrir su déficit de carácter y su escasa talla política. En esta singladura tal vez sea superado por Vicente Fox y señora en la residencia oficial de Los Pinos.

Sin embargo, será la mayoría absoluta que le otorguen las urnas en 2000 el detonante que descubra su verdadera calaña. Enloquecido y ya sin rubor utiliza el patrimonio cultural para engrandecer el pedigrí familiar. Así, el enlace matrimonial de su hija en el monasterio de El Escorial cobra rango de boda oficial. Reyes, presidentes de Estado, gobierno, ministros, banqueros, empresarios y destacados frívolos de la farándula y el corazón se dieron cita pensando que la imagen de Felipe II se solapaba cinco siglos después con la de José María Aznar. Emular sus conquistas sobrevolaron la mente del entonces presidente. El Partido Popular, pensó, gobernará España como su ídolo Francisco Franco y su mentor Manuel Fraga Iribarne. Ambos, uno desde la tumba y el otro como presidente de la Xunta de Galicia, podrán sentirse orgullosos de su pupilo, convertido en artífice de la reconquista. Aupado por Pinochet, su otro gran aval intelectual, hasta que cayó en desgracia, Aznar estaba seguro de haber contribuido al fin del comunismo y la maldición terrorista. Ahora se ve entrar en el siglo XXI como un grande de España, eclipsando a sus sucesores.

No enrojecieron sus mejillas al ser descubierto en su teje y maneje para obtener, pagando, una condecoración en el Congreso estadunidense. Ya no lo harían nunca más, si alguna vez sus carnes blanquecinas palidecieron de vergüenza. Su deshonra pasa a ser consustancial a su persona. Su autoritarismo se profundiza y sus decisiones las enmarca en un endiosamiento sin límites. Fuerte con los débiles y sumiso con los poderosos se caracteriza por inhibir responsabilidades políticas. Nunca asumió varonilmente sus actos; desplazó a otros sus errores. Adulado por ministros y colaboradores, se envalentona hasta creer sus delirios de grandeza.

El resultado es triste para España y su historia reciente. Consecuencia de su irrelevante personalidad, apoya guerras ilegítimas y desautoriza a todo un pueblo clamoroso de paz. Cómplice de la mayor manipulación informativa, se jactó de poseer datos contundentes de la existencia de armas de destrucción masiva en Irak. Fue el propio Rajoy, su alter ego, quien increpó a los diputados opositores en el Parlamento, diciendo que sólo ellos no se rendían ante la evidencia de las pruebas. Aznar y los suyos se cubrieron de sangre y muerte en Iraq. Aun así, a sabiendas de que habían cometido perjurio, consideraron inoportuno y fuera de lugar rectificar, disculparse o simplemente desfacer entuertos.

Aznar perdió el respeto a la ciudadanía, a sus votantes y a sí mismo. Bajo el influjo de George W. Bush rebuzna su influencia. Será en este ambiente donde se producirán los atentados del 11 de marzo de 2004 en la estación madrileña de Atocha. Y nuevamente se desata la parafernalia. No escarmentados de la guerra de Irak, se sienten todopoderosos. Llenos de alegría contenida, los sucesos permiten hacer una jugada de última hora: atribuir a ETA su autoría. Oculta pruebas, presiona a periodistas, embajadores y al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para que emita un comunicado condenatorio en el que se presenta a ETA como la hacedora de semejante ignominia. Toda una estrategia para ganar las elecciones y no pensar en absoluto en el dolor de las víctimas ni en las causas de los atentados. Su comparecencia en la comisión parlamentaria fue otro insulto al señalar que él y su partido son víctimas de una conspiración que acabó con el mandato popular alterando el signo de las elecciones del 14 de marzo de 2004.

Hoy, en el primer aniversario de los atentados, Aznar demuestra su bajeza al no asistir a los actos, siendo él presidente en funciones cuando se producen. Prefiere ganar dinero y dar conferencias. Invitado en Monterrey, ahora queda claro cuál es su estatura política. Sus alforjas están vacías de dignidad y ética, aunque llenas a rebosar de dinero ganado en malas lides. Por suerte Bush, Blair y Berlusconi, sus amigos, le ayudan a rebuznar, a decir del subcomandante Marcos, y a desarrollar su aznaridad decadente, en palabras de desparecido Manuel Vázquez Montalbán. Su deshonra es una realidad demostrada por sus propios actos.

 
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