La Jornada Semanal,   domingo 27 de marzo  de 2005        núm. 525
 
   LAS RAYAS DE LA CEBRA   

VERÓNICA MURGUIA

FEMINISMO

Hace unos días una amiga muy querida me dijo que le daban ganas de escribir un texto que versara sobre la admiración que le inspiran ciertas mujeres. "Eso sí", me dijo con acento terminante, "no quiero que suene feminista." Como si ser feminista equivaliera a lavar dólares, o a vender éxtasis a la puerta de las secundarias. La verdad, no entiendo cómo fue que una revolución que ha cambiado a las sociedades, que no ha ocasionado muertos entre los opositores y cuyos motivos tienen una vigencia total, haya caído en semejante descrédito.

Yo sí soy feminista. Caray, vivo en México, el país donde está Ciudad Juárez, y como todos sabemos, allá ocurren crímenes cuya vileza no puedo calificar. ¿Cómo no voy a ser feminista?

A veces, cuando digo que lo soy, mi interlocutor me pregunta qué me hace falta, o de qué me quejo, como si yo fuera la única mujer del mundo. Trabajo en lo que quiero, ¿no? Mi marido es buena gente, ¿no? (¡como si eso fuera un don otorgado por el machismo!)… ¿Entonces? Es como decirle al defensor de los derechos animales: ¿Eres una foca? ¿Te han apaleado para quitarte el pellejo y que se lo ponga una tipa horrible? ¿Te han abierto la yugular y te han dejado colgado para hacer moronga? Entonces, ¿de qué te quejas?

Me fastidian igual personas como la escritora Camille Paglia, estridente opositora del feminismo —y que prefiere ignorar la suerte de las mujeres en África, Asia y ay, Latinoamérica—, que aquellas feministas que no quieren que se lea Lolita de Nabokov en la universidad, que porque es sexista. El feminismo que se atrinchera en la academia me parece que a veces se enfrasca en una discusión estéril. Un ejemplo, aunque cae, no dentro de la lucha feminista, sino en la de la igualdad racial: los miles de estudiantes y maestros que se oponen, en Estados Unidos, a la lectura de Huckleberry Finn, una de las novelas fundacionales de la narrativa norteamericana, porque en ella se usa la palabra nigger (peyorativo de negro). No importa que quien la usa en la novela sea, como dicen, mujeriego, parrandero, borracho y jugador.

De lo que se pierden, ni modo.

No se trata de censurar, sino de leer con un punto de vista enriquecido por un conocimiento más amplio y profundo de los temas que se debaten. La censura es inútil. Empobrece y muchas veces es de una condescendencia repelente. Habría que tener claro que el lenguaje políticamente correcto, que siempre deviene en eufemismos ridículos, y que es, entre otras cosas, una afectación cursilérrima, no sirve de nada. De nada. Las cosas que deben ser políticamente correctas suceden en el ámbito de lo social y lo político, no en el ámbito del arte. Además, en el arte no hay correcto o incorrecto.

Pero vuelvo a lo del feminismo: unos días antes de que mi amiga me hiciera el comentario de marras, llegó a mi buzón electrónico un ensayo que criticaba el machismo en las canciones mexicanas. Inútil, tendencioso, lleno de advertencias rarísimas. Me parece que nadie se vuelve macho sólo por aprenderse unas canciones. Se necesita una sociedad entera, una familia y un ambiente, para hacer de un niño un macho infumable. Antes, llegó un artículo muy simpático titulado "Me gusta ser mujer (y odio a las histéricas)", escrito por una Leila Guerrero, argentina. Muy chistoso y desparpajado. Leila Guerrero, que odia a las histéricas y que las agrupa injustamente con las feministas, trata el tema de la menstruación con una desenvoltura que no hubiera sido posible sin las luchas de las histéricas, como ella las llama.

El feminismo, aquél de antes, en el que las militantes se obligaban a no depilarse el bigote y quemar sus brassieres en hogueras públicas, creó respuestas automáticas y sistemas cerrados de pensamiento, como ocurre con todas las revoluciones. Creó dogmas, y los dogmas son impedimentos para la reflexión. Pero esta ideología, afortunadamente, ha cambiado, ha evolucionado y seguirá desplegándose y sofisticándose. Nos dará herramientas para adentrarnos en el estudio de las leyes y las sociedades, en el análisis de cada problema y cada respuesta, para no permitir que la moda —sí, la moda— nos dicte lo que pensamos. Ya no está de moda ser feminista, pacifista, defensor de los derechos animales, o de izquierda.

A mí qué me importa la moda, si sus ideólogos son publicistas, mercachifles y políticos.

No quiero ser una estúpida Totalmente Palacio. Quiero vivir en un mundo más justo. Punto.