Usted está aquí: domingo 13 de marzo de 2005 Opinión El prisionero de la pirámide

Sergio Ramírez

El prisionero de la pirámide

El estreno en 1974 de la película El gran Gatsby, basada en la novela cumbre de Scott Fitzgerald, trajo consigo toda una resurrección de la música, las modas, los gustos y la escenografía de los años veinte, época en que se desarrolla la historia, y el blanco, convertido por el director Jack Clayton en el color dominante de la escenografía y la ropa, pasó a los dominios comerciales sin que pudieran escaparse ni las ollas de cocina. Todos querían vestirse de blanco, como Robert Redford en el papel de Gatsby, el magnate de grandes fiestas, cuya fortuna provenía del contrabando de alcohol bajo la ley seca.

Ahora Martín Scorce, en su superproducción El aviador, ha revivido al magnate de la vida real Howard Hughes, y ya veremos cuantas modas se logran imponer en el mercado, empezando por la chaqueta de cuero y el sombrero, y la raya en medio del pelo peinado hacia atrás. O a lo mejor, también las sopas Campbell, que el maniático multimillonario tuvo por desayuno, almuerzo y cena mientras vivió en Managua. Su otro único alimento eran barras de chocolate Hershey's.

Hughes se había refugiado en Las Bahamas, resuelto a vivir alejado de Estados Unidos por los problemas judiciales de impuestos que enfrentaba, y cuando las autoridades fiscales se presentaron en su casa de Nassau para efectuar un cateo con el auxilio de la policía, la guardia mormona que lo rodeaba -sólo aceptaba varones de la religión mormona en su entorno- decidió buscarle un destino más seguro, y pensaron en Nicaragua, regida entonces por Anastasio Somoza, el último de la dinastía.

Recurrieron entonces a un buen intermediario, el embajador de Estados Unidos en Managua, Turner B. Shelton, antiguo empleado de Hughes en sus casinos de Las Vegas, sumamente cercano a Somoza, como solía suceder con todos los embajadores estadunidenses, y no menos cercano al presidente Richard Nixon y a su íntimo amigo el traficante Bebe Rebozo. De manera que cuando el avión de Hughes puso proa hacia Managua, en febrero de 1972, Somoza se hallaba convencido de que sus oportunidades de grandes negocios como socio de Hughes estaban cerca. Cadenas de casinos, sobre todo, líneas aéreas, y también la resurrección del viejo proyecto del canal por Nicaragua.

Solamente una vez, sin embargo, pudo entrevistarse con su invitado, y esa entrevista ocurrió a bordo del jet privado que había traído a Hughes a Managua, algo muy desusado para Somoza, que entonces hacía a los presidentes centroamericanos subir a su propio avión en los aeropuertos de cada capital, en sus frecuentes giras de inspección, pues los demás generales en el poder le reconocían supremacía.

En esa ocasión, no obstante, la guardia de mormones hizo la deferencia al dictador de poner presentable a Hughes, recortándole las uñas que se dejaba crecer como garfios, y la barba y el pelo, que formaban una hirsuta maraña, estampa de náufrago en una isla desierta; un anciano famélico alcanzado ya por la locura fruto de la sífilis, reacio a lavarse los dientes que terminaron cayéndosele. Dispuesto a decir muy pocas palabras, excepto agradecer el gesto de su anfitrión al concederle refugio. La entrevista no duró mucho. Y de negocios, nada.

Se instaló con su corte mormona en el hotel Intercontinental de Managua, un edificio en forma de pirámide vecino al búnker de Somoza, y ocupó los últimos tres pisos. Allí se encerró, sin dejarse ver nunca de nadie, un prisionero de sí mismo dedicado a ver, una tras otra, sus viejas películas, metido debajo de una tienda de oxígeno para librarse de cualquier contaminación; por eso mismo, los mormones, que actuaban de guardaespaldas, secretarios y niñeros, pues además de asearlo había que cargarlo en brazos, usaban siempre guantes de caucho.

De aquel refugio inviolable lo sacó el terremoto que destruyó Managua en la temprana madrugada del 23 de diciembre. Mientras el edificio del hotel se cimbraba, fue bajado a toda prisa en una angarilla, utilizando las escaleras de servicio, para ser metido a la ambulancia que estaba siempre de guardia a su servicio, y llevado al aeropuerto, tan raudamente como era posible porque en las calles se atravesaban los ripios de las paredes desmoronadas, postes caídos y cables del sistema eléctrico.

Cuando llegaron por fin a la terminal, fracturada por la mitad tras la sacudida, en la pistaba aguardaba su avión con los motores encendidos, que pudo elevarse antes de que los controladores de la torre huyeran en busca de sus familiares; como todos aquellos de la guardia pretoriana de Somoza que no habían muerto aplastados en sus cuarteles, estaba huyendo también.

Desde el aire, con la ciudad a oscuras, Hughes sólo pudo haber visto, si es que se asomó a la ventanilla, el fulgor de los incendios que empezaban a multiplicarse.

Masatepe, marzo de 2005

www.sergioramirez.com

 
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