Usted está aquí: martes 22 de marzo de 2005 Opinión El priísmo perredista

Editorial

El priísmo perredista

En las elecciones internas realizadas el pasado domingo por el Partido de la Revolución Democrática (PRD) para renovar su dirigencia nacional y la mayoría de sus comités estatales menudearon el acarreo, el robo de urnas, la quema y el secuestro de la papelería electoral, los hechos de violencia y el rasurado del padrón, además de una desorganización tan evidente que figuras importantes del partido, como Andrés Manuel López Obrador, Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano y Leonel Godoy, presidente nacional del instituto político, experimentaron problemas de diverso tipo para ubicar sus nombres en los listados, así como las casillas en la que les correspondía emitir el sufragio.

El triunfalismo exhibido por el propio Godoy y por su previsible sucesor, Leonel Cota Montaño, o por la gobernadora Amalia García, de que las elecciones fueron un éxito y hasta una demostración de civismo, guarda, por desgracia, poca relación con la realidad de una formación política sumida en el tribalismo y los cacicazgos, prácticas defraudadoras de la vieja cultura priísta y las desviaciones heredadas de la administración de Rosario Robles.

El domingo salió a la luz el diagnóstico implacable realizado tres años antes por Samuel del Villar, jurista extraordinario y fundador del perredismo, fallecido el mismo día en que el partido del sol azteca realizó sus comicios internos: "'La fragilidad de los valores y la ausencia de solidaridad democrática abre la puerta para que intereses extraños y antagónicos al partido, como gobernadores priístas o cacicazgos locales autoritarios y corruptos, utilicen a algunos miembros del partido y al emblema del sol mexicano para encubrirse y condicionarnos a la marginalidad y la inanición".

Esa radiografía implacable, efectuada tras el anterior proceso electoral interno, que llevó a Robles a la presidencia del Comité Ejecutivo Nacional (CEN), decía: "No hay una sola práctica fraudulenta denunciada por nosotros como oposición frente al otrora invencible PRI, que no se haya producido en el marco de esta elección interna del 17 de marzo" de 2002. Por desgracia, los señalamientos de Del Villar siguen siendo válidos para los comicios del 20 de marzo de 2005.

Afectado por pugnas y jaloneos de sus corrientes internas, por los escándalos de corrupción de varios ex perredistas destacados, por el inmovilismo de su dirección y por la exasperante persistencia de prácticas de fraude y manipulación del sufragio, el PRD no parece ser, en el momento actual, un instrumento capaz de contener las maniobras faccionalistas del foxismo, entre ellas el uso del poder público para eliminar a López Obrador de la contienda presidencial del año entrante. Peor aún, el marco de descomposición partidista del que surge el liderazgo de Cota Montaño difícilmente puede ser tomado como un buen augurio sobre el desempeño del PRD en las elecciones de 2006. Las cúpulas del partido deben tener claro que la organización política en la que se han enquistado y a la que han llevado a tales niveles de desmoralización no es de su propiedad. Los partidos políticos, cuyo accionar es sufragado por el conjunto de la sociedad, pertenecen a ella, y nadie tiene derecho a destruirlos desde dentro o a utilizarlos para la consecución de sus ambiciones personales de poder, influencia o dinero.

De confirmarse la llegada de Cota Montaño al máximo cargo de dirección perredista, éste tiene ante sí el deber moral y político de limpiar y esclarecer los actos indebidos que enturbiaron la elección del domingo y de emprender una labor de esclarecimiento y transparencia dentro de la institución. Ello significa, entre otras cosas, desempolvar las recomendaciones formuladas hace tres años por Samuel del Villar y llevarlas a la práctica. Sólo de esa forma podrá el partido del sol azteca recuperar sus postulados fundacionales y reclamar, con fundamento, el adjetivo de su nombre.

 
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