Usted está aquí: domingo 22 de mayo de 2005 Opinión MAR DE HISTORIAS

MAR DE HISTORIAS

Cristina Pacheco

Seguir viviendo

Cada mañana, durante medio siglo, en cuanto oía las campanas de Santa Brígida me levantaba para empezar mis tareas en El Avispero. Hoy no lo hice: me pareció inútil esforzarme para algo que ya no tiene sentido. ¿Qué más da que no apague el foco del zaguán o que no barra el patio si todo esto desaparecerá?

El arquitecto Montesinos nos lo dijo con una palabra muy elegante: remodelación. En realidad se propone demoler El Avispero. Junto con el edificio se esfumarán las historias de quienes hemos vivido o han muerto entre sus paredes. Por ejemplo Aníbal: la cruz de cantera que pusimos en el sitio donde se ahorcó será polvo entre ruinas y nadie volverá a recordar a ese pobre muchacho.

Esta mañana sólo Rambo y Killer notaron mi retraso y, como siempre que tienen apetito, se soltaron ladrando como locos. Sentí lástima por ellos y me levanté para subirles su comida. Mientras me vestía pensé en cuál será el destino de esos animales.

Los gritos de José interrumpieron mis pensamientos:

Cabrones perros: ¡me tienen harto! Un día de estos voy a meterles un plomazo para que cierren el hocico de una vez por todas.

Llevamos nueve años escuchando la misma amenaza. José nunca la ha cumplido, entre otras cosas porque jamás ha logrado reunir el dinero para comprar una pistola. Dudo que vaya a conseguirlo de aquí a octubre, a menos que robe o se saque la lotería.

José gritó con más fuerza, pero esta vez me dedicó sus amenazas.

Oiga, doñita: sube a poner en orden a esos perros o le juro que se arrepentirá.

No pude controlarme. A medio vestir bajé al 609. Pensaba advertirle al sastre que no volviera a darme órdenes porque no es mi patrón; pero cuando estuve frente a él dije otra cosa:

Acuérdese de lo que le digo, José: muy pronto extrañará los ladridos de Rambo y Killer. Como si no supiera a qué me refería, José me encaró: ¿Qué quiso decirme con eso?

Me arrepentí de haber hablado y regresé a mi cuarto. José me siguió hasta media escalera y se agarró de mi falda, como un niño que teme perderse de su madre: No se vaya. Usted empezó con esto y ahora tiene que seguir. Dígame: ¿qué vamos a hacer cuando ya no podamos quedarnos aquí?

Le di un tirón a mi falda:

Suélteme, yo no le doy motivo...

José inclinó la cabeza avergonzado y apenas logré escucharlo:

Contésteme lo que le pregunté.

Para tranquilizarlo le dije lo que me repito cada mañana desde que recibimos la noticia de la "remodelación":

Seguir viviendo.

El sastre levantó la cabeza y me miró con desprecio:

Eso suena muy bonito. Ahora dígame ¿cómo, dónde? Los labios de José se alargaron en una sonrisa triunfal: ¡No lo sabe! Pues más vale que lo vaya pensando.

Me sentí acorralada. Rambo y Killer volvieron a ladrar. José alzó el puño y repitió su amenaza:

¡Malditos: cállense o los mato! Se cubrió la cara y se puso a llorar. No resistí verlo tan derrotado. Entré en mi casa, saqué del refrigerador la carne y subí a la azotea.

En cuanto me vieron, los perros se pusieron a saltar y a correr de un lado a otro de su jaula. Por primera vez noté que ya les resultaba pequeña y me pareció una crueldad tenerlos en un sitio tan reducido.

Abrí la jaula y puse el alimento en el platón de aluminio. Los animales se abalanzaron y chocaron entre sí mientras clavaban los dientes en los trozos de carne renegrida. Me acerqué al lavadero para llenar los botes de agua y vi que alguien estaba en la boca de la escalera. Rambo y Killer no ladraron porque reconocieron a Rafa. En todos los años que lleva de vivir aquí nunca lo había visto levantado tan temprano:

¿Te caíste de la cama o tu mujer te corrió?

Rafa se hincó frente a la jaula para mirar de cerca a los animales:

No pegué los ojos en toda la noche por estar pensando en que ellos tampoco podrán quedarse aquí. Se aferró a la malla metálica. Los perros se acercaron para lamerle las manos y les habló: No estarían tan quitados de la pena si supieran que a ustedes también van a echarlos de El Avispero.

Me acerqué a Rafa:

De todas formas íbamos a tener que cambiarlos, porque la jaula ya les queda chica.

Rafa se levantó y caminó hacia la orilla de la azotea:

Jacqueline me contó... Se volvió hacia mí: ¿Le molesta que la mencione? Negué con la cabeza y él siguió hablando: Que antes de venir, aquí un cliente le regaló un perro afgano. Ya sabe: de esos muy peludos. Encendió un cigarro y se quedó mirando la brasa: Según Jacquie al animal le arrastraba la pelambre hasta el suelo. No se lo creí porque era muy exagerada. De pronto se animó: Creo que por eso siempre me parecía muy interesante todo lo que me platicaba esa morrita.

Le recordé que estaba hablándome del afgano. Rafa se aclaró la garganta y trituró la colilla con el pie:

Jacquie me dijo que los primeros días ella y su gemela estaban felicísimas con el cachorro; pero cuando vieron que alimentarlo les salía como lumbre, pensaron en regalárselo a alguna de sus amigas. Ninguna lo quiso, por lo mismo de que no podían mantenerlo. Un chofer del sitio les aconsejó que abandonaran a Blondie -así se llamaba el afgano- en Belén de las Flores. El cuate les dijo que aquel rumbo está lleno de mascotas finas a las que sus dueños ya no pueden sostener.

Nunca había oído hablar de esa colonia y pregunté por dónde quedaba. Rafa me miró asombrado:

En el mero sur, rumbo al Ajusco. Se acercó al pretil y contempló el panorama: ¡Híjole, cuántas iglesias! Acérquese y mire lo preciosas que se ven las cúpulas bajo esta luz.

Me asaltó un recuerdo: Doña Bona decía que esa luminosidad es el mensaje que Dios nos envía para que podamos seguir viviendo.

Rafa no me escuchó. Subió a un tinaco inservible para tener una visión más amplia y elevada: Doñita: usted sabe los años que llevo de vivir aquí, y palabra que nunca había visto algo tan hermoso.

Con disimulo, le hice un reproche: No me extraña; siempre te levantas a las once.

Rafa saltó del tinaco y volvió a su obsesión: En las noches, Jacqueline y yo subíamos aquí. ¿Sabe para qué?

Temí una confesión incómoda: No tienes que decírmelo, ya me lo imagino...

Rafa sonrió con malicia: No veníamos a eso, sino a ver las luces de la ciudad y a imaginarnos que volábamos por encima de ellas. Rafa me oyó reír.

Sí, ya sé que era una locura.

Temí haberlo ofendido y me apresuré a disculparme: No, al contrario. Yo también, cada mañana que subo aquí, dedico unos minutos a mirarlo todo y a soñar. Si no fuera por eso...

Oímos otra vez las campanas de Santa Brígida. Las palomas abandonaron sus refugios y volaron hacia el atrio. Rafa las siguió con la mirada, como cuando era niño y veía los papalotes: ¿Qué sucederá con ellas cuando demuelan El Avispero?

Suspiré: Pues se meterán en los campanarios, en otros edificios...

Rafa me miró decepcionado: ¿Cree que les dé lo mismo? Se volvió hacia la jaula: No me imagino a Rambo y Killer en otra parte. ¿Qué harán?

Fui sincera: Lo mismo que nosotros: seguir viviendo.

 
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