Usted está aquí: sábado 30 de julio de 2005 Cultura Crónica sobre avenidas ''radiales'' y ''salteñerías'' en Santa Cruz

LARGO VIAJE A OKINAWA

Crónica sobre avenidas ''radiales'' y ''salteñerías'' en Santa Cruz

''Acá todo se malogra por la corrución; la autonomía no va a servir'', dice un taxista

JAIME AVILES/ VI ENVIADO

Santa Cruz de La Sierra, Bolivia. ¿Otra vez? ¿Acaba de producirse por desventura un nuevo golpe militar, hoy aquí, a finales de julio de 2005? En las calles hay soldados por todas partes: formados en las sombras de un parque al pie del Palacio de Justicia; en la esquina de Primer Anillo y carretera norte, pero también de posta, junto a los andadores de la zona peatonal donde se agrupan los restaurantes de comida internacional, dos mexicanos -Chipotle y Guadalajara- entre ellos, y desde luego en torno del Cinecenter.

No pasa nada, me dice el taxista. Son cadetes de la Policía Militar y van desarmados; el ayuntamiento los saca a patrullar de noche para inhibir a los delincuentes. Me parece extraño. Estos días he leído de cabo a rabo el diario local más importante, El Deber, y no me han llamado particularmente la atención las páginas de nota roja. He caminado por las avenidas ''radiales" que atraviesan los cuatro anillos -en verdad, el mapa de Santa Cruz es lo más parecido a una rueda de bicicleta- y en ningún momento sentí peligro o inseguridad.

En cambio, tomé nota de una característica local muy inquietante: hay manzanas copadas por negociantes o profesionistas de una sola especialidad. He recorrido cuadras en las que sólo había, puerta a puerta, tiendas de alcohol; pero más adelante las ventanas de las casitas de una sola planta ofrecían, una a una, los servicios de los más competentes abogados. En otro sector había, en este caso no contiguamente, pero sí cada tres o cuatro puertas, anuncios de neón o de madera que ostentaban la palabra ''enfermería".

No resistí la curiosidad. Entré en una, no más ancha ni profunda que un garage para un solo coche, y me atendió una muchacha de rasgos indígenas, vestida de blanco y tocada con una cofia. Su catálogo era breve. ''Damos inyecciones, remediamos heridas leves o acompañamos enfermos", me dijo. Ah, pensé, la mente en blanco, y salí desconcertado.

¿A qué histórica o burocrática razón se deben estos agrupamientos diríase gremiales, de tufo medieval? Santa Cruz, al menos para mí, atesora enigmas fascinantes que en esta breve estancia por supuesto no lograré despejar. ¿Por qué, a donde quiera que uno vaya, ve pequeños establecimientos, invariablemente estrechos y cerrados, en cuya rústica marquesina exhiben la palabra ''salteñería"? La voz, ya me lo explicarán, significa ''fabricación y venta de empanadas salteñas", o sea, cocinadas con la receta original de la ciudad argentina de Salta, a 24 horas en autobús desde aquí, rumbo al sur, más allá de Tarija y del puesto fronterizo de La Quiaca.

Bueno, pero ¿por qué siempre o casi siempre las salteñerías están cerradas? No encuentro una respuesta convincente. Unos dicen que mucha gente emigró, expulsada por el hambre; otros arguyen que los ''salteñeros", si cabe llamarlos así, no son muy constantes. Y algunos más me recuerdan que en esta ciudad los restaurantes más caros pero también los más económicos cierran sus puertas a las dos y media de la tarde y no las reabren sino hasta después de las seis, caiga de hambre quien caiga.

La primera vez que eso me sucedió fue dentro de un taxi. Salí del hotel pensando en un plato de arroz al vapor y verduras y carne en trocitos y salsa de soya y palitos chinos. Pese a que el chofer me lo advirtió, le dije que buscáramos una ''chaifa" hasta debajo de las piedras, al fin que el transporte en estas carcachas Toyota es, como todo aquí, baratísimo. Después de dar vueltas por la ciudad de los anillos durante casi una hora me dejó en un sitio espantoso: La Casa del Camba, un restaurante dizque ''típico", dedicado a la preparación de los guisos favoritos de los ''blancos" cruceños y donde los meseros, lógicamente, están vestidos, o más bien disfrazados, como indios folclóricos. Hacen un buen piscosagüer, pero los platillos, basados en una mezcla de carne de pato o de res, plátano, arroz caldoso y huevo, llegaron tibios.

Al medio día siguiente, cuando la incompatibilidad entre los horarios locales y mi estómago me colocó una vez más al margen de la gastronomía cruceña, se me ocurrió una alternativa. Le pedí al taxista que me llevara al hotel Los Tajibos porque, me acordé en ese instante, la revista del avión insistía en que su restaurante daba servicio las 24 horas. El traslado me costó 15 bolivianos, porque había que ir más allá del Tercer Anillo -aclaro que después del cuarto, los anillos subsiguientes todavía no están pavimentados-, y penetré en un conjunto de grandes bloques geométricos, repujado con alardes de maderas preciosas y espejismos de cristal, antes de salir a la orilla de un maravilloso jardín donde todo giraba en torno del silencioso resplandor azul de la alberca.

No había casi nadie en el restaurante. Los meseros desmantelaban las frutas y los coloridos sarapes y sombreros de lo que había sido el corazón del bufete, y en la mesa más cercana a la mía, observándome de reojo porque mi ropa debió parecerles tan inapropiada como el libro que estaba leyendo -Justicia de un hombre solo, de Akira Yoshimura, traducido por César Aira-, había dos parejas de tipología inconfundible: los hombres panzoncitos y satisfechos dentro de sus zapatillas blancas de lona; una señora madura, de pantalones claros y camisa estampada y vaporosa, y una ex muchacha, aferrada a su atuendo juvenil, de piernas muy altas, enfundada en unos pantalones de pana del mismo color de su largo cabello lacio y castaño, asistida por una esclava indígena que no hablaba español sino portugués, y derretida en la contemplación de sus minúsculos gemelitos que dormitaban en sus respectivas carriolas.

Eran ganaderos del suroeste de Brasil, empresarios acaudalados que habían venido a tomar unas vacaciones de superlujo en Santa Cruz, a un costo que para ellos no debió ser tan bajo como para mis dólares. Estoy suponiendo simplemente porque pedí un piscosagüer, una ensalada de palmitos con lechuga, tiras de pollo y cuatro huevos estrellados de codorniz, y luego un café exprés y me salió el chiste en 40 pesos mexicanos. Y después pregunté en la recepción y me dijeron que el cuarto, doble o sencillo pero de cinco estrellas si no es que más, costaba 70 dólares la noche.

Pero eso fue uno de estos días en la tarde. Ahora es de noche, he visto los despliegues de la Policía Militar y estoy (para variar, ¿verdad?) dentro de un taxi, al final de una lenta fila de coches y camionetas 4x4 que buscan un lugar para estacionarse alrededor del Cinecenter. He venido platicándole al chofer lo que me dijo el senador Chacho Justiniano y escuchando sus muy sensatas opiniones. Es viejo, habla con sabiduría popular y no cree en nada.

-El Chacho dice que no habrá guerra civil porque ya viene la autonomía.

-La autonomía no sirve -resopla una especie de risa ahogada; mueve la cabeza y cuando habla, en la oscuridad de la cabina veo los dientes que le faltan-, acá el cabildo de Santa Cruz hace muchos años es autónomo y qué pasa.

-¿Cómo que autónomo?

Recuerdo una graciosa polémica. Por mandato de la Constitución vigente, los prefectos (gobernadores) de los departamentos (estados) no pueden ser elegidos por el voto ciudadano; los tiene que designar el presidente. Sin embargo, como parte de las reformas que impidieron el estallido de la guerra civil en junio, el nuevo gobierno aprobó un truco jurídico. En los comicios del próximo 4 de diciembre los ciudadanos podrán ''seleccionar" a los prefectos mediante el voto secreto, universal y directo, y los que salgan triunfadores de las urnas serán ''designados" (un mero formalismo) por el Ejecutivo y tan tan. Pero aquí en Santa Cruz, me dice el taxista, hay un antecedente.

-Aquí al alcalde lo votamos nosotros. Y el cabildo (ayuntamiento) tiene autonomía para invertir la plata como quiera; nadie le dicta eso, pero igual eso no sirve ni va a servir la autonomía cuando se la den a todos los departamentos. ¿Sabe usted por qué? ¿Sabe usted por qué?

-Usted dígame por qué.

-Por la corrución... Acá todo se malogra por la corrución...

Cuadras más adelante le digo:

-¿Usted me podría llevar mañana a Okinawa?

Cuando le pago y me bajo, me entrega un papel.

-Mi número. Me llama temprano. Pregunta por Adolfo...

En el Cinecenter, como en todos los cines del planeta, sólo dan cuatro películas que se repiten en las 18 salas del complejo más moderno de la ciudad: Madagascar, Señor y señora Smith, Los 4 fantásticos y Batman inicia. Jamás, hasta donde recuerdo, la dictadura de Holly-wood había hecho sentir su poderío con tanta violencia. Pronto, en todas las salas del mundo, darán una sola película. Ese día la humanidad habrá muerto. Mañana, por suerte, viajaré a Okinawa.

 
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