Usted está aquí: martes 12 de abril de 2005 Opinión La guerra

Pedro Miguel

La guerra

Uno habla de la guerra según le va en ella. Y en esta región del mundo, en décadas recientes, nos ha ido razonablemente bien: desde que se apagaron formalmente los conflictos en Centroamérica y perdió gasolina el de Perú, y con la excepción de Colombia, donde los combates siguen siendo pan de cada día, las matanzas que hay aquí son por enfermedades, miseria y abandono, por violencia de género o porque las corporaciones policiales se toman demasiado en serio su labor contra la delincuencia. Es cierto que el ciclo narcotráfico-combate al narcotráfico se lleva al otro mundo a gran cantidad de personas, pero los latinoamericanos podemos refugiarnos al menos en el consuelo de que si no somos narcos, soplones, pistoleros o policías, es muy poco probable que los mencionados nos lleven entre las patas en su combate concertado de todos los días. La persecución de los migrantes no es guerra, sino cacería, porque, como lo sabe perfectamente cualquier conservador que se respete, esa clase de viajeros no son seres humanos, sino venados, y los venados casi nunca responden a los balazos.

Además, los fenómenos mencionados tienen su mayor universo de bajas entre los pobres, de modo que no afectan a las clases medias más que cuando éstas se sientan a ver noticiarios televisivos que necesitan unos close ups de carne humana para recordar a sus audiencias que la tele posee, como la misa, su propia sacralidad: no sólo es entretenimiento, sino también medio de contacto con el misterio y la trascendencia de la muerte.

Así que la guerra-guerra se ha vuelto referencia cultural distante, circunscrita al cine, a los informativos de la noche o, si es que aún tienen uno que otro lector, a los libros de historia y crónica. Vivimos la guerra de manera similar a nuestra percepción de los vampiros, referencia universal de la cultura que puede causar espanto momentáneo en las salas cinematográficas pero que no lleva a nadie a una reflexión profunda sobre su entorno social y los peligros de su deterioro.

Sin embargo, la cáscara de la civilidad, la convivencia, la democracia y la paz es muy delgada, y bajo ella permanece siempre despierto el reptil violento y estúpido que todos llevamos dentro. Asoma de cuando en cuando en forma de furia individual, que la mayor parte de las veces se desagua en un puñetazo en la pared y unas voces destempladas. Hace ya tiempo que no hemos encauzado esos desfogues en forma de pelotones, atentados y emboscadas. Pero hay veces que una frustración de más, un matiz lacerante en el estilo del adversario, un abuso de poder mal calculado, da por resultado dos o más asambleas opuestas de reptiles beligerantes dispuestos a cobrarse, unos a otros, los agravios. A partir de ahí la institucionalidad, el estado de derecho, la tolerancia, el régimen de partidos y demás componentes de la piel delicada de la civilización se van al carajo. En ese momento los departamentos de marketing de la industria bélica de las naciones ricas y consolidadas -esas que se sienten más a salvo que nadie de las regresiones a la barbarie- detectan el potencial de un nuevo mercado y emprenden el negocio de producir y entregar yugoslavias a domicilio.

Lo demás ya se conoce: edificios derrumbados, tripas regadas en la calle, caravanas de civiles que tratan de escapar del infierno con sus pertenencias sobre la cabeza, asesinatos sin nombre ni justicia posibles, muertes por hambre y sed, funerales cada vez más austeros, hasta llegar a la incineración de pilas de cuerpos, muertos sin derecho a lápida y vivos con las vidas truncadas.

La cultura popular de Estados Unidos ha generado el deporte de prepararse para la guerra. Lo practican a conciencia esos individuos que gastan buena parte de su salario en hacer acopio de cartuchos de escopeta, latas de atún, papel higiénico y agua embotellada; acondicionan sus sótanos como refugios de larga duración y rezan para que el Apocalipsis sea benigno con ellos. En lo personal, encuentro más adecuado y esperanzador prepararse para la paz y empeñarse en persuadir al mayor número posible de personas -una o dos sería espléndido- de que guarden su reptil importantísimo, no dejen salir de sus hipotálamos los deseos de destruir a toda costa al adversario y se conduzcan con buena fe y de manera civilizada.

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