Usted está aquí: lunes 21 de marzo de 2005 Cultura Los instantes

Hermann Bellinghausen

Los instantes

En un millón, en los miles de millones de instantes que transcurren diacrónicos, sincrónicos y anacrónicos a lo ancho y hondo de la ciudad: conexiones alámbricas e inalámbricas, una síncopa de bits en surtidor, encuentros inconclusos, evasiones incompletas, consumaciones pospuestas; ni siquiera la coraza de lámina y cristal de los carros particulares nos pone a buen resguardo de los instantes de roce que dispara la ametralladora de los segundos.

¿Cómo es que habiendo tantos instantes, no alcancen, es decir, no rindan para nada? Y el Tántalo que llevamos dentro no da respiro.

¿Qué misteriosa conjunción de azares enlaza, en un bloque de tiempo, dos o más destinos que no se suponía que fueran a unirse jamás? Pero los instantes están loquísimos y corren, no hay chance de ponerles un estate quieto. Digo, no alcanzan las manos. Vaya lío.

Permanentemente. A todos les ocurre, si se despegan un rato de la televisión (condición sine qua non para que algo sí suceda) y salen a la calle (cualquier calle). Es inevitable, como el aire. Tan frecuente que no nos percatamos; creemos que no pasa nada.

Una sensación generalizada de lo inconcluso, de tiempo que no rinde, de días que concluyen demasiado pronto, o son angostos, y corren como el mercurio. Miramos con nostalgia las agendas, esa pobre garantía de futuro, llegamos tarde a las citas, y la noche nos alcanza cuando aún estamos a medias.

Ni el más sólido temperamento se salva de una cierta neurosis de adaptación y sobrevivencia. Cuidarse de, por ejemplo, las estrecheces económicas, el teléfono descompuesto, la delincuencia. Y luego que los poderosos son tan delincuentes. Y mucho delincuente se hace poderoso. Unos y otros, para delinquir, necesitan adueñarse de nuestros instantes. A su modo y para sus particulares fines, echan todas sus conexiones como jaurías al espacio vital de las personas y nos hacen creer que se diluyen en el conjunto.

Pero la atmósfera de los instantes desaforados no diluye nada, sólo se espesa más con cada sucesión de millones de instantes. Hay que tenerlo presente. Llevarles la cuenta sería estratosférica e inútil, como si te suspendieras en las interfases del cosmos y alguien te dijera: "Ahora, a contar estrellas, medir los años luz y sentirte diminuto, partícula enana". Como aquella resaca que dejaban los libros de explicaciones científicas que escribía Isaac Asimov.

Inmanejables por completo, los instantes en cardumen nos chorrean entre los dedos, resbalan, y si nos detenemos a pensarlo, nos distraemos y corremos el riesgo de pasmarnos y perder el tren, el avión, el norte.

No resta sino seguir adelante. Conectar sin quemarse. Desenchufar a tiempo, escurrirse aquí, clavarse allá, flotar en los caudales del diluvio de instantes, que cual arca de Noé nos salve los ojos de darle una probada al caos. Es un modo de vida multitudinario donde a nadie se le ocurre decir "pícale y sácate, ahí se ven, cambio y fuera, aquí me bajo". Aparte de que no se puede. No queda sino meterle al fierro, navegar sin altos, descansar de pie, irse como alma que lleva el diablo (aunque no la lleve).

Ni las ondas electromagnéticas, ni la fibra óptica, ni los bits cósmicos, ni las vibras de la sinrazón programada. Nada garantiza que los instantes se acomoden o tranquilicen. Van tendidos las 24 horas del día, domingos y feriados incluidos, a flor de piel, o debajo de los puentes y las piedras. Atorados en su fijeza, entre la ilusión y el espanto.

 
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