La Jornada Semanal,   domingo 3 de abril de 2005        núm. 526
 

Marco Antonio Campos

El filántropo Santa Anna en Turbaco

A Edelmiro Franco

Se halla a cosa de una hora de Cartagena de Indias. Con el periodista Eduardo Cruz, actual agregado cultural en Colombia, y Edelmiro Franco, corresponsal de Notimex, en un taxi alquilado nos dirigimos a Turbaco, a ver dónde vivió dos periodos de su vida Antonio López de Santa Anna, el Carlos Salinas de Gortari, multiplicado por once, de nuestro siglo xix, es decir, el personaje más vilipendiado desde cualquier ángulo de nuestra historia. En Turbaco vivió dos periodos: uno, de 1850 a 1853, y otro de 1855 a 1858. En el primero hubiera seguido allí, si a Lucas Alamán y a las cabezas del partido conservador no se les hubiera pasado por la cabeza la idea de traerlo de nuevo a México. Se envió una comisión, encabezada por el general Antonio de Haro y Tamariz, con una carta de Alamán donde se le ponían varias condiciones para volver a la presidencia: proteger los bienes del clero y de los grandes propietarios, no rodearse de una corte de aduladores que sólo buscaban su provecho propio y no irse a encerrar por temporadas a su casa de Tacubaya y a su hacienda veracruzana de Manga de Clavo dejando la máxima autoridad de la República en manos de sus incondicionales ineptos. Santa Anna ascendió a la presidencia, que para él sería la última, el 20 de abril de 1853. Es decir, de finquero y gallero y monte de piedad en el Caribe colombiano pasó a convertirse en menos de nueve meses en presidente, inmediatamente en dictador y en el mes de diciembre, ya enloquecido, en Su Alteza Serenísima.

Es un día cálido. Nos dicen que en un tiempo el pueblo fue más frío. Santa Anna buscaba entonces algo que se pareciera a su hacienda veracruzana.

Llegamos al pueblo. La alcaldía está cerrada. Decidimos ir a la escuela. Es una secundaria. Preguntamos al prefecto (supervisor se le dice en Colombia) por el maestro de literatura o de historia. Nos lleva a un salón de clase. "Es ése", nos señala a un joven de tez morena oscura. Lo llamamos. Sale. No, no sabe nada, nos dice. Nos trata muy amablemente y nos acompaña hasta la puerta de entrada de la escuela. Le pide al prefecto que nos lleve a casa del profesor Enrique Carrascal. La casa se halla a la vuelta de la esquina. "¿Y qué clase de literatura o de historia da usted?" "No", repone despidiéndose. "Doy matemáticas y física."

Llegamos a casa del profesor Carrascal. Por una enfermedad extraña su rostro está lleno de nudos y de bolas. Nos recibe con abierta amabilidad. Le explicamos quiénes somos y le preguntamos si sabe dónde quedaban la casa y la finca de Santa Anna. "Sabemos que ese señor vivió aquí, sí, señores", dice como tratando de fijar algo que se vuelve vagaroso en su memoria incierta. "Fue, creo, por 1870".

—No, estuvo aquí dos veces en la década de los cincuenta del siglo XIX.

Después de aclararnos que él es poeta y no historiador ("mi último poema lo escribí para la celebración de una niña de quince años"), nos da dos señas importantes: la actual alcaldía fue la casa de Santa Anna y existe un libro de historia de Turbaco. "Pero el que debe saber bien de esas cosas es Medardo Arellano, que tiene un puesto de cervezas y refrescos frente a la alcaldía".

Me empiezo a sentir como en un cuento de Los funerales de la mamá grande.

En efecto, nos dice Medardo Arellano con gran seguridad mientras barre su puesto, ese señor mexicano vivió aquí e hizo mucho por Turbaco. Su finca se llamaba La Habana. "Estaba hacia allá", y nos señala calle abajo. "Fundó el cementerio y su casa era la actual alcaldía. Hizo muchos compadres por acá", añade amablemente. Edelmiro Franco, siempre sonriente, como si estuviéramos actuando de personajes incidentales en una novela de la picaresca caribeña, tiene encendida la grabadora y no deja de tomar notas. Eduardo Cruz pone cara de creerlo todo. "No hay como tener y dejar compadres en un sitio", comenta Eduardo.

De súbito, garcíamarquesianamente, se aparece de nuevo el prefecto de la escuela montado en una bicicleta llevando en la parrilla a un joven de unos treinta años. "Este fue el que escribió el libro sobre Turbaco", dice el prefecto. Le preguntamos su nombre: "Francisco Hoyola, pero me dicen Pacho Listo".

—Mucho gusto, Pacho Listo —nos presentamos.

Nos cuenta que, en efecto, Santa Anna compró la casa que es ahora la alcaldía e hizo notables obras para el pueblo como ayudar económicamente para volver carreteable el camino a Cartagena, reconstruir y ornamentar la iglesia y darle forma a un confuso cementerio. En su finca (que verdaderamente se llamaba La Rosita, por el nombre de la hija), había cría de ganado, se cultivaba tabaco y se producía azúcar. Llegó a haber más de cincuenta trapiches. Miles trabajaron en la finca.

"Todo con dinero robado al pueblo mexicano", pienso, pero no lo digo para no ofender.

—Fue famoso como gallero —apunto—. Su deporte favorito eran las peleas de gallos. —En Turbaco, en todo el departamento de Bolívar, abundan los galleros —contesta Pacho Listo. —En los palenques se hallaba en su elemento —me atrevo a decir. —En el Memorial, que escribieron los turbaquenses, se mencionaba su regreso en 1855 como "un don de la Divina Providencia". El Memorial está reproducido en mi Historia de Turbaco.

Pacho Listo dice al prefecto que vaya a buscar el libro. El prefecto se va en friega en la bici. "Se tiraron cien ejemplares. Es ahora libro de texto", comenta ufano Pacho Listo.

Preguntamos si cien ejemplares alcanzan para los alumnos.

—Se le dio a cada biblioteca uno para consultar.

Y comentamos entre nosotros por lo bajo si en Turbaco habría cien bibliotecas.

En friega salió el prefecto y regresó en friega. Trae el libro que parece más un folleto.

Cruzamos la calle para ver de cerca la alcaldía. Junto a la puerta hay una placa del 2002 puesta por el Ministerio de Cultura:

EN ESTA CASA VIVIÓ ANTONIO LÓPEZ DE SANTA ANA

Tan enterados estaban históricamente que se les olvidó una ene.

Leyendo el folleto sobre Turbaco percibimos que la casa es esencialmente la misma: el techo de tejas de barro colorado, el amplio corredor exterior y las columnas cilíndricas. Por esas bromas históricas involuntarias, como si se quisiera recordarle a Santa Anna su primer gran episodio negro en la historia mexicana, al inmueble se le conocía y se le conoce como La Casa de Tejas.

Pacho Listo nos dice que la calle se llama también Antonio López de Santa Anna. Mientras saca fotos, Edelmiro pregunta en qué esquina o sitio hay una placa con el nombre. "No hay, pero la gente está más acostumbrada a decirle calle de la Alcaldía".

El Memorial del 17 de febrero de 1858 de los turbaquenses, único documento auténtico, está dirigido a Antonio de Padua María Severino López de Santa Anna y se le da trato de Vuestra Excelencia. En él los turbaquenses lamentan profundamente su partida y recuerdan cómo ayudó a todos: al pobre, al viejo, al joven, al marinero, al presidiario. Gracias a él, en cinco años, de 1851 a 1856, la población se duplicó de 2 mil a 4 mil habitantes. Donde hubo chozas y solares se alzaban ya casas grandes y cómodas.

Nos dirigimos a sacar fotocopias de las páginas sobre Santa Anna escritas en el folleto. Don Enrique Carrascal quiere que también copiemos su poema a la niña de quince años. "A ver si me ayudan a publicarlo en México", nos dice a Eduardo y a mí. Contestamos que el poema en México sería muy bien recibido.

Pedimos a Pacho Listo que nos acompañe en el taxi al único cementerio prosantanista de América.

En el cementerio sólo encontramos tumbas del siglo xx. Es un cementerio feo rodeado de casas que dan la impresión de formar parte del cementerio. De una de las casas colindantes sale de una radio música de vallenato como para levantar a los muertos y ponerlos a bailar. Empiezo a dudar dónde empieza Turbaco y dónde Macondo. Eduardo Cruz y yo caminamos hacia el fondo del cementerio. La música parece rebasar la barrera del sonido. "Si al menos fueran vallenatos de Rafael Escalona y Alejo Durán", comento resignado.

Se oye de pronto un grito de Pacho Listo: "¡Aquí está enterrada una de las descendientes de Santa Anna!" Hasta ese momento creíamos que sólo había dejado compadres. Entre escépticos, ilusos e ilusionados Eduardo Cruz y yo nos encaminamos a la entrada del camposanto. La mujer enterrada tiene el nombre de Luisa Elvira Espinosa Marrugo (1905-1989). "Fue su nieta", dice Pacho Listo. Las fechas no cuadran. Indagando en La historia de Turbaco parece que era su tataranieta: biznieta de su hijo natural Ángel López de Santa Anna.

Nos despedimos. Subimos al taxi para dirigirnos a Palenque, tierra de negros, donde Edelmiro entrevistará a Evaristo Márquez, quien actuó con Marlon Brando en Quemada, la película de Gillo Pontecorvo. Mientras miro desde la carretera el paisaje hermosamente verde recuerdo las líneas finales del Memorial, en las que se lee que por sus grandes obras y aportaciones al pueblo, "queda demostrado que en el corazón de Vuestra Excelencia [Antonio López de Santa Anna] se encuentra todo lo grande, todo lo bello, todo lo sublime, todo lo heroico". Sólo su poeta oficial, Ignacio Sierra y Rosso, y su poeta medio oficial, Francisco González Bocanegra, se hubieran atrevido a tanto en México.

El año siguiente, en 1859, ya estando en Saint Thomas, en las Bahamas, Santa Anna se enteró de que el caudillo liberal Cipriano de Mosquera, amigo de Benito Juárez, había confiscado la finca La Rosita y ordenado estrangular todos los gallos.