Usted está aquí: sábado 16 de abril de 2005 Opinión No trunquemos nuestra transición

Agustín Basave B.*

No trunquemos nuestra transición

Con el desafuero de Andrés Manuel López Obrador el intento de inhabilitarlo pasó el filtro político. Y es que, más allá de formalismos, desaforar o no desaforar es una decisión eminentemente política: la toma un órgano político integrado por diputados que suelen votar de acuerdo a las posturas de sus partidos. Más aún, uno de los propósitos fácticos del fuero de los funcionarios públicos es precisamente proteger la función pública de la inquina de la lucha política cuando, disfrazada de argucias legales, ésta pretende ejercer la acción penal. El caso del delito imputado a López Obrador es más que ilustrativo: existen dos expedientes que contienen análisis jurídicos igualmente sesudos que argumentan uno la existencia y otro la inexistencia del desacato; vamos, se trata de un litigio en el que los juristas más prestigiados se dividen entre quienes afirman que hubo abuso de autoridad y quienes lo niegan. De modo que los partidos hicieron sus cálculos, optaron por el sí o el no, se ampararon en la opinión legal que justifica su postura y votaron en consecuencia.

El Partido Revolucionario Institucional (PRI) recurrió a algunas encuestas no telefónicas que dicen que, sin AMLO en la boleta, Madrazo le gana la elección a Creel, y previó que la mayor parte del costo político del desafuero sería pagada por el gobierno y el Partido Acción Nacional (PAN). La lógica del gobierno y del PAN, sin embargo, me parece más difícil de comprender. Si evitan que AMLO sea candidato, probablemente le habrán entregado la Presidencia al PRI, y si no, sin duda se la entregarán al Partido de la Revolución Democrática (PRD). La única explicación que encuentro es que decidieron que es necesario impedir a toda costa que AMLO llegue a ser presidente, porque para ellos el peligro que él representa es más grave que los riesgos de desbordamiento social, de deslegitimación electoral, de que el PRI vuelva al poder o incluso de que se empuje a la izquierda a descreer otra vez de la vía pacífica e institucional (a juzgar por los reportes de la prensa internacional, por cierto, y a diferencia de la derecha mexicana, la derecha extranjera dista mucho de ver a AMLO como amenaza a la democracia o a la libertad de empresa). Por lo demás, las dificultades para derrotarlo en las urnas aumentaron sustancialmente de acuerdo con las últimas encuestas, por lo cual detener el proceso a estas alturas, cuando se ha invertido tanto con el objeto de inhabilitarlo y lo único que se ha logrado es incrementar su capital político, sería para ellos inadmisible. Seguramente por eso cometieron el grave error de desperdiciar la oportunidad de desactivar en el Congreso un conflicto político y social potencialmente devastador y optaron por seguir hasta las últimas consecuencias.

Semejante racionalidad sólo puede sustentarse en dos apuestas y un desdén. Las apuestas son que las movilizaciones sociales no se desbordarán y acabarán diluyéndose y que el PRD no pagará el precio de retirarse de la elección presidencial de 2006 y postulará otro candidato, con lo cual legitimará los comicios y avalará la transición. El desdén es hacia el desaliento que la inhabilitación de AMLO producirá en la izquierda democrática y hacia la probabilidad de que esto refuerce a la izquierda violenta. Se trata, evidentemente, de apostadores temerarios y desdeñosos de la historia y de la naturaleza humana. Descontar, en una sociedad ya polarizada, las turbulencias y el retiro perredista de la elección, es por lo menos peligroso, y soslayar la redición de los efectos de 1968 en la radicalización de la lucha social es, además, irresponsable.

Permitir la candidatura de AMLO es un imperativo de justicia y de sensatez. Me referiré primero a la insensatez. Si se le inhabilita se ocasionará mayor confrontación social, se alentará la violencia y, sobre todo, se truncará la transición mexicana. De ese tamaño es el error que se está cometiendo. Y vale la pena detenerse en la última consecuencia, que es quizá de la que menos se habla. Todas las transiciones democráticas empiezan en una sociedad excluyente y culminan en un nuevo acuerdo en lo fundamental que se manifiesta en un pacto social incluyente. Es decir, su punto de partida es un régimen que excluye a una parte de la sociedad y su punto de llegada es un régimen que incluye a todos. En el México posrevolucionario se dejó fuera a los opositores al PRI, quienes gradualmente fueron ganando espacios electorales: en 1977 la reforma política abrió una puerta a la izquierda, y a partir de 1988 se redobló el impulso de la derecha que culminó en la victoria panista en la elección presidencial de 2000. Con la alternancia se dio un punto de inflexión fundamental: la oposición no sólo pudo acceder al Congreso o gobernar municipios y estados, sino que ganó la mismísima Presidencia de la República. Pero el proceso no ha terminado y la selectividad acecha de nuevo. Si en 2006 se inhabilitara a AMLO y el PRD decidiera no postular candidato, nuestra transición se truncaría. En el país de las desigualdades, en el país cuyo gran estigma es la injusticia social, la izquierda quedaría una vez más al margen del proceso democrático.

Sobre la injusticia sólo diré que aún quedan varias opciones para impedirla sin violentar la legalidad. En el caso de AMLO, el objetivo político de construir un régimen plenamente democrático no presupone pasar por alto el orden jurídico, sino inscribirlo en su dimensión más cabal. Un verdadero estado de derecho no sacrifica el espíritu de la ley en aras de su letra. Sostener que si el precandidato presidencial que encabeza la intención del voto desacató la orden de un juez y no detuvo a tiempo la construcción de una calle para comunicar un hospital debe castigársele prohibiéndole contender en la próxima elección no es defender la legalidad: es desvirtuarla. Los auténticos legalistas, los que entienden el sentido de la justicia y de su proporcionalidad, han de pugnar, en caso de que se halle culpable a AMLO del delito menor del que se le acusa, por que su sanción no desemboque en un castigo tan pernicioso y descomunal como sería impedirle a los electores votarlo, y a él y a la izquierda ser votados.

Estamos, en suma, ante una de esas valiosas ocasiones para actuar compaginando ética y pragmatismo. Inhabilitar a AMLO sería injusto y torpe. Y quienes dudan específicamente de esto último harían bien en recordar la frase atribuida a Alvaro Obregón: en política no se cometen errores: se comete un error; todo lo demás son consecuencias.

*Analista político; [email protected]

 
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