Usted está aquí: sábado 30 de julio de 2005 Opinión Chile, el golpe de Estado y la doctrina Estrada

Gonzalo Martínez Corbalá

Chile, el golpe de Estado y la doctrina Estrada

En Chile, en los días anteriores a aquel marzo, cuando debían celebrarse elecciones complementarias para el Congreso, las diferentes fuerzas políticas planteaban sus puntos de vista, y actuaban en consecuencia con ellos: los opositores al gobierno no querían que hubieran elecciones, porque lo que estaban haciendo era todo encaminado a que ya se resolviera, de una vez por todas, el ejército, y dar el golpe de Estado. Las presiones en este sentido eran muy fuertes y desde luego que no eran compatibles para nada con la idea de celebrar elecciones de carácter democrático de ninguna índole.

Los menos radicales luchaban por llegar al punto en el que se celebraran las elecciones, confiados en que habrían de ganar más de un tercio de la votación por la cual habrían de desterrar el fantasma de la acusación constitucional que les sería permitido a la oposición llevar a cabo si no llegaban a este nivel de votación. Se hablaba de la posibilidad de que pudiera darse un "golpe blanco", sin necesidad incluso de que interviniera el ejército más que para consolidar la toma de poder.

En suma, lo que seguía en el ambiente era la violencia revolucionaria frente al ejercicio de la fuerza de las armas por los militares, y por sus adeptos, con toda la simpatía de la embajada estadunidense, que se mantenía en estrecho contacto con Henry Kissinger, quien describió con todo detalle en sus memorias las medidas que se habían tomado con el embajador Nathaniel Davis y desde antes con su antecesor Korry.

En 1979 Henry Kissinger publicó sus memorias y en el capítulo XVII, bajo el título "Un otoño en crisis: Chile", definió las funciones de los integrantes del Comité 40, en el que participaban "el procurador general, los secretarios comisionados y de Defensa, el director de la Central de Inteligencia, el presidente del Estado Mayor Conjunto, y el delegado del presidente para asuntos de Seguridad Nacional" (Henry Kissinger. Mis memorias. Madrid: Atlántida, 1979. pp. 458-459). Este último cargo lo ocupaba en ese momento el propio Kissinger, como secretario de Estado.

En las elecciones de octubre de 1970, en las que triunfó Salvador Allende, si bien por un margen muy pequeño y por mayoría relativa, en una estricta actitud de respeto al marco constitucional chileno, el presidente Eduardo Frei Montalva, de la Democracia Cristiana, entregó el poder a Salvador Allende el 4 de septiembre de 1970, en un acto republicano y apegado a la legalidad que estaría vigente hasta 1973.

Efectivamente, a pesar de todos los pesares, el 4 de marzo de 1973 no solamente triunfó la Unidad Popular en las elecciones superando el tercio de la votación con el que hubiera sido posible asestar el ''golpe blanco" que constituiría la "acusación constitucional", y el problema de aquí en adelante consistía, según la perspectiva de los más moderados, en "consolidar para avanzar", y seguramente esperar, a partir de entonces, que agotadas ya todas las instancias para derrocar a Salvador Allende, se pusieran en juego fuerzas de otra naturaleza para dar el golpe final: el general Augusto Pinochet empezó a tomar posiciones que después, ya a posteriori, se vio con toda claridad que estaban precisamente pensadas para poder dar un golpe de Estado.

A la representación mexicana en Santiago de Chile no le quedaba otra alternativa. La doctrina Estrada era necesariamente aplicable para normar la conducta del embajador: México no califica gobiernos; lisa y llanamente mantiene las relaciones diplomáticas con otro gobierno o no las mantiene. Nosotros teníamos con el gobierno democráticamente electo de Salvador Allende las más sólidas relaciones diplomáticas inspiradas en las mejores tradiciones del servicio exterior mexicano, que hasta entonces se había respetado escrupulosamente. El recuerdo de Luis Padilla Nervo, en la cancillería y en Naciones Unidas; el de Alfonso García Robles, premio Nobel de la Paz; el de don Rafael de la Colina y de don Manuel Tello. Todos ellos habían dejado una limpia y brillante historia que había prestigiado y dado respetabilidad en todo el mundo a la diplomacia mexicana.

Por otra parte, estaba muy claro, no solamente para el gobierno mexicano, sino en toda la comunidad internacional, que el gobierno de Salvador Allende había sido democráticamente electo y legítimamente instaurado en el poder en una elección sancionada por el Congreso chileno que no dejaba lugar a dudas, por lo que a nosotros nos correspondía apoyar en la medida de nuestras posibilidades al gobierno del presidente Salvador Allende, y así se hizo, sin lugar a dudas ni titubeos, desde el principio hasta sus últimas dramáticas horas, que terminan con los mil días del gobierno de Allende con un brutal golpe de Estado, y encontrándose con la muerte en uno de los salones del Palacio de la Moneda, antes que rendirse a los golpistas.

La ruptura de las relaciones diplomáticas vino después, cuando ya se había instaurado la dictadura militar de Augusto Pinochet, amparándose también el gobierno mexicano en la propia doctrina Estrada; la dictadura había de durar 17 años, y las relaciones se habrían de restablecer después de 20 años con el presidente Patricio Aylwin, quien se hizo cargo de los cuatro años de gobierno de la transición democrática que se ha recuperado ya, brillantemente para este fraterno país, tan querido para nosotros los mexicanos.

 
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