Rosario Ibarra: más allá del deber de madre

En una cultura donde lo que tiene valor es lo paterno, la patria, el patrimonio, el patriotismo –aunque el peor insulto sea “no tienes madre”–; donde lo bueno se adjetiva como “padrísimo” y las identidades nacionales las construyeron padres de la patria (que no tiene madre), donde los apellidos que marcan las genealogías son los del progenitor, el trabajo de las madres amas de casa es un no-trabajo, los mayores niveles de violencia se dan en la familia y contra las mujeres/madres y el mayor número de personas solas y abandonadas son mujeres (madres de alguien en su mayoría), el ensalzamiento de la madre un día al año –el 10 de mayo– no es más que parte del patriarcal juego de nombrar para invisibilizar, de celebrar para enterrar, de jugar al amor para exorcizar aquello que en realidad se desprecia. Y, evidentemente, para crear pretextos que refuercen el consumo interno. Nuestra macrocultura patriarcal es, en realidad, profundamente antimaterna.

Por ello, en este numero de Triple Jornada, enfocamos el 10 de mayo a destacar a una mujer/madre muy especial, un paradigma que representa a miles de mujeres de este continente y que concentra tanto las ideas de madre que nos construyen como su más enorme ruptura. Rosario Ibarra de Piedra, una mujer que accede al mundo de lo público en su calidad de madre, que no sólo rompe todos los silencios impuestos por el poder sino que llega más allá: se une y hace parte importantísima de las luchas contra toda forma de injusticia, de oprobio, de perversión política y social. Una mujer que del silencio impuesto empieza a nombrar lo que hoy el sistema se esfuerza tanto en ocultar; que cuando México aparecía en lo internacional como paladín de los derechos humanos (con una política de asilo que ha acabado en la basura), y al interior del país cargos y becas compraban el silencio de ciertos intelectuales progres, no dudó en gritarle genocida al genocida, traidor al traidor, vendido al vendido, engaño al engaño, mentira a la mentira, cómplice al cómplice. Y sigue haciéndolo. Una mujer que dio vuelta a las genealogías y las unió en caleidoscópica espiral, de madre de su hijo, desaparecido político a hija/madre de los mejores ideales enarbolados por esa generación de latinoamericanas/os reprimidas/os, violentadas/os, cercenadas/os en sus vidas. Un acto inmenso en el cambio de las lógicas lineales del tiempo.

Una mujer que de ese mestizaje, no sólo racial sino principalmente ideológico, que caracteriza a nuestro continente, revisa y saca lo mejor, lo más prometedor y lo más futurista de todo. Recibió una educación más o menos tradicional. Sus sueños de juventud respondían a lo que se espera de una mujer, pero también recibió las ideas de una abuela anarquista y de un padre humanista y, más tardecito, de un hijo (al que el poder desaparece) revolucionario. Rosario aprende de la vida, selecciona las verdades que la práctica le va mostrando, las piensa y reflexiona, acumula y potencia lo mejor que fue recibiendo y va dando y dando con la fuerza de quien sabe que la vida es mucho más que el paso del tiempo y mucho más que sus propios años.

Pero Rosario no es sólo Rosario, la madre del desparecido político mexicano, es cada Madre de Plaza de Mayo, cada familiar de cada desparecido/a, torturado/a, exilado/a, sea chileno, uruguayo o boliviano, es cada una de esas mujeres madres cuyas vidas dejaron de ser sólo para los suyos y pasaron a ser vidas para sí mismas, lo que significa vidas con todos y en todos. A través de Rosario, en este 10 de mayo le rendimos un homenaje a cada una de ellas.