Usted está aquí: domingo 29 de mayo de 2005 Opinión Los héroes de Shakespeare

Michael Pennington*

Los héroes de Shakespeare

Ampliar la imagen John Gielgud y Laurence Olivier, dos maneras de interpretar los personajes del escritor isabelino FOTOS La Jornada

Londres. En la memoria de Michael Blakemore, titulada Arguments with England, se encuentra un relato de la actuación de Laurence Olivier como Tito Andrónico en 1955. La descripción es tan buena como cualquiera que Kenneth Tyman haya escrito del gran hombre: el poder, el valor, la intuición que sólo un público vivo podía arrancarle. Blakemore estaba en la compañía como actor de pequeños papeles y lo observaba cada noche: es una vigilia que muchos actores guardan, pero por lo regular no con la visión de un importante director en ciernes. También comenta que nadie puede hoy recitar un pentámero yámbico con la estremecedora intensidad de Olivier, ni frasear uno con tanta gracia como Gielgud.

Cuando era adolescente vi tanto el Tito de Olivier como su Coriolano, y si bien salí con una profunda impresión, en especial por la famosa caída de la muerte, también me sentí un poco ajeno. No era como el Hamlet de Michael Redgrave, que aún a sus 50 años llegaba al corazón con su inteligencia penetrante y tierna, o como Paul Scofield, capaz de hacer volar la imaginación con alguna cadencia que parecía casual y que tal vez ni siquiera se repetiría la noche siguiente. Quizá ya sentía yo que había algo tiránico en la supremacía que Olivier ejercía sobre el público, algo inflexible. Inigualable al encarnar alguno de los héroes shakesperianos llenos de confianza en sí mismos -Enrique V, Ricardo III-, le disgustaban los "quejumbrosos": el derrumbe interior de un Lear o un Hamlet tendía a evadirlo, y sus mejores estudios del fracaso quedaban fuera del mundo de los pentámeros yámbicos, como el Archie Rice de John Osborne o el Doctor Astrov de Chéjov.

Existe una breve filmación suya en una representación en vivo de Archie, y es una de las más asombrosas piezas de actuación que haya visto en mi vida. Olivier tenía un don para representar -para creer que podía convertirse en lo que quisiera- y una habilidad de salir con cualquier cantidad de sorpresas físicas. En comparación, John Gielgud, quien se transformaba con brillantez en otros terrenos, particularmente con Pinter y Chéjov, representaba a Shakespeare como en un interminable tributo extasiado, en el que el lenguaje lo atormentaba como el fuego. En vivo, su gran don era una agilidad de pensamiento que lo salvaba del sentimiento que aflora en las grabaciones que le sobreviven, como en sus Edades del hombre. Jamás he conocido un actor que pusiera tanta pasión en el acto de hablar como Gielgud, pero su Próspero y su Lear, su Benedicto y su Mercucio suenan casi igual.

Todo ha cambiado hoy día: la industria, la expectativa del público ante los clásicos, las normas. En el aspecto profesional, aquellos hombres nadaban en aguas mucho menos saturadas: Gielgud representaba a Hamlet más o menos cuando le venía en gana, y Olivier no sólo dirigía el Teatro Nacional de Londres, sino que, con su talento para captar el estado de ánimo del país, fue capaz de convertir Enrique V en soberbia propaganda durante la Segunda Guerra Mundial y personalmente arengó a la nación desde el escenario del Royal Albert Hall.

Tales posiciones privilegiadas ya no están al alcance del actor de clásicos. El término mismo, con su ligero aire de superioridad, se ha vuelto un cumplido en decadencia. Y los públicos observan con mucho más escepticismo tanto las actuaciones heroicas como los grandiosos personajes que encarnan. Es más probable que los cautiven los vigorosos alegatos y las subversivas ironías de Shakespeare que el tintineo de una bella frase. Un populismo instintivo los hace disfrutar al ver al héroe trágico tropezar frente a una persona ordinaria, un actor, un sepulturero o un tonto. Atraídos a El Rey Lear para experimentar el sufrimiento excepcional del perplejo anciano, se sentirán defraudados si al salir no han sentido también simpatía por Goneril y Regan, impulsados a la venganza por los maltratos paternos.

En Hamlet mirarán a Claudio con ojos atentos a los sucesos actuales, observando las rápidas decisiones que un dirigente político toma de cara a un problema inesperado, notando con qué rapidez puede recabar datos y desechar interrupciones, como hace Claudio en su corte mediante el simple expediente de rara vez completar una oración al final de un verso. También pueden reflexionar en que, culpable o no, Claudio era mejor líder que el beligerante viejo rey Hamlet o su excesivamente complicado hijo, quien deja a su patria inerme y lista para ser anexada por Fortimbrás, cuyos tambores amenazan con sofocar el hermoso discurso de Hamlet sobre la muerte.

Y, más alerta que las generaciones anteriores a los temas oscuros de la comedia, los públicos modernos disfrutarán más de El sueño de una noche de verano porque comienza con una de las más irritantes premisas de Shakespeare: la posibilidad de que un padre haga que el Estado ejecute a su hija por desobediencia. En la misma obra, el discurso de Oberón sobre la pequeña flor morada que aplicará en venganza al ojo de Titania solía ser vestido de esplendor gratuito por Gielgud, pero funciona mucho mejor si se puede ver también como un grandioso discurso de ésos que los franceses llaman l'esprit d'escalier (el ingenio de la escalera), es decir, los que se nos ocurren en respuesta tardía a un contrincante que nos ha dejado con la palabra en la boca; así Oberón, quien en su discusión con Titania apenas si puede ir más allá de los monosílabos y el odio, encuentra, una vez que ella se ha ido, una supremacía puramente poética. En ese momento es un hombre tan pequeño como Leontes en El cuento de invierno o Ford en Las alegres comadres de Windsor, incapaz, como tantos tontos heroicos shakesperianos, de lidiar con la visión de una mujer.

Y hoy hablamos de manera diferente de esas obras, con la esperanza de hallar una expresión tan coloquial como sea posible para las complejas pautas de tensión y remisión, ligereza y pesadez, del verso shakesperiano, para no hablar de la gravosa arquitectura de la prosa. Y esto sin traicionar su ritmo a veces suave, a veces pesado, la forma en que la línea melódica a veces se carga sobre el ritmo y los momentos en los que se eleva en metáforas. El actor necesita entrar en el lenguaje, no sentir que tiene que masajearlo para infundirle vida.

Olivier y Gielgud dieron a su época una nueva sensibilidad y naturalidad que eran vitales. El talento con que se adaptaron a estilos cambiantes, y también los crearon, fue un rasgo notable de ambos actores. Pero los dos habían dejado de representar en vivo a Shakespeare a mediados del decenio de 1970, y por tanto se mantuvieron aparte de las muchas revisiones que vinieron después. Quién sabe qué habría pensado cualquiera de ellos de los tres muy diferentes Macbeths que se presentaron en Londres a principios de este año o lo que hubiera hecho Gielgud con un público que le resollara sobre la nuca desde tres ángulos, luego de colocar sus vasos de plástico en el borde de un minúsculo escenario de estudio, o qué tanto entusiasmo le hubiera causado a Olivier uno de esos ensayos en los que la opinión del duque de Exeter vale tanto como la del rey Enrique.

Así como en la parte de los Mecánicos, al final de El sueño de una noche de verano, la novicia Flauta tal vez opaca a la estrella Bottons, nos hemos acostumbrado a que muchas personas alcancen la grandeza por un momento, en un pasaje, en una noche de la temporada. Puedo recordar momentos de absoluta verdad brindados por docenas de héroes que nadie ensalza pero que exponen el corazón de estas obras. Shakespeare se ha vuelto una cuestión de profundo trabajo de equipo.

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*Autor de A Midsummer Night's Dream: A User's Guide (El sueño de una noche de verano: manual del usuario), publicado por Nick Hern.

© Guardian Newspapers Limited 2005

Traducción: Jorge Anaya

 
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