La Jornada Semanal,   domingo 31 de julio  de 2005        núm. 543
 

Miguel Ángel Muñoz

Vicente Gandía: una experiencia de los límites

La mirada queda detenida en volcanes, ventanas, patios, jardines, aparentemente en movimiento, hasta los objetos que componen la atmósfera de un espacio íntimo. Destellos en un muro, entre floreros o frutas que multiplican formas, otra vez, de espacios; allí, la claridad es excesiva, pero también el resplandor de diversos colores deslumbra, en un recorrido desde el límite de la somnolencia hasta la temperatura de la ternura. Estos esplendores luminosos son característicos de la pintura de Vicente Gandía (Valencia, España, 1935), por ejemplo en la serenidad poética de Silla en el jardín (1988) o en la lectura seductora de El oscuro esplendor (1994), que ha conseguido trabajar sobre la tela como un eco de libertad, un ámbito en el que más que pensar, descubre. En esos cuadros es manifiesto el interés por la transparencia, una singular pasión del gesto que no lleva al expresionismo como recurso manierista, sino a la producción de lo inédito: un riesgo creativo incuestionable en el que el arte moderno enfrenta un campo sin cartografía previa.

En este sentido, Vicente Gandía ha realizado un viaje inspirado en una pintura figurativa-naturalista durante cinco décadas, desde los primeros dibujos realistas de interiores —que datan de principios de la década de los cincuenta, años después de su llegada a México—, hasta su primera exposición "profesional" en nuestro país —en el Instituto de Cultura Hispánica de Guadalajara, en 1954—, o sus grandes muestras posteriores: Columbia Museum of Art (Columbia, Estados Unidos, 1968), Chastenet European Center (Londres, Inglaterra, 1976), Museo del Palacio de Bellas Artes (México, 1988), Museo Español de Arte Contemporáneo (Madrid, España, 1993). En su obra ha dibujado, pintado, grabado y esculpido todo: desde paisajes, casas de vecinos, invernaderos y casas de cristal, hasta laberintos, floreros, frutas y la propia imagen de las casas en que ha vivido a lo largo de los años. Hay, sin embargo, un elemento que pocos han descubierto en su obra, una preocupación por lo arquitectónico que aparece en forma de pilares, puertas, ventanas, habitaciones y paisajes. En su mundo, los ojos y los orificios se han vuelto espejos, mientras que el dibujo de las figuras humanas se ha colocado detrás de un paisaje o alrededor de una terraza. Esta vinculación de la obra del artista con la arquitectura tiene una larga tradición en la crítica y en la historiografía del arte que no abordaré aquí.

En 1968 y 1973 Vicente Gandía expuso, como resultado de su búsqueda estética, una serie de bodegones y espacios interiores —trabajos que en algunos casos se remontaban a mediados de los años sesenta—, primero en el Columbia Museum of Art y después en la galería de la Casa del Lago de Ciudad de México. Son figuras que abarcan en su totalidad el espacio del cuadro. En algunas de estas formas se retoma, se transforma, la temática de ciertos paisajes anteriores, donde la relación figura-color es importante. Cuadros como Las suecas, Bodegón rosa y Dos botellas mostraban la fascinación de Gandía por entender el color y el juego plástico de los objetos. La paleta de estos cuadros parece muy inspirada por Paul Cézanne.

De esa etapa es Casas, un cuadro cercano a la abstracción en su composición y la ubicación de las zonas de colores neutros. Es notoria la preocupación desde ese momento por el rescate de los elementos visuales de un paisaje. Figura y composición han dejado de ser una obvia manera de dividir el cuadro. Gandía divide los planos en arriba y abajo para fragmentar el cuadro y darle una atmósfera más íntima. Esta será una de las constantes en el resto de su producción pictórica, anticipándose en cierto modo a la combinación de la figura humana y una propuesta muy personal —el resto de sus contemporáneos todavía intentaba apartarse de los caminos artísticos de los muralistas.

Los elementos del lenguaje pictórico procedían de su época tradicionalista, fundada en una escuela clásica de pintura. En este sentido, no hubo ruptura sino una evolución normal, aunque ésta se adentraba en la conquista de las imágenes. Por ese camino estaba a un paso de la imagen definitiva de su propia realidad, un paso tan breve como difícil.

El rumbo abierto en 1968 se fundamentaba en contenidos que determinaban su propia realidad, llena de imágenes iconográficas simples pero que invadían su mundo. Gandía aportó a su pintura una dicción dinámica, valiéndose de fragmentos y yuxtaposiciones del universo que lo rodeaba. En 1974 Gandía había declarado su propósito de mostrar "la vida, su vida tal como es, con objetiva sinceridad artística". Inició entonces una fase de identificación entre objetividad y objetualidad. Recogía esa característica propia de las imágenes que compartían una realidad concreta. En un contexto de grandes cambios, Gandía plasma signos cuyos reflejos del mundo natural quedan actualizados, codificados. Se había situado en el camino de su propio perfeccionamiento.

A finales de los años setenta, los grandes planos de pintura se van depurando. Descubrimos un cúmulo de gestos, la superposición y organización de los materiales, el anhelo de lo inanimado por cobrar vida, pero no vemos la mano misma. La imagen es un inmenso poema visual; en esa superficie están las imágenes que ha recogido de la realidad: en cierta forma, cada pintura nace de su propio universo. No hay otro punto que el mismo cuadro, el espectador tiene que adentrarse en su interior, sufrir el desafío de la escala, continuar los gestos. La mirada salta permanentemente en Interior con Philodendro, Puerta negra, La señora en su jardín o Interior con alfombra egipcia, obras que reflejan pinceladas de escala mínima que producen lo horizontal desde el gesto, aparentemente simple, y el trazo enérgico que arrastra, como su sombra, otras líneas, o bien experimenta un juego de composiciones, como el descubrimiento de un todo.

El pintor norteamericano Barnet Newman señala en su ensayo "Actualidad de lo sublime", que el impulso del arte moderno fue su deseo de destruir la belleza, pero eso se tradujo en una exaltación de la hoja de papel en blanco o en una retórica geométrica completamente vacía; en su opinión, sólo el arte americano, desprovisto del lastre cultural de Europa, pudo asumir que el arte no tiene nada que ver con el problema de la belleza y con la cuestión de dónde encontrarla. A Newman le interesaba defender la pintura como voz viva que permite hablar sin trabas; la necesidad de librarse de los cargos de la memoria, asociación, nostalgia o mito. Acto contradictorio y definitivo.

No muy lejos de la postura de Newman, Vicente Gandía tiene como meta manifiesta retener la memoria, en beneficio de un placer del acontecimiento que aparta la angustia del vacío. Surgen entonces crecientes alusiones al aspecto vital de la obra. Contradice y confirma a Cézanne y a Matisse por un lado, y por otro, niega y retoma las conclusiones de Newman. Las declaraciones de artista, más difundidas a partir de los años ochenta, supusieron una importante contribución a ello. Pero precisamente las características más llamativas de esa época creativa de Gandía —reducción formal, carga emocional—, indican que congelar la memoria, la realidad, es algo secundario. En lugar de una evolución de ese tipo, que de todos modos el arte de nuestro siglo ha convertido en obsoleta, hallamos variación y repetición. Recurso a otros materiales, en parte opuestos, así como continuidad obsesiva en ciertos momentos de los temas y motivos.

Por ejemplo, su serie de veinticuatro cuadros titulados Lecturas sobre un lugar común, tiene una importancia que trasciende con creces lo formal. Durante décadas el artista ha tomado y retomado una y otra vez numerosos motivos y temas. La repetición se convierte aquí en el equivalente de prioridad emocional. Este principio se manifiesta también en la insistente composición del cuadro. El dibujo, un medio que se adapta esencialmente al método de trabajo autorreflexivo del artista, revela con especial claridad la característica de la repetición: en las obsesivas excrecencias formales y en el paralelismo de líneas esgrafiadas. La intensidad poética y emocional que empapa las pinturas de esa época de Gandía indican que éstas, en cuanto objetos, no remiten hacia el exterior, sino básicamente a sí mismas; atestiguan su propia existencia.

Esta satisfacción por lo sublime es definida por Burke como deleite, algo que acaso se pueda experimentar en la levedad. Frente a la transformación de la pesadez en "realidad", es oportuno reclamar una mirada y un acontecimiento que hagan menos compacto el mundo, estados de ánimo en los que la luz y la tiniebla no se opongan entre sí; quizá, como decía Matisse, es una dicha que tiene la tristeza como horizonte. Italo Calvino comienza su conferencia sobre la levedad con la imagen de Perseo, que para cortar la cabeza de Medusa debe apoyarse en lo más leve que existe, los vientos y las nubes, y utiliza el espejo para capturar la belleza horrenda. Gandía toma a ese héroe mítico para definir su idea de la pintura. La naturaleza y los lugares comunes son la vida de su visión. Bien dice el poeta Eliseo Diego al referirse a la pintura de Gandía: "Un lienzo de Gandía no es sólo un deleite para los sentidos. También es una puerta o una ventana que se abre a un fragmento del universo […] El mar está siempre cerca, en plenitud de su silencio, cuando la calma y la paz unen con aquellos que lo aman en su tremenda, sobrecogedora belleza."

Desde finales de los sesenta se percibieron signos de interés duradero por la obra de Vicente Gandía. En el lapso de dos décadas pasó a ocupar el centro de la escena artística no sólo en México, sino también en España y Estados Unidos: en 1987 en la Kimberley Gallery de Washington; en 1988 en el Museo del Palacio de Bellas Artes de México; en 1990 en la Capella de l’Antic Hospital de Barcelona, y en 1993 en el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid. La demanda de sus obras y el deseo de las instituciones por organizar exposiciones individuales aumentaron súbitamente. Entre finales de los ochenta y principios de los noventa, Gandía era ya reconocido en el panorama artístico nacional e internacional.

Después de este gran torbellino, Gandía decide explorar otros campos de la pintura. En 1996 abandona por un tiempo la figuración e inicia una nueva experiencia estética en la abstracción y el collage que no consiste en un cambio de lenguaje, sino en una transformación radical e inédita de los principios y fundamentos de su pintura. Este cambio —nunca tardío—, se hallaba determinado por las posibilidades y expectativas de un desarrollo de la situación histórica de la pintura. Nunca ha ocultado Gandía su pasión por artistas abstractos como Eduardo Chillida, Esteban Vicente, Antoni Tàpies, Albert Ràfols-Casamada, Franz Kline o Joan Miró; para llevar a cabo esa transformación emprende una renuncia, no sólo de los supuestos de su pintura realista, sino de todo lo acontecido a lo largo de su itinerario artístico. La breve abstracción que desarrolla durante tres años es el resultado de una ordenación rigurosa de la forma con una acentuada contención y delimitación del color —tratado de planos y con tonos sutilmente elaborados. Colores que nunca había utilizado aparecen en estas obras. Las primeras obras de esta nueva experiencia, realizadas entre 1994 y 1997, son un claro ejercicio de autodisciplina, de ensayo de contención y control frente a la espontaneidad de una expresión libre; son un retorno a un orden que nunca llegó a manifestarse en su pintura de forma tan explícita pero que yacía en su subconsciente, registrado en los cuadernos del aprendizaje. Pero aunque se trata de una pintura dominada por un orden compositivo abstracto-geométrico, Gandía introduce un toque emocional en la materia, ligero y casi imperceptible, que sienta las bases de lo que será un retorno a la pintura figurativa.

La contención de la forma y el orden geométrico de la estructura del cuadro en este breve período aparecen, en relación con el conjunto de su pintura, como una amnesia transitoria surgida entre sus obras realistas y la experiencia iniciada por Gandía a continuación. Sin embargo, fue un ensayo, un espacio para la reflexión, una terapia para liberarse de todos los hábitos y prácticas precedentes.

La experiencia artística de Vicente Gandía es una experiencia de los límites, y en cierta manera un intento de interrelación o de transgresión de los mismos. Un estilo que se basa en la simplicidad de los objetos, en la eliminación de los excedentes retóricos de la pintura; en su obra destaca la modulación de los espacios y la orquestación de lo no dicho, de lo descubierto a través del arte. Gandía ha domesticado el pincel y la naturaleza de sus cuadros, el espacio del universo.