Usted está aquí: sábado 18 de junio de 2005 Opinión Tráficos

Ilán Semo

Tráficos

"Soy un fantasma forjado por millones de mentes" ("I am a spook, born of a million minds"): el epitafio es de Al Capone, dictado unas semanas antes de morir. El gángster respondía así a su propia mitología. Casi genial. El era, en efecto, la proyección de "millones", la imagen requerida del límite, el mal convertido en celebridad, en cierta manera, en necesidad. La cinematografía lo transformó en una efigie del riesgo, del desafuero del yo, de la vitalidad de la lealtad, la frontera en donde lo inconcebible deviene razonable, inevitable.

El gángster de los años 30 pertenecía a una sociedad particular: era el centro de una amenaza que se creía (y era) controlable. Hacía posible la frontera entre el crimen y la legalidad. Representaba el límite del orden, porque el orden lo contenía (y lo reproducía) como una de sus partes. Fijaba el riesgo calculable. Hoy, en la era del narcotráfico, el crimen organizado ha roto todas estas simetrías. Su marginalidad se halla en el centro, ha franqueado todas las fronteras de la subjetividad. No es una parte del orden, es su acantilado permanente.

No es casual que un término tan en boga como el de "riesgo" lo haya convertido en su estadística central. México, se dice, es un país de "alto riego", porque en los cinco años recientes 30 millones de personas fueron víctimas de la delincuencia, una de cada 10 viviendas ha sido asaltada, 45 por ciento de los robos fueron con violencia y 90 de cada 100 atracos se realizaron en casas residenciales.

Pero si nos detenemos a observar los usos de la palabra "riesgo", que es una manera de postular el futuro, acaso la manera en como se forja hoy en día el consenso en torno a los dictados del tiempo, el riesgo se ha convertido en una suerte de metagrama que organiza la subjetividad de cada rincón de la vida.

El cuerpo es el sitio por excelencia de las taxonomías del riesgo: bombardeado por los descubrimientos de la ciencia médica, el ciudadano moderno se halla anidado en el cálculo de riesgos de lo que ingiere, del aire que respira, del ruido que escucha, del agua que toma, del estrés al que se somete, hasta de las formas en que duerme.

El sida ha hecho de la sexualidad el territorio por excelencia del control y, peor aún, del autocontrol.

Las aseguradoras viven de la multiplicación de los expedientes del riesgo.

Inclusive la retórica política ha sido presa de esta nueva e inclemente gramática. La caída de los viejos relatos (utópicos o no) fue sustituida ya por la mesura del esfuerzo menos peligroso. Simplemente ya no se aspira al mejor de los mundos, al mejor de los regímenes, sino al "menos vulnerable", al menos resquebrajable.

Pero los riesgos que efectivamente importan son los que afectan la integridad de la vida. Y este tipo de amenazas, digamos, capitales, provienen esencialmente de un fenómeno que se podría llamar, abusando de las virtudes de la generalización, los grandes tráficos: el narcotráfico, el tráfico de seres humanos, el tráfico de órganos, el tráfico de armas, etcétera.

Todos ellos afectan la vida misma. La vida entendida como espacio extendido donde la reproducción de los tráficos, desde la casa hasta la escuela, parece dominar los límites del tránsito libre y la formación de lazos entre la ciudadanía.

En rigor, los grandes estados modernos ya no requieren de la represión política para "mantener el orden", tal como estábamos acostumbrados hasta los años 80. La sociedad del miedo instalada en la proliferación de los tráficos se encarga de introyectar en cada ciudadano al guardián de su propia impotencia civil.

Los tráficos son obviamente un fenómeno global. Su nombre no podía ser más preciso. Pero lo insólito es que se desarrollan y reproducen en zonas de excepción que entrecruzan a estados que no estaban acostumbrados a vivir frente a la interrupción permanente del umbral de la ley. Según indican las estadísticas, los estados inglés o estadunidense son tan vulnerables a los tráficos como cualquier país del tercer mundo.

La excepción convertida en la normalidad. ¿Cómo explicar los orígenes de esta nueva forma en que se legitima el orden a partir de la caída cotidiana del orden mismo?

 
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