Usted está aquí: martes 19 de abril de 2005 Opinión MAM: obras de Pedro Coronel

Teresa del Conde/ II y última

MAM: obras de Pedro Coronel

La satisfacción que me produjo, en términos generales, esta exposición vigente cuyo catálogo aparecerá en breve, se vio contrarrestada por un incidente negativo que relataré con objeto de que las autoridades del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CNCA) tomen nota.

Uno de los trabajadores de intendencia pintaba de negro cierto espacio de la sala Pellicer del Museo de Arte Moderno (MAM), aplicando la pintura, por supuesto no directamente sobre los cristales, sino sobre una película adherida a los mismos. Le pregunté el objeto de su acción y con amabilidad me dijo que no podía decirme nada, que ejecutaba ''órdenes".

Es una persona a quien conozco de tiempo atrás, lo mismo que a otros trabajadores que en ese momento se me acercaron. Uno de ellos abundó: ''Mire usted, lo que se lleva a cabo tiene por objeto bloquear la vista al exterior (es decir al jardín) debido a que ese espacio se ha convertido en una especie de basurero". Me dieron las razones por las que a su criterio tal cosa sucedía. Argüí que sabía que el museo está, o estará, sujeto a una revisión de sus ''males endémicos" para someterlo a un proceso de mantenimiento radical.

Otros trabajadores, también conocidos míos, sumaron más quejas y uno de ellos me entregó una hoja de papel copiada en xerox: ''boletín informativo"; dirigido ''al público visitante", enumera dichos males, entre los que está el deterioro de los baños, pese a que ya se sometieron a remodelación. En verdad no es posible comparar el estado de dichos gabinetes, con el que guardan, por ejemplo, los de los museos Nacional de Arte o el Tamayo, que resultan impecables. No terminó allí la cuestión. Me negué a seguir recibiendo ese tipo de quejas, manifestándoles con suavidad que había un director, una subdirección general y una administrativa, etcétera.

Acto seguido me dirigí a visitar las exposiciones de Manuela Generali y de Ivonne Domenge, encontrando que parte de las salas que las alberga (Tablada y Antonieta Rivas Mercado) están bloqueadas en su circuito normal porque parte de esos espacios se han convertido en bodegas o talleres. Pese a que hace tiempo se habilitaron bodegas y se hizo con buenos recursos, es obvio que nunca han resultado suficientes. Lo que me pregunto es esto: dado el buen fuero que el director del MAM guarda con la titular del CNCA, ¿por qué razón no atender con mayor énfasis estos aspectos infraestructurales, que no solucionan, ni están dispuestos a hacerlo los llamados ''amigos del museo"? ¿O es que el MAM, ubicado en uno de los puntos más estratégicos del Paseo de la Reforma, no lo merece?

Durante la visita a la muestra de Pedro Coronel, que me parece, como expresé en mi artículo anterior, un necesario rescate de este pintor que merecía una revisión, recordaba a Justino Fernández, que se echó su cuarto de espadas a su favor, no sólo en el libro que le dedicó, sino en otros escritos publicados, lo mismo que hizo Octavio Paz. El zacatecano recreó motivos prehispánicos, pero lo hizo con base en su conocimiento e introyección de la pintura y la tridimensión de su tiempo, es un caso no lejano al que ejemplificaron Wifredo Lam y Roberto Matta, a quienes solemos asociar mayormente con Tamayo debido a una cuestión generacional.

También se me vino a la memoria una gran pintura, presidida por un enorme círculo rojo, que Pedro título Sobre la tumba de Justino, realizada obviamente después del 12 de diciembre de 1972, fecha en la que acompañamos al maestro a su última morada en el Panteón Jardín. De hecho, en el extremo inferior de ese cuadro se encuentra prefigurado una especie de enterramiento, nunca entregado con efectos de mímesis, es sólo una evocación.

No es que tales pinturas en homenaje a quien fue piedra angular de la crítica y la historia del arte en México me convenzan demasiado. Hay otras que prefiero y se encuentran ahora exhibidas. Así, El amante dormido tiene un extraño efecto frutal, como si el artista hubiera machacado sobre la tela una cantidad notable de grumos de pitahaya, efecto que reaparece en otra pieza hermosa de 1965, El llanto desollado. Se trata de la sangre, de la muerte y también de la supervivencia. En las pinturas de Pedro se observan ecos de otros pintores, transmutados a su propia idiosincrasia.

Recordé también los maravillosos dibujos eróticos que una vez ví exhibidos en la galería de Danilo Ongay (hoy desaparecida). Cuando la excesiva simplificación formal y el uso algo reiterado de los complementarios crean una retórica, el efecto es meramente decorativo, pero cuando su barroquismo contemporáneo se contrasta con las sombras, alcanza efectos formidables.

 
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