Usted está aquí: domingo 29 de mayo de 2005 Sociedad y Justicia MAR DE HISTORIAS

MAR DE HISTORIAS

Cristina Pacheco

La bolsa de pan

Aturdida por la sorpresa y el dolor, Jobita me indicó que para venir a México necesitaba pedir a sus patrones autorización y un préstamo. Ninguna de las dos cosas sería fácil y me ofrecí ayudarla en lo único a mi alcance: Puedo hacer una colecta entre los vecinos y mandarle el dinero para el pasaje, aunque eso la retrasaría más.

Jobita siguió haciendo sus cálculos:

Si los patrones me prestan para el boleto de avión llegaré el jueves; si no, tendré que irme en autobús. Entonces llegaré el sábado o el domingo. Un sollozo la interrumpió. ¿Se imagina?

La prisa de Jobita por volver a la ciudad era inútil. No me atreví a decírselo, pero le recordé algo que ya le había mencionado:

Ayer sepultamos a Rodolfo. Tuve la impresión de que estaba despojándola otra vez del último contacto con su hijo: Entiendo lo que siente, pero usted sabe que hay cosas que no admiten demora. Por mi madre que intenté avisarle antes, pero el hombre que me contestó dijo que el teléfono servía para asuntos de trabajo y no para cuestiones personales. Si no me cree, pregúntele. ¿Me escucha?

Jobita me contestó de prisa:

Discúlpame: ya debo colgar.

La comunicación se interrumpió pero seguí pegada al teléfono. Karen me lo quitó de las manos y en nombre de los vecinos que me observaban me pidió informes: ¿Cómo reaccionó Jobita?

Don Genaro se indignó:

¡Qué pregunta más estúpida! ¿No sabes lo que siente alguien cuando se le muere un ser querido? Se dio cuenta de que había sido cruel: Disculpa, muchacha, no quise... En fin, lo que importa es que decidamos quién le dirá a esa mujer cómo sucedieron las cosas.

Todos se volvieron hacia mí. Guadalupe vino a sentarse a mi lado y me habló como si me confiara un secreto:

Pienso que a usted, por ser la encargada de El Avispero y tan amiga de Jobita, le corresponde hablar con ella. Sin darme tiempo a que le contestara se dirigió a la puerta:

Ya es tarde. Vamos a rezar el rosario antes de que oscurezca.

Fabián pareció molesto:

¿No esperamos al Tatacho? Apreciaba mucho a Rodolfo.

Alcancé a oír que Karen decía a Rafa: Sí, mucho... El cabrón ni siquiera ha venido a preguntar.

Los vecinos se encaminaron a la puerta. Don Sixto, al ver que no los seguía, se detuvo:

¿Qué usted no viene?

Le prometí que los alcanzaría en un momento. Me quedé inmóvil, oyéndolos descender la escalera y atravesar el patio. Con esfuerzos me levanté del sillón y llegué hasta la ventana. Miré a los inquilinos de El Avispero encender las veladoras que habíamos dejado en el pretil de la fuente renegrida. En su centro, desde la noche anterior, Tadeo había clavado una cruz de madera -¡otra!- entre los ramos de flores que comenzaban a marchitarse.

Me fortaleció pensar que Jobita llegaría a tiempo para asistir a los últimos rosarios de la novena; pero volví a decaerme cuando imaginé que, al término de los rezos, ella querría saber mucho más de lo que le informé por teléfono:

¿De qué murió Rodolfo? ¿Estaba enfermo? ¿Lo asaltaron? ¿Rodó por las escaleras o a lo mejor comió algo descompuesto?

Aún no sé qué voy a contestarle. Puedo elegir cualquiera de esas respuestas sin peligro de ser desmentida: nadie se atreverá a decirle a Jobita cómo sucedieron las cosas. Rodolfo está tres metros bajo tierra, lo más lejos que una persona puede estar de otros seres humanos. ¡Así que yo podría inventarle una muerte rápida, serena! No lo haré: Jobita tiene derecho a saber cómo murió su hijo:

Alguien lo bañó de gasolina y le prendió fuego.

Jobita me exigirá que le diga quiénes fueron los asesinos, pero no creerá la verdad:

No lo sé, nadie lo sabe. Ocurrió en la madrugada mientras dormíamos. Me despertó el fogonazo. Estaba muy aturdida cuando escuché los ladridos de los perros y miré el resplandor. Creí que había explotado un tanque de gas. Salí a la puerta y vi el incendio en la fuente.

Esa información debería bastarle a Jobita para saberlo todo acerca de la muerte de su hijo; pero quizá una esperanza inútil la lleve a decir que nos equivocamos, que tal vez no haya sido Rodolfo, quien dormía en la fuente. Tendré que enfrentarla a la realidad:

Lo siento: era Rodolfo. Lo vimos. Pobre muchacho: era su destino. De otro modo no habría vuelto precisamente el domingo.

Para que entienda a qué me refiero, tendré que explicarle a Jobita:

Por temporadas largas Rodolfo se iba quién sabe adónde. Se dijo que se alejaba para servir de burrito -ya sabe usted, el que pasa la droga- a los amigos del Tatacho. Para no acrecentar el dolor de esa madre le mentiré: Nunca lo creí.

Jobita no se arriesgó a perder el trabajo en San Ysidro ni se comprometió con un préstamo para enterarse de habladurías, sino para saber la vida que llevaba su hijo desde que ella emigró a Estados Unidos. Se fue con la esperanza de reunir dinero para el tratamiento de Rodolfo. No se imaginó que volvería tan pronto y sólo para encontrarlo reducido a una mancha oscura, grasienta. No hablará de eso, me exigirá que le diga todo lo que sucedió antes del fuego:

El domingo por la tarde los chamacos subieron a avisarme que Cosa Loca había reaparecido y estaba muy golpeado. Salí a buscarlo. Lo encontré detrás del portón, temblando como una hoja. Le pregunté a qué le tenía miedo. Metió la cabeza entre las rodillas y habló, pero no entendí lo que decía.

Me pongo en el lugar de Jobita y comprendo que esas explicaciones acrecentarán su deseo de saber qué más hizo Rodolfo:

De buenas a primeras dejó de temblar y se quedó tranquilo. Aproveché para preguntarle quién le había pegado. Levantó la cabeza y me miró como si no me reconociese. Le dije que era yo, la doñita, y que iba a subir por alcohol y algodón para limpiarle las heridas. Cuando bajé encontré a Roldofo metido en la fuente.

Aprovecharé el momento para decirle a Jobita que van a demolerla, junto con todo lo demás de El Avispero. Es posible que esa noticia le interese y la haga olvidar el principal motivo de nuestra conversación. Es más, le pido a Dios que la llene de curiosidad y me pregunte por qué van a destruir el edificio y adónde nos iremos todos los que hemos vivido aquí tantos años. Para distraerla le contaré que Rafa y Marcos piensan irse a Estados Unidos; Karen se reunirá con ellos después de que logre sacar a Jacqueline del cementerio donde la enterró: "El lugar más triste y más pinche del mundo", según ella.

Cuando me escuche decir esto, Jobita recordará a su hijo y me pedirá que le diga si al fin le curé las heridas. No lo hice. Me pareció más importante llevarle algo que le diera confianza:

Fui a Los Volcanes y le compré una bolsa grande de regañadas y palomas. Jobita entenderá que elegí esos panes porque eran los que ella le daba a su hijo para compensarlo de las golpizas que le propinaba su padre. Al salir de la panadería vi al Tatacho conversando con sus amigos. Corrió a decirme que estaba enterado de que iban a demoler El Avispero y que él podía darme alojamiento y trabajo en su hotel. Se lo agradecí, le contesté que iba a pensarlo y caminé hacia El Avispero. Entré directo a la fuente. Al oír pasos Rodolfo se levantó gritando. Para tranquilizarlo le ofrecí la bolsa de pan. No quiso tomarla y se la dejé en el pretil. Subí a mi departamento. Me detuve a media escalera y vi a Rodolfo abrazado a la bolsa de pan.

Por mucho que hable con Jobita sólo nueve palabras servirán para consolarla, por el resto de sus días, de la espantosa muerte de su hijo: "Vi a Rodolfo abrazado a la bolsa de pan".

 
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