Usted está aquí: lunes 21 de marzo de 2005 Opinión Plazos, ideas, yunque

Armando Labra M.

Plazos, ideas, yunque

Engatusados como estamos con la inmediatez, vamos perdiendo perspectiva de la verdadera trascendencia de los aconteceres. Distraídos como estamos con la banalidad política que a todos aburre, pero también descompromete, no está por demás echar un vistazo hacia atrás para ver, a la distancia de las décadas, qué nos ha pasado y contar así con mejores criterios para otear el horizonte.

De 1950 para acá la economía muestra cambios interesantes. Por ejemplo, ya éramos entonces una economía de servicios, sector que aportaba 50 por ciento del PIB, más que ningún otro. Hoy la cifra es superior a 62 por ciento. Como proporción del PIB, en ese lapso cayó, estrepitosamente el campo -de 20.2 a 3.6 por ciento-, pero también la industria, que contribuía con 30.3 por ciento y ahora lo hace en menos de 24.

Visto en esa perspectiva, el crecimiento promedio del PIB arroja un encomiable desempeño de 4.7 por ciento; sin embargo, se perciben dos etapas claramente diferenciadas: de 1950 a 1982 la economía creció 6.3 por ciento al año, mientras de 1983 a la fecha el ritmo cae a nivel de 2.3, siendo el tramo correspondiente al siglo XXI el menor en medio siglo, incluso inferior al aumento de la población.

En consecuencia todos los indicadores, sean de consumo, inversión, empleo, salarios, siguen ese patrón. No así el comercio exterior, que crece precisamente en los años en que el resto de la economía decae, reflejando la dualidad de un sector externo dinámico, minoritario, pero de gran escala, ligado a las operaciones trasnacionales, que aprovecha las oportunidades que no tiene el resto de los productores, que son la mayoría pero están relegados de las operaciones internacionales.

Y también, cuando cae la economía aumentan las inversiones extranjeras, revelando su carácter eminentemente especulativo. No se necesita mucho esfuerzo para constatar que la era de la apertura comercial y financiera coincide con la decadencia de la mayor parte de la economía interna mexicana en el siglo XX. Y con su estancamiento en lo que va del XXI.

A lo largo de más de cinco décadas México no ha dejado de ser un país marcado por la desigualdad, donde, con ligeras variantes, el 20 por ciento más rico se apropia de 56 por ciento del ingreso mientras el 20 por ciento más pobre es acreedor sólo a 4 por ciento. Y en consecuencia, a 80 por ciento de los mexicanos corresponde sólo 44 por ciento del ingreso total.

En ese lapso pasamos de ser 26 a 106 millones de habitantes y aun cuando ha menguado el crecimiento poblacional, el del producto por habitante ha sido muy conservador, apenas 1.9 por ciento al año de 1950 a la fecha. Aquí también se registran dos etapas: la correspondiente al periodo 1950 a 1982, en que el producto por habitante aumentó a razón de 3 por ciento al año, y otra, después de 1983 y hasta la fecha, en que la cifra es casi ridícula: 0.4 por ciento al año.

Con esa perspectiva tenemos muchos elementos a considerar para el diseño de una política económica que nos saque del atolladero. Si el próximo gobierno no hace tal ejercicio para vigorizar a la economía a partir del esfuerzo interno, las adversidades del entorno provocarán su creciente debilidad, ingobernabilidad política y mayor sumisión abyecta al Norte.

¿Y qué habríamos de hacer? Desde el punto de vista técnico es sencillo avanzar, porque significa revisar el instrumental económico que funcionó en los años de éxito, rescatando sus virtudes y desechando sus vicios, lo mismo con los instrumentos neoliberales recientes, en particular, despojándolos de su contenido dogmático y libresco, para sacar ventajas reales de algunas de sus premisas. Finalmente, habría que adicionar nuevos mecanismos de política económica confeccionados ad hoc para la circunstancia específica de la economía mexicana.

Instrumentar estos cambios no implica nuevos recursos públicos, sino su rejerarquización, de forma que se trata de tomar una decisión estrictamente política, la cual ciertamente no conlleva rupturas ni rispideces frente al proceso globalizador; al contrario, hay avidez de que se nos ocurran salidas imaginativas capaces de movilizar nuestros propios recursos y dejemos de ser sólo rémora del tiburón. En otras palabras, de incursionar por una senda activa en materia de política económica no podríamos estar peor que hoy, cuando prevalece la ignorante, cómoda y bien pagada e inútil visión de que no hay mejor política económica que la no política económica.

No hay mucho que discutir; los resultados están a la vista en un plazo suficientemente largo y representativo. Veamos al porvenir también con visión y altura de largos plazos y dejemos atrás las ideas cortas que hoy nos enmarañan y nos lastran sin necesidad... cual yunque atado al cuello queriendo nadar en alta mar...

 
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