Usted está aquí: lunes 25 de julio de 2005 Opinión Cuando las culturas se salpican

Hermann Bellinghausen

Cuando las culturas se salpican

Sabás era lo que uno llamaría "un norteño loco". Al menos a él le gustaba pensar y proclamar que lo era. De Tijuana. Francote, bocón, dicharachero, ligador y vaciado. Bien para observarlo, no para juntarse con él y tener que aguantarlo. Y menos en Tokio, donde cada detalle demandaba la atención más interesante. Con la pereza propia de la adolescencia, pasamos a llamarlo de inmediato El Tijuana, y tanto a él como a nosotros nos pareció un apodo genial.

El hotel donde nos hospedábamos los mexicanos, que sumábamos varios, quedaba separado, por el ancho de una calle, de uno de los cientos de baños públicos que formaban (y supongo que aún lo hacen) parte de la vida cotidiana en Japón. Ya desde el cuarto, el hotel ponía a disposición de los huéspedes un kimono blanco de algodón vagamente estampado en azul celeste. Para cruzar al baño existía un pasadizo subterráneo, casi un centro comercial si mal no recuerdo.

Así que uno salía ya en kimono rumbo al baño, uno de los más grandes de la ciudad. Yo era un idiota de 17 años pero no me daba cuenta. A medio pasaje, un grupo de geishas que caminaba en dirección contraria se interpuso en mi camino, riendo. Rostros perfectos de porcelana viva. Decían cosas hilarantes en su lengua y me señalaban. Una se aproximó, desató el lazo del kimono, lo abrió. Y yo en pelotas, pelotitas, bien chiveado y sin entender la gracia. Rieron más todavía. Trágame tierra. Parsimoniosa, la geisha que había entrado en acción cerró correctamente la prenda, que evidentemente traía puesta a lo pendejo. Allí, las formas se respetan.

En fin. Seguí adelante. Sabás venía atrás, corriendo y me rebasó al llegar al sistema de albercas sucesivas, cada una más caliente que la anterior, que componía el baño. De un lado, la sección de varones. Del otro, la de mujeres. Separadas entre sí por una valla casi simbólica, de flores y macetas bonsai.

Desnudos todos, viejos y jóvenes, señoras y señores, a tientas del calor de las aguas. Toma paciencia y tiempo progresar en las termas sucesivas antes de alcanzar la última, ya como para pelar un pollo. El bañista ha de moverse lento, para no escaldarse. Una media hora de preparación en las albercas tibias antes de la última, de la que uno sale en paz y en brazos de la voluptuosa relajación.

Entonces salió Sabás del vestidor (desvestidor, más bien) creyéndose Tarzán y, sin duda estimulado por el departamento de damas a un lado, gritó memorablemente: "¡Ora sí, agárrense, ya llegó Tijuana!", y se tiró a la primera alberca que encontró, que por cortesía del círculo perfecto resultaba ser la última, la más caliente.

El aullido debió oírse hasta Tijuana. Los viejitos suspendidos en el zen de la gentil hipertermia se enfurecieron y literalmente ardidos abandonaron la alberca maldiciendo en japonés al cavernícola.

Los siguientes días Sabás permaneció en su cuarto del hotel, cubierto de crema y lienzos herbales, con fie-bre, maldiciendo en castellano las costumbres bárbaras de "estos chinos de mierda".

 
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