La Jornada Semanal,   domingo 26 de junio  de 2005        núm. 538
 

Carson McCullers

Madame Zilensky y el Rey de Finlandia

La solitaria Carson

Nacida en Columbus, Georgia, a Carson McCullers se le considera, generalmente, como una gótica sureña. Así ocupa su lugar al lado del padre fundador Poe, del reconocido maestro Faulkner, y de talentos como Eudora Welty y Flannery O’Connor. En la medida en que el flexible término "gótico" sugiere lo temible, lo monstruoso y lo macabro, probablemente se pueda aplicar a McCullers. Pero en la medida en que se ve limitado por estos adjetivos, no lo es. Su propia fórmula resulta un poco más exacta: "Supongo que mi tema central es el de la soledad espiritual."

A los veintitrés años obtuvo un éxito inmediato con su novela, significativamente titulada El corazón es un cazador solitario. Ella misma adaptó su obra Un miembro del matrimonio, la cual fue un éxito teatral; más tarde fue llevada a la pantalla. Edward Albee escenificó su novela La balada del café triste, probablemente su mejor trabajo. Frente a todos estos éxitos profesionales, su vida personal contrastaba tristemente. A los veintinueve años quedó paralizada del lado izquierdo y a partir de entonces vivió con sufrimiento.

Sus solitarios personajes a menudo son lisiados emocionales, o físicamente discapacitados. Uno de ellos es un enano jorobado, otro un sordomudo, y otra más, una niña de trece años huérfana de madre. Pero sea lo que sea lo que la atrae hacia lo anormal, incluso lo deforme, con frecuencia, aunque no siempre, se ve equilibrado por una fuerza redentora, por una compasión por el descarriado, el extraño, compasión que sin duda surge en toda cultura que ostensiblemente idolatra el "progreso" y la fuerza bruta.

"Madame Zilensky" nos habla de una cierta clase de locura y, también, de la música (de joven, Carson McCullers estudió música en la ciudad de Nueva York). Un relato enigmático, no carente de un humor especial, que nos muestra la preocupación de su autora por lo grotesco que conmueve el corazón.

Todo el mérito de contar con Madame Zilensky en la Facultad se le debía al señor Brook, director del departamento de música de Ryder College. El colegio se consideraba afortunado; la reputación de Madame Zilensky era impresionante, tanto como compositora, como pedagoga. El señor Brook asumió la responsabilidad de encontrar una casa para ella, un sitio confortable, con jardín, cercano al colegio y contiguo al departamento donde él vivía.

Nadie en Westbridge conocía a Madame Zilensky antes de que llegara. El señor Brook la había visto en las fotografías que publicaban las revistas de música, y alguna vez le había escrito sobre la autenticidad de cierto manuscrito Buxtehude. Además de esto, cuando su incorporación a la Facultad fue un hecho, intercambiaron unos cuantos telegramas y cartas sobre algunos aspectos prácticos. Ella escribía con una letra clara y perfecta, y lo único extraño en ellas eran las referencias ocasionales que hacía a objetos y personas del todo desconocidos para el señor Brook, tales como "el gato amarillo de Lisboa", o "pobre Heinrich". El señor Brook atribuía estas equivocaciones a la confusión de tener que salir, junto con su familia, de Europa.

El señor Brook era una persona algo puntillosa; tantos años de minuetos mozartianos, de explicaciones sobre las séptimas disminuidas y las tríadas menores, le habían dado una observadora paciencia profesional. Era, básicamente, un hombre solitario. Le disgustaban las frivolidades y las juntas lo fastidiaban. Años atrás, cuando el departamento de música decidió convivir en grupo y pasar un verano en Salzburgo, el señor Brook se escabulló a última hora para hacer solo un viaje a Perú. Él mismo tenía algunas excentricidades, y era tolerante con las peculiaridades de los demás; a decir verdad, le agradaba lo ridículo. A menudo, cuando se encontraba en alguna situación seria e incongruente, sentía un ligero cosquilleo interior que rigidizaba su largo y apacible rostro y aguzaba el brillo de sus ojos grises.

El señor Brook conoció a Madame Zilensky en la estación de Westbridge, en el otoño, una semana antes de que comenzara el semestre. La reconoció de inmediato. Era una mujer alta y erguida, de rostro pálido y ojeroso. Sus ojos estaban profundamente sombreados y llevaba su oscuro y desigual cabello peinado hacia atrás desde la frente. Sus manos eran largas y delicadas y estaban muy sucias. Había en ella algo noble y distante que hizo que, por un momento, el señor Brook retrocediera, mientras desenvolvía nerviosamente sus gemelos. A pesar de su atuendo —una falda larga, negra y una vieja y estropeada chamarra de cuero— daba la impresión de una indefinida elegancia. Con Madame Zilensky había tres niños entre los diez y los seis años, todos rubios, de ojos confundidos, y hermosos. Había también otra persona, una anciana que resultó ser su sirvienta finlandesa.

Este era el grupo que encontró en la estación. El único equipaje que traían con ellos eran dos inmensos baúles con manuscritos; el resto de su parafernalia había sido olvidado en la estación de Springfield, donde cambiaron de tren. Este es el tipo de cosas que le pueden suceder a cualquiera. Cuando el señor Brook logró subir a todos en un taxi, pensó que lo peor había pasado, pero Madame Zilensky, de pronto, intentó trepar por sus rodillas para salir por la puerta.

"¡Dios mío!", dijo ella. "Dejé mi —¿cómo se dice?— mi tic-tic-tic."

"¿Su reloj?", preguntó el señor Brook.

"¡Oh, no!", dijo con vehemencia. "Usted sabe, mi tic-tic-tic," y movió su dedo índice de un lado a otro, como un péndulo.

"Tic-tic," dijo el señor Brook, llevando sus manos a la frente y cerrando los ojos. "¿Podría estar usted acaso refiriéndose a un metrónomo?"

"¡Sí! ¡Sí! Lo debo haber perdido ahí, donde cambiamos de tren."

El señor Brook logró calmarla. Le dijo, incluso, con una especie de ofuscada galantería, que él mismo le conseguiría otro al día siguiente. Pero, para entonces, ya había admitido frente a sí mismo que había algo muy extraño en este pánico por un metrónomo, sobre todo si se tomaba en cuenta que había que considerar el resto del equipaje extraviado.

La familia Zilensky se instaló en la casa de al lado y, en apariencia, todo estaba en orden. Los niños eran chicos tranquilos. Sus nombres eran Sigmund, Boris y Sammy. Siempre andaban juntos, en fila india, generalmente con Sammy a la cabeza. Hablaban entre ellos un exasperante esperanto familiar, compuesto de ruso, francés, finlandés, alemán e inglés; cuando había gente alrededor, guardaban un extraño silencio. No era algo en particular que los Zilensky hicieran o dijeran lo que inquietaba al señor Brook. Se trataba, simplemente, de pequeños incidentes. Por ejemplo, cuando estaban en una casa, había algo en los niños Zilensky que inconscientemente lo molestaba; finalmente se dio cuenta que los niños Zilensky jamás pisaban un tapete; lo rodeaban en fila sobre el piso desnudo, y si la habitación estaba alfombrada, se quedaban en el umbral, sin entrar. Otra de esas cosas era la siguiente: pasaron varias semanas y Madame Zilensky no parecía hacer el menor esfuerzo por establecerse o amueblar la casa con algo más que una mesa y algunas camas. La puerta del frente permanecía abierta de día y de noche, y la casa pronto adquirió un aspecto desolado y sombrío, como si hubiera estado abandonada por años.

El colegio tenía motivos más que suficientes para estar satisfecho con Madame Zilensky. Enseñaba con feroz persistencia. Se indignaba profundamente si alguna Mary Owens o Bernardine Smith no perfeccionaban los trémolos de Scarlatti. Se apoderó de cuatro pianos para su estudio en el colegio y enseñó a cuatro aturdidos estudiantes a tocar juntos las fugas de Bach. El escándalo que llegaba desde el extremo del departamento era extraordinario, pero Madame Zilensky mostraba una voluntad de hierro, y si la sola voluntad y el esfuerzo pueden conquistar un ideal musical, entonces Ryder College no lo hubiera podido hacer mejor. Por la noche Madame Zilensky trabajaba en su duodécima sinfonía. Parecía no dormir jamás; sin importar la hora de la noche en que el señor Brook se asomara por la ventana de su estancia, la luz de su estudio estaba siempre encendida. No, no era por ningún motivo profesional por lo que el señor Brook sospechaba.

Fue hacia finales de octubre cuando por primera vez sintió que algo estaba definitivamente mal. Había disfrutado mucho el detallado relato que Madame Zilensky le hizo durante el almuerzo, acerca de un safari que realizó en 1928. Más tarde ella pasó por su oficina y permaneció en la puerta, completamente ausente.

El señor Brook levantó la mirada desde su escritorio y le preguntó: "¿Necesita usted algo?"

"No, gracias", respondió Madame Zilensky con una voz grave, hermosa y triste. "Tan sólo me preguntaba. Recuerda el metrónomo. ¿Cree que tal vez lo haya podido dejar con el francés?"

"¿Quién?", preguntó el señor Brook.

"El francés con el que estaba casada," respondió.

"El francés", dijo el señor Brook con suavidad. Trató de imaginarse al esposo de Madame Zilensky, pero su mente se rehusó. Murmuró para sí mismo: "El padre de los niños."

"Por supuesto que no", dijo Madame Zilensky con firmeza. "El padre de Sammy."

El señor Brook tuvo un fugaz presentimiento. Su instinto más profundo le previno que no dijera nada más. Sin embargo, su respeto al orden, y su conciencia, le exigieron preguntar, "¿Y el padre de los otros dos?"

Madame Zilensky llevó su mano a la nuca y alborotó su corto y tijereteado cabello. Su rostro era soñador, y durante varios minutos no respondió. Después dijo dulcemente: "Boris es de un polaco que tocaba el piccolo."

"¿Y Sigmund?", preguntó él. El señor Brook echó un vistazo a su ordenado escritorio, a la pila de apuntes corregidos, los tres lápices afilados, el pisapapel de elefante de marfil. Cuando vio a Madame Zilensky, ella obviamente estaba haciendo un gran esfuerzo. Miraba hacia todos los rincones de la habitación, con el ceño fruncido y moviendo la quijada de un lado a otro. Por fin dijo: "¿Hablábamos sobre el padre de Sigmund?"

"No, no", dijo el señor Brook. "No es necesario hablar de eso."

Madame Zilensky respondió con una voz a la vez digna y definitiva. "Él era un paisano."

Al señor Brook realmente le daba igual. No tenía prejuicios; en cuanto a él, la gente podía casarse diecisiete veces y tener hijos chinos. Pero había algo en la conversación con Madame Zilensky que le molestaba. Lo comprendió repentinamente. Los niños no se parecían en nada a Madame Zilensky, pero eran idénticos entre sí, y ya que todos tenían un padre distinto, al señor Brook le pareció sorprendente esta semejanza.

Pero Madame Zilensky había dado el tema por terminado. Subió el cierre de su chamarra y se dio la media vuelta.

"Ahí es exactamente donde lo dejé", dijo con una rápida inclinación de cabeza. "Chez el francés."

Los asuntos del departamento de música marchaban con tranquilidad. El señor Brook no tenía que lidiar con ninguna dificultad seria, como el año pasado, con la maestra de arpa, quien finalmente huyó con un mecánico. Sólo esta molesta aprensión respecto a Madame Zilensky. No podía comprender lo que estaba mal en su relación con ella o por qué tenía sentimientos tan mezclados. Para empezar, ella era una experta trotamundos, y su conversación estaba incongruentemente aderezada con referencias a lugares remotos. Podía pasar días enteros sin abrir la boca, caminando por el corredor con las manos metidas en los bolsillos de su chamarra y el rostro sumido en meditación. Y después, repentinamente, atacar al señor Brook, lanzándole un luengo y volátil monólogo, con los ojos temerarios y la voz vehementemente acalorada. Podía hablar de todo o absolutamente de nada. Sin embargo, en cada uno de los episodios que mencionaba, sin excepción, había algo soslayadamente sospechoso. Si decía que iba a llevar a Sammy a la peluquería, causaba una impresión tan extraña como si hablara de una tarde en Bagdad. El señor Brook no podía descifrar de qué se trataba.

La verdad se le reveló de pronto, y la verdad puso todo perfectamente en su lugar, o por lo menos, esclareció la situación. El señor Brook había llegado temprano a su casa y encendió el fuego en la pequeña chimenea de su estancia. Esa noche se sentía bien y estaba tranquilo. Se sentó frente al fuego, en calcetines; tenía un volumen de William Blake en la mesita que estaba junto a él, y se había servido medio vaso de brandy de albaricoque. A eso de las diez se encontraba agradablemente adormilado frente al fuego, con la mente llena de frases nebulosas de Mahler y de pensamientos sueltos. Repentinamente, desde este delicado estupor, resonaron en su mente cuatro palabras: "El Rey de Finlandia." Las palabras sonaban familiares, pero al principio no pudo adivinar de dónde venían. Entonces, de pronto, logró descubrir su origen. Esa tarde había estado caminando por el campus, cuando Madame Zilensky lo detuvo y comenzó un absurdo galimatías, el cual escuchó a medias; estaba pensando en la pila de cánones que tenía de su clase de contrapunto. Ahora sus palabras, las inflexiones de su voz, volvían a él con insidiosa exactitud. Madame Zilensky había arrancado con la siguiente observación: "Un día en que estaba yo parada frente a una patisserie, pasó en trineo el Rey de Finlandia."

El señor Brook se enderezó y dejó su vaso de brandy. La mujer era una mitómana. Casi cada una de las palabras que pronunciaba fuera de clase eran mentira. Si había trabajado toda la noche, salía de su camino para decirte que había ido al cine. Si había almorzado en Old Tavern, seguramente te contaría que había almorzado en su casa con sus hijos. La mujer simplemente era una mitómana, y eso lo explicaba todo.

El señor Book se tronó los dedos y se levantó de su asiento. Su primera reacción fue de exasperación. ¡Que día tras día Madame Zilensky hubiera tenido el descaro de sentarse ahí, en su oficina, avasallándolo con sus desaforadas falsedades! El señor Brook se sintió violentamente irritado. Se paseó por la habitación, y después fue a la cocineta a prepararse un sandwich de sardinas.

Una hora más tarde, sentado frente al fuego, su irritación se había transformado en un asombro académico y reflexivo. Lo que debía hacer, se dijo, era considerar toda la situación de una manera impersonal, y ver a Madame Zilensky como un doctor vería a su paciente. Sus mentiras eran inofensivas. No disimulaba con la intención de engañar, y nunca mentía para sacar ventaja. Eso era lo exasperante; sencillamente no había ningún motivo detrás de todo esto.

El señor Brook terminó su brandy. Y lentamente, casi a la medianoche, comprendió algo más. Madame Zilensky mentía por una sencilla y dolorosa razón. Madame Zilensky había trabajado toda su vida —en el piano, enseñando, y componiendo esas doce hermosas y extraordinarias sinfonías. Se había entregado en cuerpo y alma a su trabajo, durante días y noches de esfuerzo y fatiga, y no quedaba mucho de ella para nada más. Como ser humano, padecía esta carencia y hacía lo posible para compensarla. Si había pasado la noche inclinada sobre una mesa en la librería y más tarde afirmaba haber estado jugando cartas, era como si se las hubiera ingeniado para hacer ambas cosas. A través de sus mentiras, vivía vicariamente. Las mentiras duplicaban la poca vida que le dejaba el trabajo y acrecentaban el mellado e insignificante residuo que quedaba de su vida personal.

El señor Brook miró el fuego, con el rostro de Madame Zilensky en su mente —un rostro severo, de ojos oscuros y cansados y una boca delicadamente controlada. Él estaba consciente del afecto que sentía en su pecho y del sentimiento de compasión, de protección y de terrible comprensión. Durante un instante se encontró en un estado de amorosa confusión.

Más tarde se cepilló los dientes y se puso la pijama. Debía ser práctico. ¿Qué se aclaraba con todo esto? ¿Aquel francés, el polaco del piccolo, Bagdad? ¿Y los niños, Sigmund, Boris y Sammy —quiénes eran? ¿Eran, después de todo, realmente suyos, o simplemente los había recogido en alguna parte? El señor Brook limpió sus lentes y los colocó sobre su mesita de noche. Tenía que llegar a un entendimiento inmediato con ella. De otra manera, en el departamento se crearía una situación que podría llegar a ser de lo más problemática. Eran las dos de la mañana. Se asomó por su ventana y vio que la luz del estudio de Madame Zilensky todavía estaba encendida. El señor Brook se metió en la cama, hizo gestos terribles en la oscuridad, e intentó planear lo que diría al día siguiente.

A eso de las ocho de la mañana el señor Book ya estaba en su oficina. Encorvado detrás de su escritorio, esperaba listo para atrapar a Madame Zilensky en cuanto pasara por el corredor. No tuvo que esperar mucho, y tan pronto como escuchó sus pasos la llamó por su nombre.

Madame Zilensky se paró en la puerta. Parecía dudosa y rendida.

"¿Cómo está? Anoche yo dormí de maravilla", dijo.

"Le suplico que se siente, por favor", dijo el señor Brook. "Quiero hablar con usted."

Madame Zilensky dejó su portafolio y se recargó cansadamente en el sillón que estaba frente a él. "¿Sí?", le preguntó.

"Ayer, mientras caminaba por el campus, usted conversó conmigo", dijo él lentamente. "Y si no me equivoco, me parece que mencionó algo acerca de una pastelería y del Rey de Finlandia. ¿Estoy en lo correcto?"

Madame Zilensky volteó la cabeza hacia un lado y clavó la mirada, pensativamente, en una esquina del antepecho de la ventana.

"Algo acerca de una pastelería", dijo.

Su rostro cansado se iluminó. "Claro", dijo vehemente. "Le platiqué cuando yo estaba parada frente a esa tienda y el Rey de Finlandia—"

"¡Madame Zilensky!", gritó el señor Brook. "No existe el Rey de Finlandia."

Madame Zilensky parecía completamente confundida. Entonces, después de un instante, comenzó de nuevo. "Estaba yo parada frente a la patisserie de Bjarne cuando, al voltearme, vi de pronto al Rey de Finlandia—"

"Madame Zilensky, le acabo de decir que el Rey de Finlandia no existe."

"En Helsingfors", comenzó de nuevo desesperadamente, y de nuevo él la dejó llegar hasta el Rey, y no más.

"Finlandia es una democracia", le dijo. "No es posible que usted haya visto al Rey de Finlandia. Por lo tanto, lo que acaba de decir es una mentira. Una absoluta mentira."

Nunca más pudo el señor Brook olvidar la expresión de Madame Zilensky en ese momento. En sus ojos se reflejaba el espanto, la sorpresa, y una especie de horror acorralado. Tenía la mirada de alguien que observa cómo se resquebraja y desintegra todo su mundo interior.

Pero Madame Zilensky recobró la calma. Levantó la cabeza y dijo fríamente, "Yo soy finlandesa."

"De eso no tengo la menor duda", respondió el señor Brook. Aunque pensándolo bien, sí la tenía.

"Nací en Finlandia y soy ciudadana finlandesa."

"Eso está muy bien", dijo el señor Brook levantando la voz.

"Durante la guerra", prosiguió apasionadamente, "manejé una motocicleta y fui mensajera."

"Su patriotismo no tiene nada que ver en esto."

"Sólo porque estoy publicando los primeros artículos—"

"¡Madame Zilensky!", dijo el señor Brook, asiendo fuertemente, con sus manos, el canto del escritorio. "Eso es irrelevante. El punto es que mantuvo y atestiguó que usted vio —que usted vio—" Pero no pudo terminar. Su expresión lo detuvo. Estaba mortalmente pálida y tenía sombras alrededor de su boca. Tenía los ojos totalmente abiertos, devastados, y altivos. Y de repente, el señor Brook se sintió como un asesino. Una conmoción de sentimientos —comprensión, remordimiento y amor irracional— lo hicieron cubrirse el rostro con sus manos. No pudo pronunciar palabra hasta que esta agitación interior se apaciguó, y después dijo muy tenuemente, "Sí. Por supuesto. El Rey de Finlandia. ¿Y era simpático?"

Una hora después, el señor Brook miraba sentado por la ventana de su oficina. Los árboles de la tranquila calle de Westbridge estaban casi desnudos, y los edificios grises del colegio tenían una apariencia sosegada y triste. Mientras contemplaba pasivamente ese paisaje tan familiar, vio al viejo Airedale de los Drakes paseándose por la calle. Era algo que había visto cientos de veces antes, así que ¿qué fue lo que le causó esa impresión de extrañeza? Se dio cuenta entonces, con una especie de fría sorpresa, que el viejo perro corría hacia atrás. El señor Brook observó al Aireadale hasta que se perdió de vista y después reanudó su trabajo en los cánones de su clase de contrapunto.

Traducción de Helena Guardia