Usted está aquí: domingo 3 de julio de 2005 Opinión MAR DE HISTORIAS

MAR DE HISTORIAS

Cristina Pacheco

Cárceles

En la mañana fui al centro conductual y por fin me autorizaron ver a solas a Daniel, prueba de que ha evolucionado en su tratamiento. No entiendo en qué sentido: el niño no permitió que lo abrazara y no habló una palabra ni cuando le conté lo que sucederá con El Avispero. Tenía que decírselo porque, después de todo, allí vivió seis años de su vida:

Van a demoler el edificio en octubre, así que debe estar desocupado para finales de septiembre. Daniel siguió indiferente, pero fingí no darme cuenta: No sé cómo voy a conseguir un trabajo y un sitio dónde meterme. No necesito mucho más que un cuarto donde pueda colgar los retratos de mis papacitos. Daniel se removió en su asiento y miró por la ventana hacia el patio. Me alegró suponer que ya tendría amigos con quienes jugar.

Era sólo un buen deseo. Más tarde la sicóloga me explicó que Daniel sigue adormecido, indiferente a todo. A lo mejor no tomó en cuenta lo que le dije cuando nos despedimos, pero me tranquiliza haberlo hecho:

¿Sabes, Daniel? Estos días voy a estar muy ocupada en El Avispero y arreglando mis asuntos. Si dejo de venir no es porque te haya olvidado o ya no te quiera. ¿Comprendes? Alargué la mano para tomar la suya, pero retrocedió. En cuanto pueda vendré a visitarte. A lo mejor ya para entonces tendré alquilada otra periquera. El Tatacho, el altote que una vez te llevó a dar la vuelta en su motocicleta, me propone que me vaya a trabajar a su hotel. No me habló del sueldo, sólo de que me permitirá vivir en una bodega al fondo del garage. Con la entrada y salida de coches no podré dormir, pero si no encuentro algo mejor tendré que conformarme con eso.

Cuando me levanté Daniel lo hizo también. Mientras caminaba hacia la puerta sentí la mirada del niño clavada en mi espalda. Tal vez me haya equivocado, pero creí que esperaba noticias de su madre:

El domingo pienso visitar a Consuelo en el cementerio. Le llevaré flores y le contaré que has crecido muchísimo. Regresé junto a Daniel: ¿Quieres que le diga algo de parte tuya? Se estremeció sin decir nada. Cuando salimos al pasillo corrió hacia el guardia que lo esperaba. El hombre lo llamó Danny y se lo llevó despacio, como si anduvieran de paseo, hasta el fondo del corredor. Allí se perdieron tras una reja descascarada.

El regreso a El Avispero me tomó más de dos horas. En ese tiempo pensé mucho en Daniel. ¿Qué será de su vida cuando salga del centro conductual? No tiene quien se haga cargo de él, así que terminará en otra prisión donde los internos, en secreto, repetirán su historia: "Ese chavo le disparó a su mamá creyendo que iva a revivir como las heroínas de los videos".

Imaginé a Daniel saliendo con un certificado de ebanista o de maestro panadero. Me intrigó saber adónde irá. Tal vez a la calle de Todosantos. No encontrará El Avispero ni a nadie capaz de explicarle lo que me contó don Juan Bosco Malo: Este edificio, a lo largo de cuatro siglos, ha sido palacete, claustro, beaterio, hospital, escuela de oficios para niñas, salón de baile, manicomio, hospicio y lupanar.

Pensé que tanta historia, tanta vida, se convertirán en escombros. Una mujer que iba a mi lado en el microbús me tocó el hombro y me entregó una servilleta. Entendí por qué lo hacía cuando me dijo:

Para que se limpie los ojos.

Sin darme cuenta estaba llorando de pensar en que tendría que ver la destrucción de un edificio donde he pasado más de cincuenta años. Cuando llegué a El Avispero mi cabello era castaño, mi madre vivía y confiaba en que mi padre iba a regresar. Recuperé nada más su fotografía. Me gusta verla colgada junto a la de mi madre. En su foto ella se ve muy joven; mi padre, en cambio, luce ya mayor en la suya.

La otra mañana, mientras sacudía los marcos, me di cuenta de que mi padre no vio envejecer a su esposa y ella no disfrutó de los mejores años de su marido. Si quiero que tengan una vida en común tendré que inventársela. ¿Por qué no? Lo hacía de joven mientras bordaba iniciales en las camisas que se vendían en El Dandy.

Ya entonces mi madre padecía de los huesos. Se angustiaba mucho cuando yo iba a El Dandy para entregar el trabajo. Aunque llevara montones de camisas marcadas siempre recibía muy poco dinero. Al volver a la casa mi madre me aconsejaba buscar un trabajo donde no me explotaran tanto.

Para tranquilizarla le prometía que iba a seguir su consejo, pero nunca lo hice ni le explique la razón: me agradaba que en nuestra casa hubiera ropa de hombre, porque me hacía las ilusiones de que era de mi padre. Estaba pensando en eso cuando vi a Sixto parado frente a mí en el microbús:

¿Adónde va, doñita? Le respondí que a Todosantos y él se rio: Pero si acabamos de pasarla. ¿No ve que allí me subí yo?

Le pedí al chofer que se detuviera. El bárbaro dio un enfrenón tan fuerte que por poquito voy a dar contra el parabrisas. Sixto protestó:

Orale, güey: a ver si te fijas. ¿No ves que la señora ya está grande?

El chofer se levantó y se le puso al brinco:

Todavía que le hago el favor a la señora me reclamas. Pero no lo voy a permitir: si no te gustan mis modos bájate o te bajo.

Sixto se puso como gallo de pelea:

¿Tú y cuántos más?

Los pasajeros protestaron y procuré evitar una trifulca:

Sixto: no te pelees. Mejor bájate y acompáñame. Accedió de mala gana. Cuando el microbús se detuvo ante el semáforo el chofer nos mentó la madre con el claxon. Adiviné las intenciones de Sixto: No vayas a perseguirlo, deja que se largue. ¿Qué tal que anda armado y te mete un balazo?

Sixto levantó los hombros:

¿Y eso a quién le importaría?

Le dije que a mí. No supo qué contestarme y lo saqué del atolladero diciéndole que venía de ver a Daniel. No esperaba que me hablara de su vida:

Pobre chaval, pero siquiera tiene quien lo visite. Cuando yo estaba en el hospicio y los domingos veía llegar a los familiares de mis compañeros sentía ganas de morirme. Lo intenté una vez, con raticida. Total, ni me morí y lo pagué bien caro: El Pinto, uno que era celador, amenazó con decírselo a los del patronato para que me expulsaran. Con tal de que no lo hiciera tuve que aceptar convertirme en su puto: el cabrón me hacía de todo. Ahora se lo agradezco: por huir de él, escapé. Al principio extrañaba el hospicio, luego me acostumbré a vivir en las calles, los puentes, los registros de la luz, hasta que vine a dar al mercado. Allí me conoció usted. Me sonrió: Fue buena onda que me dejara vivir en la azotea: era mi paraíso.

Sin querer, le hice un reproche:

Pero te fuiste a Estados Unidos.

Apenas alcancé a oír su respuesta:

Si supiera la de veces que me arrepentí...

Le puse la mano en el hombro para obligarlo a mirarme:

Y ya estás pensando en irte otra vez. ¿Por qué?

Sixto se adelantó y no vi su expresión cuando me contestó:

Me lo he preguntado muchas veces, pero lo supe hasta hoy. ¿Sabe adónde iba cuando nos encontramos en el micro? Al hospicio donde crecí. Hablé por teléfono para preguntar si los jueves aún eran días de visita. ¿Y quién cree que me tomó la llamada? El Pinto. Me reconoció y dijo: "Te estoy esperando". Al oírlo sentí algo muy raro: no sé si gusto o qué. Sixto agitó los puños: Entiéndalo: tengo que irme porque de otro modo... Sin terminar la frase se alejó corriendo. Presiento que jamás volveré a verlo.

 
Compartir la nota:

Puede compartir la nota con otros lectores usando los servicios de del.icio.us, Fresqui y menéame, o puede conocer si existe algún blog que esté haciendo referencia a la misma a través de Technorati.