Usted está aquí: jueves 2 de junio de 2005 Opinión El mercader de Venecia

Olga Harmony

El mercader de Venecia

El inmenso Shakespeare, cuyo genio trasciende los siglos, era, empero, un hombre de su época. Este segundo montaje del Proyecto Shakes-peare que plantea la Compañía Nacional de Teatro aborda uno de los textos más difíciles, por su tema, que se puedan dar en los escenarios actuales. En efecto, el antisemitismo de la era isabelina, que tuvo sus raíces tanto en motivos religiosos como económicos -los judíos se apoyaban en el acopio de bienes y en la usura como único medio de sostenerse en medio del odio que se les profesaba-, no puede darse en nuestros días, por mucho que repudiemos la actitud de Israel en el complejo conflicto con los palestinos. Los hebreos, por muchos años, formaron sociedades aparte y sus medios de subsistir como pueblo eran la fidelidad a su religión y a sus costumbres, el rechazo a contraer matrimonios con los gentiles y la solvencia económica. Por fortuna, el Shylock de Shakespeare no es el Barrabás de Marlowe y este espléndido personaje ofrece sus razones y logramos entenderlas, aunque textualmente siga siendo el malvado de la obra. Ambos matices se dan en la actual escenificación.

Gracias al enfoque del director y sus asesores, Shylock se reviste aquí de una singular dignidad, sobre todo por la espléndida actuación de Fernando Becerril que logra ser el eje del montaje. Además, la ubicación escénica en los años 40 nos retrotrae a los campos de concentración y las cámaras de gas, con lo que la intención de antisemitismo se diluye metafóricamente. El director hace un subrayado gratuito -que no refuerza la idea, antes confunde- al privar a Jessica del amor de Lorenzo en la famosa escena en que los enamorados empiezan sus parlamentos con la frase ''en una noche como ésta...", cuando Lorenzo habla acerca del disfrute de la música, rechazando a la muchacha de manera incomprensible aunque Jessica (Silvia Carusillo) haya entonado en canto hebraico sus palabras. Así, la hija del judío queda repudiada y arrepentida -cuando se le da el testamento de su padre- en un momento final de melodrama.

La escenificación no se corresponde con las buenas intenciones en términos estrictamente teatrales. La escenografía de Arturo Nava aprovecha poco el dispositivo -que se supone común a las tres obras- ideado por Alejandro Luna y su propuesta es muy poco grata visualmente. Zermeño utiliza la ocurrencia gratuita en muchas ocasiones, lo que nos retrotrae al teatro de los 80 y aun antes (y hay que recordar que el tiempo no se detiene y que lo que pudo ser celebrado ahora se antoja viejo y fuera de lugar) aunque muchos opinen que se mantiene un cierto ludismo. A veces se le revierten. Por ejemplo, al sustituir al príncipe de Marruecos por el Príncipe Mexicano, un charro bravío y chistosón, del que Porcia dice literalmente, cuando ya se ha ido derrotado: ''¡Que todos los que tienen su color elijan como él!" ¿De qué color habla? No ciertamente del que ostenta el rubio secretario de Gobernación afecto a las artes de la charrería, sino de la tez morena de la mayoría de los mexicanos, lo que resulta inadmisible. Otros gags son menos ofensivos, pero igualmente gratuitos. Están muy lejos las épocas en que las machincuepas sustituían al desempeño de los actores, en que el chiste por el chiste se daba (y aun entonces nos molestaba a muchos) y en que la ocurrencia deslumbraba. Desde hace muchos años la palabra rigor ha cobrado vigencia.

Aquí lo que hace falta es precisamente el rigor. Buenas actrices como Erika de la Llave encarnando a Nerissa, o Jana Raluy, que interpreta a Porcia, se pierden ante las flojas actuaciones del elenco. Aun Arturo Reyes carece de la gracia bufonesca de su Lancelot, porque su tesitura actoral es diferente, y Oscar Nar-váez se defiende en su pequeño papel del Dux de Venecia. Los demás están apenas regulares, por no hablar de la pobreza de herramientas con que Juan Manuel Bernal, como Antonio, intenta mostrar nobleza y dolor en el momento de la cobranza de la libra de carne. A pesar de los buenos apoyos como el vestuario de Edyta Rzewuska, la música de Antonio Russek o el entrenamiento corporal de Ruby Tagle, el montaje no está a la altura del excelente punto de visita con que se aborda el problema del antisemitismo y del desempeño de Fernando Becerril que nos da un Shylock con todas sus flaquezas y todas sus razones.

 
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