Usted está aquí: miércoles 6 de abril de 2005 Opinión Politizar la muerte

Arnoldo Kraus

Politizar la muerte

La estupidez del ser humano es interminable. La imaginación, la ausencia de límites y los alcances de ésta también. Aunque parezca contradictorio, estoy convencido de que ni el conocimiento ni la sabiduría atenúan la estupidez. Nuestra especie puede ser tan impredecible y contradictoria que incluso abreva en el conocimiento y en los avances del saber para seguir nutriendo su estupidez. El cuerpo de Theresa Marie Schiavo ilustra esas ambivalencias, así como la insensatez y la torcida sabiduría de la condición humana.

Schiavo pasará a la posteridad no sólo por ser una de las "personas" que han "vivido" más tiempo en estado vegetativo, sino porque su desgracia ha logrado "politizar la muerte". Utilizo las comillas en las palabras "personas" y "vivido" sin ironía y sin menosprecio. Lo hago porque para muchos bioeticistas Schiavo dejó de ser persona desde que quedó en estado vegetativo y porque muchos consideran que en sus circunstancias el término vida queda en entredicho. En cambio, utilizo las comillas en "politizar la muerte" porque su caso ha servido, debido a la ilimitada estupidez humana, para dar a la muerte connotaciones políticas.

Antes de quedar en estado vegetativo, Terri Schiavo, sus padres y su ex marido no eran más que unos seres humanos. De esos que nacen y luego mueren. De esos que habitan la Tierra un instante minúsculo y luego la dejan para siempre. Los Schiavo, citados en los últimos días por millones de bocas, no son más que unos seres humanos similares al repartidor de este periódico, a Kraus, a quien lea estas líneas y a quien utilice La Jornada el 7 de abril para envolver botellas o para suplir el papel sanitario (presupongo que, si tengo suerte, algún lector despistado leerá estas líneas el 6 de abril).

El problema de los Schiavos humanos radica en que tanto los políticos como los religiosos han politizado su muerte; unos para cosechar votos y otros para alimentar a sus fieles. George Bush solicitó, recién iniciado el affaire Schiavo, que lo despertasen a cualquier hora para conocer la última opinión del Congreso acerca de la sonda que alimentaba a la paciente; a su vez, después de incontables conferencias, un portavoz del Vaticano declaró que "ha sido una muerte arbitrariamente acelerada". Ambas posiciones se contradicen con el sueño plácido del primero al lado de sus perros, a pesar de que en Irak han muerto más de 100 mil civiles inocentes y con el larguísimo Invierno del Vaticano durante el Holocausto.

El drama de Schiavo no era ni morir ni la falta de dignidad ni el dolor ni el temor a la muerte. Ni siquiera lo eran la familia, los trabajos inacabados, las culpas. Mucho menos era su voluntad. El problema de su proceso de morir es que otros se posesionaron de su vida, de su muerte y de la voluntad de su ex esposo, quien consideró que lo mejor para ella era interrumpir la prolongación de su muerte. Una cantidad inmensa de opiniones, muchas inadecuadas, se adueñaron del caso Schiavo. La mass media se encargó de difundir esas voces, y con eso el tour amarillista cobró vida. A pesar de existir antecedentes y casos similares desde 1976, pocas veces se ha politizado tanto una muerte.

Politizar la muerte e impedir a la persona y a sus allegados decidir sobre su vida y sobre su propia muerte, cuando esto sea factible, rebasa lo absurdo. Fueron los actores del drama Schiavo, políticos y religiosos, los que llenaron las páginas de la prensa y no el caso en sí. El problema, y la enseñanza fundamental de esta historia, radica en el peso que tienen algunas personas -políticos, médicos, jueces-, algunas ideas de índole religiosa y la prensa sobre la voluntad de los seres humanos. La tragedia que conlleva toda muerte, siempre dolorosa y siempre aterradora, no debería dejarse en manos de ajenos. Suficiente dolor causa el evento como para permitir que otros se inmiscuyan en el proceso.

Es claro que el caso Schiavo alcanzó la dramatización a la que llegó por la participación de todos esos agentes externos, y porque la implicada no había explicitado sus deseos acerca de su "proceso de morir" en caso de quedar en estado vegetativo, o de padecer enfermedades que borren la conciencia. De cualquier forma, la falta del testamento vital o instrucciones anticipadas no son razones suficientes para que otros se adueñen de las vidas.

Si Bush o su hermanito Jeb hubiesen logrado que se reconectase a la enferma, la estupidez humana se habría transformado en una verdadera aporía, cuya suma inmortalizaría nuestra insensatez: ¿se ayudaría a Schiavo, por medio del encarnizamiento terapéutico para que viviese muerta durante diez, veinte o treinta años con un costo de cinco, diez o veinte millones de dólares?

 
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