Usted está aquí: viernes 8 de abril de 2005 Opinión Sergio Hernández: vaivenes y remembranza

Germaine Gomez Haro

Sergio Hernández: vaivenes y remembranza

Ampliar la imagen Vi� de Sergio Hern�ez, que muestra una calaca al momento de lanzar un aullido sordo, imagen que evoca el cuadro de Edvard Munch, El grito. Se trata de uno de los nueve grabados al aguafuerte que el artista oaxaque�re� 2003 para ilustrar Sue�e la Muerte, libro de Francisco de Quevedo. Esa obra forma parte de la exposici�stampas de Sergio Hern�ez que hoy se inaugura, a las 20 horas, en la sala nueva del IAGO, en la ciudad de Oaxaca, acompa� con el texto de Germaine G� Haro que aqu�frecemos a nuestros lectores

El artista oaxaqueño Sergio Hernández se inició en la producción gráfica en 1987, en el prestigiado taller parisino de Peter Bramsen. Desde esa fecha ha incursionado en la investigación de esta técnica en diversos proyectos, tanto en México como en el extranjero.

En 1999 presentó en la Casa de la Cultura de Azcapotzalco la exhibición Sergio Hernández. Grabados, la cual reunió un vasto panorama de su quehacer en la gráfica realizado a lo largo de 12 años.

Actualmente, el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca (IAGO) muestra los grabados recientes de este creador, cuyo trabajo se caracteriza por la diversidad de medios y recursos formales que utiliza.

En 2003, Hernández fue invitado por el editor Manuel Arroyo (Turner Publicaciones) para trabajar , en Madrid , en el taller de Denis Long, las ilustraciones del Sueño de la muerte, de Francisco de Quevedo, obra clásica de la literatura hispana.

El artista dedicó varios meses a la producción de una soberbia suite de nueve grabados al aguafuerte, una interpretación absolutamente personal de la narración barroca. El resultado fue una carpeta que contiene los grabados sueltos, y un bellísimo libro en el que alternan con el texto, incluyendo dos viñetas que adornan la portada y el colofón.

La primera de éstas es una descarnada imagen de una calaca que lanza un aullido sordo que nos remite al estremecedor cuadro El grito, de Edvard Munch. Estos grabados de factura cuidadísima revelan una veta expresionista inédita en el trabajo de Hernández. El artista supo extraer del esperpéntico universo quevediano la esencia de sus metáforas fantásticas, que oscilan entre la alucinación y la pesadilla, en un espíritu a un tiempo juguetón y escabroso, afín a las danzas macabras de Goya y José Gutiérrez Solana, o a los expresionistas modernos, como Alfred Kubin o James Ensor.

En esta versión gráfica de sueños hispano-oaxaqueños se entreveran, en composiciones intrincadas y delirantes, toda clase de bichos y criaturas del inframundo que vuelan, bailan y copulan, invocando y evocando los lazos indisolubles de la vida y la muerte.

Códigos simbólicos y voces soterradas

La serie Casas y constelaciones, realizada también en 2003, revela una faceta diametralmente opuesta al trabajo anterior. Estas obras son, de alguna manera, remembranzas de las pinturas que Hernández realizó en los comienzos de su carrera, a principios de los años 80, las cuales formaron parte de su primera exposición individual en el Museo Carrillo Gil, titulada Horizontes (1984).

Se trata de síntesis paisajísticas elaboradas a partir de una estructura geométrica conformada por rectángulos, cuadrados y triángulos que se repiten rítmicamente sobre la superficie. En estas obras domina una rotunda intención de abstracción; sin embargo, prevalecen los vínculos con el medio natural mediante referencias casi veladas que sugieren la presencia de algunos elementos reconocibles.

Entre unas esquemáticas hileras de casas, se perciben las siluetas de ojos, bocas, palmeras, estrellas o lunas. Estas composiciones recuerdan los paisajes, también esquematizados, que realizó Paul Klee en Tánger, así como sus misteriosas obras tardías que surgieron bajo el influjo de los pictogramas egipcios.

Los grabados reunidos bajo el título Adiós amor siguen la misma intención de abstracción formal y conceptual de las anteriores, pero estas obras están resueltas con mayor soltura del trazo. La pieza llamada Caligrafía es un torbellino de líneas ondulantes que sugiere un rico entramado de figuras orgánicas que invade el espacio creando una sensación de horror vacui y, a la vez, provoca en el espectador una sensación de dinamismo cósmico.

Ese mismo horror vacui que predomina en gran parte del trabajo de Hernández ha quedado plasmado en la serie Vitrinas y en La vara. En ambos grabados percibimos una vez más el vaivén de temas y metáforas que el autor ha recuperado y reinterpretado a lo largo de su quehacer.

En 1986 realizó una serie de pinturas ''negras" que intituló La Paleta Moderna por haber sido inspiradas en el escaparate de una tlapalería así llamada, ubicada frente a su estudio en el Centro Histórico de la ciudad de México.

Años más tarde, las imágenes de La Paleta Moderna resurgen del inconsciente del artista, enriquecidas con toda una serie de códigos simbólicos y voces soterradas.

La vara, obra soberbia en la que se conjunta el fabuloso universo iconográfico de Sergio Hernández, es también una especie de ''paisaje" metasensorial que ha formado parte de su repertorio desde hace muchos años. Esta alucinante composición está estrechamente vinculada a la enigmática pintura del inglés Richard Dadd, The Fairy Feller's Master Stroke, realizada a lo largo de nueve años (1855-1864) en un asilo siquiátrico, donde el autor fue confinado tras haber asesinado a su padre.

Esta obra maestra de la pintura fantástica victoriana -perteneciente al acervo de la Tate Gallery, de Londres- ha sido una inagotable fuente de inspiración para el creador oaxaqueño, cuya imaginería desbordada encuentra analogías y correspondencias con el microcosmos poblado de seres fantásticos e híbridos que Dadd plasmó en su extravagante e insólita composición.

Tono mesurado e intimista

Por último, me referiré a una pieza singular dentro de este magnífico conjunto, la cual provoca especial atracción. Su acertado título es Melancolía y está inspirada en el célebre grabado de Durero que lleva ese nombre.

Sergio Hernández consiguió imprimir en esta obra de atmósfera densa y misteriosa ese estadio del alma que suele aquejar a los artistas y a los enamorados.

La figura central de esta composición no es un ángel como el del maestro alemán, sino un Cristo meditabundo, sentado sobre un poliedro de piedra que sí hace alusión al misterioso elemento geométrico que sobresale en el grabado antiguo.

De esa composición, Hernández también retoma la esfera de madera, pero aquí la coloca frente a un león que parece estar jugando con ella. Dos gatos trepados en unos zancos añaden ambigüedad a la escena.

En el plano anterior a la figura del Cristo aparecen suspendidos en el aire numerosos vestidos que quizá se refieren a la ausencia femenina que ha sumido en la nostalgia al personaje central. Se respira un gran vacío y soledad.

Mucho se ha hablado de la posibilidad de que el ángel melancólico de Durero sea en realidad un autorretrato velado del autor, hipótesis que podría plantearse también en este enigmático grabado que expresa con una fuerza poderosa la melancolía del creador.

Siempre he pensado que la obra dibujística de un artista es la expresión íntima de sus deseos, obsesiones y anhelos más profundos.

La producción gráfica de Sergio Hernández habla en un tono de voz mesurado e intimista, opuesto a la grandilocuencia de sus enormes pinturas cargadas de arenas, pigmentos y brillante colorido. Su obra gráfica complementa y consolida su quehacer pictórico, toda vez que denota un equilibrio entre sus indagaciones formales y técnicas.

Entre vaivenes y remembranzas, entre tintas hambrientas y lienzos sedientos, Sergio Hernández teje una trama de temas y referencias que le sirven para crear y recrear, una y otra vez, sus inaprensibles cuitas y emociones.

 
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