Usted está aquí: domingo 29 de mayo de 2005 Opinión Los queremos aquí

Gustavo Iruegas

Los queremos aquí

Que el factor determinante de las relaciones internacionales de México es y ha sido Estados Unidos es algo que todos los mexicanos sabemos y los que no lo saben, lo sienten. En nuestros días lo es, tanto en la abrumadora y multitemática relación bilateral cuanto en el ámbito multilateral, en el que es el belicoso factótum del nuevo orden internacional.

Dentro de la complejidad de la relación bilateral resalta como el tema más irritante en ambos lados de la frontera el de la migración de los mexicanos a Estados Unidos. Lo que produce el escozor es, para México, el trato vejatorio que se da a nuestros connacionales, y para los estadunidenses la pretensión mexicana de que entrar en Estados Unidos sin permiso es prácticamente un derecho. Sin embargo, de las sensibilidades la gran significación del asunto está dada por su esencia, magnitud y duración, pues se trata de seres humanos, que se cuentan en millones y que han establecido una corriente migratoria que ha sobrevivido los cambios en las sociedades, las economías y hasta las guerras en ambos lados de la frontera durante siglo y medio.

En efecto, el tema es tan viejo que su trayectoria se puede trazar hasta el momento en que se consumó la mutilación del territorio nacional y se firmó el Tratado de Guadalupe. No obstante, para comprender el capítulo por el cual transita actualmente el fenómeno migratorio es necesario recordar brevemente el inmediato anterior.

Como una de las medidas preparatorias de su participación en la Segunda Guerra Mundial, el gobierno de Estados Unidos solicitó a su vecino del sur que sus trabajadores agrícolas auxiliaran en el levantamiento de las cosechas en los campos estadunidenses. Con un simple intercambio de notas diplomáticas se concertó, en agosto de 1942, un Acuerdo para reglamentar la contratación (temporal) de trabajadores agrícolas migratorios mexicanos, el que fue concebido y planteado como una aportación mexicana al esfuerzo de guerra, ante una solicitud expresa del gobierno del norte. Durante los 22 años de su vigencia, la posibilidad, para algunos, de contratarse como braceros y, para los más, de aventurarse a cruzar como espaldas mojadas se convirtió en la manera de mitigar la pobreza para un sinnúmero de mexicanos y un ingreso importante y regular de la economía nacional. Un mal día, en 1964, el gobierno estadunidense decidió, de manera francamente desleal, "agradecer" al gobierno de México el apoyo recibido y dar por terminado el acuerdo emprendido en 1942.

La cancelación fue una medida abrupta y poco amigable que golpeó la economía y la población mexicanas, pero no fue inteligente. No redujo en nada la corriente migratoria. Aún así, los efectos de la cancelación se manifestaron de diversas maneras: aunque la migración siguió siendo asunto importante al interior de cada uno de los dos países, se inhibió el diálogo binacional sobre el tema, los trabajadores migratorios mexicanos pasaron todos a ser indocumentados y la cantidad de emigrantes creció antes que disminuir.

En México la percepción del fenómeno social y la actitud de las autoridades gubernamentales cambiaron radicalmente. En tiempos de los braceros y espaldas mojadas el gobierno comprendió que ni debía ni podía impedir la salida de sus trabajadores en busca del sustento porque lo impedía la ley, porque no podía cancelar la solución de una carencia que era incapaz de subsanar y porque le resultaba repugnante hacer las labores de policía para Estados Unidos. Por contrapartida, se mantuvo una actitud en el discurso oficial -y también en radio y cine, prensa y literatura- que pretendía disuadir a los mexicanos de abandonar el país advirtiéndoles de los peligros, de la discriminación y de la ruptura de los lazos familiares y nacionales.

Ya para los años 80 el fenómeno indocumentado estaba bien establecido, se empezaba a estudiar y se notaba el inicio de una modificación cualitativa: los emigrantes pasaban de la agricultura a los servicios, y de lo temporal a lo permanente.

Ante el ultraje que le significaba el que los mexicanos pasaran por el río, las cercas y los desiertos, pero no por las garitas, el Congreso estadunidense dictaba leyes y más leyes en contra de los que llama "ilegales". En este lado de la frontera se contrargumentaba que no se trata de criminales, sino de sencillos trabajadores que simplemente no tienen documentos migratorios. Pero carecía de una política migratoria y solamente enfrentaba el fenómeno como un hecho consumado, es decir, al otro lado de la frontera. México no atiende el problema migratorio en en país, pues, a pesar de los cientos de kilómetros que los emigrantes recorren dentro de territorio nacional, no los considera tales hasta cuando ya están en tierras estadunidenses.

A partir de que el gobierno de México inició su giro a la derecha, en la administración de Miguel de la Madrid, la migración empezó también a medirse de otra manera. El número de personas involucradas dejó de ser importante y se empezó a contar la cantidad de dinero que éstas envían para apoyar el sostenimiento de sus familias. Ya el presidente Carlos Salinas de Gortari en el poder, y Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano en la oposición, el primero no podía tolerar la simpatía que el segundo generaba entre la población mexicana en Estados Unidos, porque lesionaba su negociación del Tratado de Libre Comercio y se inició una competencia entre sus respectivos partidos por ganar el favor de los mexicanos en ese país. Por un lado, eso dejó a los programas de protección consular en un distante segundo lugar frente a los nuevos programas de Comunidades en el Extranjero y Paisano. Por el otro, el diálogo con las organizaciones chicanas desembocó en la tesis que culpa a México de prácticamente obligar a sus nacionales a emigrar por su incapacidad de ofrecerle empleos bien remunerados.

Esa tesis ha llevado a una muy generalizada concepción del fenómeno que sostiene que México debe resarcir a sus emigrantes del daño que les ha causado, ofreciéndoles servicios en el extranjero que superan con mucho a los simplemente consulares, así como ventajas sobre los mexicanos que permanecen en territorio nacional. Vale decir doble nacionalidad, voto en el extranjero, traslado gratuito de cadáveres, etcétera.

Algo aún más grave ocurre con la visión del fenómeno que sólo considera las remesas de dinero de los emigrantes a sus familias como aportaciones a la economía nacional, mientras desestima el sufrimiento familiar y el daño social que causa. Paralelamente, se ignora el valor del trabajo nacional, mientras se convierte a México en una fábrica de desempleados que terminan emigrando o vendiendo baratijas chinas en las calles de la ciudad.

Lo que todo esto demuestra es la distorsión que el fenómeno migratorio ha sufrido porque el gobierno no lo enfrenta como un problema nacional que debe ser entendido y atendido en México, asumiendo las responsabilidades internas y externas que presenta. La primera tarea es dejar de alentar la salida de mexicanos, posibilitar su permanencia y estimular su regreso. Aunque no lo logre. Esta actitud es válida por sí misma, pero tiene una ventaja paralela de valor superlativo. Con ella se puede argumentar en favor de la cooperación de Estados Unidos con nuestro desarrollo, mientras que con la contraria, provocadora e inhumana, se acentúa el talante afrentoso y despectivo de Estados Unidos hacia México.

 
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