Usted está aquí: miércoles 27 de julio de 2005 Opinión Impunidad

Editorial

Impunidad

El fallo emitido ayer por la magistrada Herlinda Villavicencio, del quinto tribunal unitario del primer circuito, que niega la orden de aprehensión contra Luis Echeverría, Mario Moya Palencia y otros coacusados de genocidio por la masacre de manifestantes perpetrada el 10 de junio de 1971 por el régimen echeverrista, representa un golpe demoledor para un país que durante más de tres décadas ha reclamado justicia para los crímenes cometidos desde el poder presidencial y que ha visto sistemáticamente negada tal exigencia. Es, también, un brusco y doloroso desmentido a las pretensiones de transformación, modernización y cambio de las instituciones de procuración e impartición de justicia, y una prueba de la continuidad en lo fundamental ­la complicidad, el encubrimiento, las componendas entre gobernantes entrantes y salientes­ de un régimen político que habría debido desaparecer, cuando muy tarde, en la transición presidencial de fines de 2000.

Las imputaciones concretas contra quienes abusaron de sus posiciones de poder y ordenaron masacres, homicidios selectivos, persecuciones ilegales, torturas y desapariciones forzadas, en suma, contra quienes desencadenaron la guerra sucia no sólo contra opositores armados, sino contra luchadores políticos, sindicales y agrarios, fueron conducidas por el Poder Judicial a un laberinto de legalismos a fin de cancelar toda posibilidad de esclarecimiento e impartición de justicia.

Pero la responsabilidad por este resultado vergonzoso de impunidad no atañe únicamente a jueces y magistrados, sino también a la parte acusadora, la Fiscalía Especializada en Movimientos Sociales y Políticos del Pasado, a cargo de Ignacio Carrillo Prieto, la cual ha venido operando, desde su fundación, con la máxima ineptitud posible, y acaso con dolo, para presentar causas débiles, mal estructuradas y peor documentadas, con lo que ha facilitado la exculpación de los represores.

Unos ­los juzgadores­ y otros ­los fiscales­, se han encargado de diluir en un rompecabezas de tecnicismos y trámites bizantinos la demanda de esclarecimiento y justicia para los miles de mexicanos asesinados, desaparecidos, torturados y perseguidos desde el poder público, acciones que no sólo enlutaron a las familias y comunidades correspondientes y se tradujeron en una enorme cuota de sufrimiento, sino que envilecieron a las propias instituciones desde las cuales se orquestó y ejecutó la guerra sucia y a los segmentos de la sociedad ­la enorme mayoría de los medios, por ejemplo­ que, ante la barbarie de Estado, optaron por mirar hacia otra parte y colaborar, con su silencio, al exterminio de disidentes.

Pero la exigencia de castigo a los responsables de los crímenes gubernamentales no puede reducirse a una disquisición entre leguleyos ni limitarse a episodios remotos en el tiempo. Esta exigencia está directamente relacionada con la aspiración a instaurar un verdadero estado de derecho en el país, a emprender de una vez por todas el saneamiento y la moralización de las instituciones y a garantizar que hechos similares no vuelvan a ocurrir nunca. El país no podrá aspirar a una convivencia civilizada, pacífica y apegada a las leyes si no se establecen a plenitud la verdad histórica y las responsabilidades por los miles de vidas truncadas y destruidas en el curso de la represión de movimientos sociales. En tanto no se siente un precedente inequívoco en torno a la obligación de los gobernantes de respetar los derechos humanos de los gobernados, la sociedad seguirá expuesta a los excesos del poder.

Hay una continuidad inocultable entre las masacres del 2 de octubre de 1968 y del 10 de junio de 1971 y las atrocidades perpetradas en la década siguiente con las severas violaciones a los derechos humanos cometidas por el régimen de Miguel de la Madrid ­por más que las víctimas de tales violaciones fueran presuntos delincuentes, más que opositores­, con el medio millar de perredistas asesinados durante el salinato y con las masacres de campesinos e indígenas perpetradas durante el zedillismo: Aguas Blancas, Acteal y El Charco, entre otras, cuyos responsables políticos permanecen todavía impunes, y algunos incrustados en las instituciones.

Finalmente, y habida cuenta de que la lucha contra la impunidad de los poderosos ha dejado desde hace años de ser mero asunto interno de los estados y se ha convertido en una reivindicación global, la determinación de la magistrada Villavicencio constituye un revés para las demandas mundiales de juzgar y castigar delitos de lesa humanidad, ocurran donde ocurran, e independientemente de la nacionalidad y el signo ideológico de los responsables.

 
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