La Jornada Semanal,   domingo 19 de junio  de 2005        núm. 537
 

Nikos Kazantzakis

Odisea
(Rapsodia II: Última partida desde Itaca
Fragmento: relato sobre Calipso)

Sinopsis. Odiseo relata sus peripecias ante su esposa, Telémaco y Laertes. Tres formas femeninas adoptó la muerte para desviarlo de su camino a la patria, pues muerte habría significado el olvidar su meta. Una fue la diosa Calipso, otra la diosa hechicera Circe y la tercera, quizás la más difícil de vencer, fue la dulce y pura Nausícaa. Después del relato y luego de enterrar al padre, que ha muerto, y de casar a Telémaco con Nausícaa, Ulises parte para siempre de su isla, en compañía de cinco amigos que están dispuestos a hacerse a la mar sin rumbo fijo.

A la noche siguiente, junto al fuego, así que se cerraron

las grandes puertas de bronce y animales y siervos en el palacio se durmieron,

con voz suave comenzó Odiseo a relatar sus sufrimientos.

Estaba sentado en el gran trono en-forma-de-león

Y en mullidos cojines reposaba su cuerpo azotado-por-los-mares.

En un trono más bajo la reina, con los ojos llorosos,

se dobla como el lino fino, como la espiga tiembla:

ya llegaron las olas y golpean su pecho oprimido.

Inclinada, con sus hábiles dedos, lino azulado hila en el huso

y lana suave para tejer a Atenea hermoso peplo,

y pensaba bordar sobre la mar un barco negro y en torno,

uno tras otro, los padecimientos y penas de su esposo.

Sobre una piel, encogido, se arrastraba en un rincón el padre:

el mentón hundido en las rodillas, los pálidos brazos cruzados,

como el infante que espera se abra el vientre de la madre,

como el cadáver que retorna a la tierra, esa matriz inmensa.

Al frente, se yergue tenso el hijo altivo junto al fuego, al destello

de las llamas,

contempla con mirada hostil los labios de su progenitor

que vibran ya y se preparan para comenzar a hablar con arte:

bulliciosas abejas sus palabras, llenas de aguijón y miel,

rivalizan cuál vuela primero a la colmena,

y el hijo con cólera observaba esa boca y su espeso enjambre.

Vino también por cierto el lar, el astuto y serpentino dios de la familia,

su lengua bífida lamiendo— a instalarse en un rincón

del hogar para escuchar las aventuras del señor.

Alzó la mano Odiseo; en ella apoya los labios:

océanos levantáronse en su mente, brotaron rosados continentes;

se desbordaba de risas, alegrías y lamentos clamorosos y ciudadelas

que ardían;

su grueso cuello se ahogaba y no le era posible articular las palabras.

Mas se abre ya la azul compuerta de la oceánica memoria;

¡ah, a quién recordar primero y a quién relegar a las tinieblas!

En la oquedad de su pecho atropéllanse las sombras de sus amados compañeros:

"¡Amigo, ay, dame tu sangre para beberla y revivir!"

Pero sin piedad su duro espíritu elige entre los espectros;

y mirando las llamas con fijeza, empezó lentamente a extraer del profundo recuerdo

rumoroso el hilo de-mil-vueltas de su viaje:

"En los confines de la tierra, entre las mesas de los nobles, la lira

se levanta; alegra a los jefes y canta para el viento.

Diez años asediamos la ciudad; diez anchos ríos de sangre nuestra

despeñáronse humeantes a la mar y en ella se perdieron;

pues los dioses desde lo alto las impías murallas defendían.

Pero una mañana me despierto: desbordaba mi cráneo el pensamiento.

Empuño el hacha y corto algunos álamos y construyo un caballo gigantesco

hábilmente igual a uno con vida, con amplio vientre, y como ex voto

para los dioses iracundos lo apoyo al lado de la fortaleza;

y estaba por cierto el vientre inmenso lleno de valientes.

Tal artimaña preparó mi ingenio y aquella noche las deidades

y los muros imbatibles rodaron todos derribados en mi pensamiento astuto.

Abrasados por el humo denso, cuarenta-veces-heridos, al despuntar la aurora

huyeron los dioses con pavor de entre las llamas,

se sumergieron en la esfera azul maldiciendo a la tierra insolente.

Y cuando sus quijadas se afirmaron de nuevo, pasado ya el temor,

rieron sin pudor y alejan el recuerdo, bebiendo el licor inmortal del olvido.

Pero el numen señero, con ruda cólera, hundido entre las nubes,

no aceptaba beber para que su pensamiento olvide todo.

Y suspira inclinado sobre el canto dorado de los cielos:

‘Se invierte la balanza del destino; la tierra nos ha arrastrado.

Veo, ay de nosotros, que el rostro del astuto arquero

lleno de audacia e inteligencia se enseñoreará un día en el Olimpo.’

Dijo, y ordenó a Caronte que viniera a su presencia,

y éste, que, como un cuervo, pacía entre los cadáveres de Troya,

vuela a los cielos a posarse en la mano derecha del gran dios.

Se alegró la deidad asesina sosteniendo en su puño al hijo preferido:

‘Mi fiel pensamiento, mi buen pajarillo, anda y clava tus garras

en la testa temeraria del imprudente Ulises;

¡vuélvete fuego, mujer, mar, pulverízalo!’

Dijo, y soltó a la Muerte como una espada contra mi pecho."

Los ojos del varón de-muchos-sufrimientos centellaron; en sus oscuras aguas

estalla la gran batalla en mar, en tierra y aire

de un hombre sin esperanzas con los dioses todopoderosos.

Calla el sagaz vagabundo y en el silencio medita

cómo vestir sabiamente la verdad con vestiduras ambiguas,

pues se avergonzó ante su mujer y se sintió débil ante el hijo;

pero el engaño aparta altivo, sacude la cabeza—

y ¡vamos!, ya navega sin impedimentos por la oceánica memoria:

"Tres fueron las formas más letales que Caronte adoptara

para turbar mi mente y arrebatar mis armas.

En el fresco antro de Calipso, apareció como hembra seductora

sonriendo y se enrolló apegada a mis rodillas.

Y temeroso, yo a la inmortal en mis manos mortales estrechaba

como un ensueño dulce en la playa arenosa.

En una vasija de oro cada tarde la rubia diosa me lavaba

el lodo de los pies con agua cristalina para que no mancharan

las mantas tejidas-en-plata de su lecho nupcial;

y yo reía gozoso al ver los pies con cieno del humano

entremezclarse con las piernas incorruptibles de la diosa.

Por vez primera sentí el goce del cuerpo cual espíritu;

tierra y cielo se unían en la playa y en mi interior con honda dicha

percibía cómo mis entrañas se transformaban en alas.

Giraba el cielo desde los cimientos junto a nuestra labor,

y se apagaban los astros en el piélago y otros riendo se encendían;

y nosotros, igual que dos luciérnagas, brillábamos unidos en la arena.

Pendía primero Zeus, risueño, y titilaba, cual sol nocturno,

y gozaba admirando allá abajo, en una ribera solitaria,

a una diosa de rubia cabellera que temblaba y engendraba fruto

al abrazo terroso de un mortal.

Detrás, un hombronazo armado caminaba deprisa,

rodando por los valles, restallando en las rocas,

girando cual cangrejo de fuego: era Ares, sanguinario;

y, mientras, reíamos nosotros sobre los guijarros resbalosos.

Y postrera, hacia la aurora, pasaba con sus blancos albatros,

danzando risueña entre una bruma rosada, la graciosa Afrodita

y suavemente en la tierra acariciaba a los dos cuerpos

que allí en la playa unidos descansaban;

como el raudo aletear del águila atravesaban sobre nosotros

y en el cielo vacío se perdían nuestros días y noches.

Y un atardecer, mientras tenía a la inmortal apretada entre mis brazos,

percibí de repente, mudo de terror, que dentro de mí el dios

extendía sus tentáculos y pretendía ahogar mi corazón.

Como un sueño parecióme la vida, como una fábula el mundo,

y el alma entera difundíase en espirales de humo entre la brisa.

En lo que dura un relámpago nacían y brillaban y desaparecían

en mi cabeza fatigada las deidades, y otras ascendían como nimbos;

y algunas gotas esparcíanse sobre mi ardiente espíritu

Aún tornaban a la vida solamente mis sueños nocturnos;

silentes se arrastraban cual serpientes manchadas y lamían mis párpados

y se abrían en mi mente mares de madreperla,

áureos peces me espiaban tristemente entre las aguas densas

y voces dulcísimas subían desde el abismo azulado.

Se aguza y alarga el cuerpo y las plantas de los pies;

rizada gorgona, la cabeza navega por encima de las olas,

y en el extremo se muestra el lucero matutino que señala la senda.

Toda la noche avanzaba el cuerpo mío, bajel pirata, y se embargaban

mis entrañas con el dulce perfume del mundo terreno.

Mas pronto se vació mi sueño, se helaron también las serpientes,

y mi corazón libre que creaba y destruía al mundo,

como mármol también quedó vacío y se detuvo, cadáver en serenidad divina.

En su interior se suavizaron y aliviaron los sufrimientos del hombre,

se sumergió la tierra patria fulgurando en los abismos del olvido

y cual un juego luz y nube se agitaban en el viento;

se unían, se separaban, se borraban, el hijo, el padre, la mujer:

subía el dios como la muerte y devastaba las entrañas.

Sin dolor, sin sonrisa, enmudecido, pisaba los roqueríos

y ya mi cuerpo vacío, transparente, sobre la tierra sombra no arrojaba;

y entre mis pies, sin temor, raudos pasaban los petreles

—diríase que un numen invisible paseaba por la playa.

Pero una mañana tropecé entre los guijos desiertos

con un despojo alargado que acaso dejó en seco por la noche la mar.

Levantélo lentamente y traté de recordar qué cosa fuera:

hueso de un pez monstruoso, pata de un ave gigantesca,

rama de un árbol del ponto, cayado de algún genio marino.

Mas poco a poco fue amaneciendo en mi espíritu y me doy cuenta

que un remo largo, muy amado, en mis desfallecientes manos sostenía.

Y mientras con suavidad lo acariciaba, los ojos nublados se aclararon—

al extremo del remo diviso la pobre mano que lo manejaba,

veo una quilla espumeante y la vela sobre un alto mástil.

Vinieron en multitud los viejos compañeros con sus brazos tostados;

vino también el mar y me golpeó y vaciló mi entendimiento,

y de dónde partieron recordé y dónde ellos anhelan que yo vaya.

¡Ay! Era yo también un hombre ardiente y mi corazón bailaba

y poseía patria, un hijo y una esposa y un navío veloz—

pero, ¡ah!, naufragué donde la diosa y mi alma se desvaneció.

Me estremecí; siento el peligro de llegar a ser dios,

sin un corazón cambiante, sin alegría y sin dolor de humano,

me inclino y hundo en el agua mi rostro debilitado;

mojo mis párpados marchitos para que se reanimen,

huelo las algas de la playa y mis sienes se abrieron—

y luz, agua, fuego y tierra mi cabeza desbordó.

Agitóse la sangre, las grandes venas desheláronse;

y al punto cojo la afilada segur y me interno en el bosque.

Derribo árboles, los elijo y los cuarteo y me escojo un ciprés;

dispongo los tablajes y los remos y elevo el mástil

y me regocijaba asolando los troncos y veloces pies y manos tallan,

y espinazo y cabeza y pecho:

todo mi cuerpo derruido por los dioses lo edificaba de nuevo.

Y cuando entero ya mi cuerpo de proa a popa extendiose,

y el peplo azul de la diosa estiré como vela maestral,

tú, mi balsa recién hecha, cual—golondrina-aleteaste, igual que mi corazón

¡Ah, qué alegría desplegar de repente al contraviento

las velas todas y decir el adiós a la amada!

‘Mucho te quiero y amo, amada mía, pero déjame primero

subir a mi navío, desplegar mi velamen,

y empuñar con una mano el gobernalle hacia la mar abierta

y enjugar con la otra las lágrimas de la separación.’

En perfumes bañada, allá lejos en la fuente, en el agua sagrada

del manantial

peinaba la deidad sus cabellos inmortales y cantaba:

‘¡Por vez primera siento mis marmóreos pechos, amado mío;

se han entibiado al apoyarse en tu cálido pecho mortal;

dejó de ser piedra mi espíritu, late el corazón, tiemblan mis rodillas;

me estoy volviendo mujer y mis venas de leche se desbordan;

río y sostengo en mi regazo al mundo terreno como a un hijo!’

‘¡Calla, corazón mío; ya lo sé; pero mi entendimiento hacia otro lugar apunta!’

Y cuando avanzaba, ya lejos, como saeta, en la ola de espumoso seno,

y el dolorido canto se perdió en la bruma de crepúsculo,

poco a poco la balsa se puso más pesada y se ladea:

las sombras la aplastaban; de mujer, de hijo, de patria se cargó,

y libre dejé a mi corazón conducirse a su agrado;

¡y éste estalló en sollozo amargo y otra vez se volvió humano!"

Versión de Miguel Castillo Didier