Usted está aquí: domingo 7 de agosto de 2005 Opinión El oficio de político

Néstor de Buen

El oficio de político

Una de las manifestaciones de inconformidad más frecuentes en estos tiempos de agitación política la provoca la falta de oficio de muchos políticos. Declaraciones y rectificaciones propias o por conducto de voceros marcan el esquema de un mundo en el que gobernadores, diputados, senadores, funcionarios judiciales de alto rango y ocupantes de Los Pinos demuestran, sin género de duda, la falta de oficio.

No son ajenos a ese problema los candidatos multiplicados (¿no añoran ustedes los tiempos del dedazo?) para la Presidencia de la República, cuyas apariciones cada vez más frecuentes en la televisión generan desconfianza ante la notable falta de sinceridad y de espontaneidad de sus comparecencias.

Es obvio que estos tiempos los determinan, en gran medida, los medios. La televisión, sobre todo, ya que ahorra el esfuerzo de leer, actividad a la que no somos adictos los mexicanos. La prensa, en un nivel menor. Sin olvidar a los comentaristas de radio que, como José Gutiérrez Vivó, Guillermo Ochoa y algunos otros, han logrado en esta ciudad de tránsito insoportable el contacto permanente con la gente; muchas horas se pasa en los vehículos y la radio se convierte en el medio que llega de la manera más oportuna.

En esa medida, los políticos están pasando examen todos los días. Se acusa a los legisladores de no trabajar; a los gobernadores (o por lo menos a alguno de ellos) de violar la libertad de expresión con apoyo visible de sindicatos corporativos; a muchos de provocar desvíos, más o menos notables, de los recursos que se ponen en sus manos; a otros de haber caído sus estados y ciudades en manos de la delincuencia. Curiosamente, los secretarios de Estado, de poco hablar en general, tal vez por prudencia, tal vez porque no han hecho nada que valga la pena comentar, son menos visibles, salvo cuando se lanzan a apoyar una reforma legal generadora de críticas que tocan, naturalmente, a quienes la respaldan.

Aunque ha sido noticia de estos días el enorme déficit que sufre el país en recursos para la enseñanza y la investigación, lo que habría que hacer es abrir una carrera que no sería de ciencias políticas sino algo con más sentido práctico, una especie de academia de políticos encargada de darles clases y organizarles tareas de investigación, cuyos certificados serían indispensables para optar por los puestos.

Así como el Instituto Federal Electoral se preocupa por los votos, la academia, constituida a partir de alguna regla constitucional, que al fin y al cabo la Constitución sirve para todo, se preocuparía por la educación de los candidatos; sin necesariamente convertir a todos los profesores y administrativos de la academia en empleados de confianza, como en el IFE.

Habría grados, por supuesto, de manera que no se podría llegar al puesto supremo sin haber aprobado previamente las carreras de juez o magistrado, oficial mayor, subsecretario, gobernador o secretario, o en otras ramas menos administrativas, de diputado o senador. Todos tendrían que pasar por cursos de economía, derecho público, moneda, seguridad pública, nociones de inglés, por lo menos; trato con la prensa, entrevistas, discursos breves y largos, etcétera. De esa manera se iría preparando una currícula que daría a los candidatos algo más que la simple capacidad de agarrar tierrita con la mano, o apapachar a subordinados, o dirigir con aires imperiales el dedo índice hacia los posibles votantes, o hablar de sus notables éxitos no certificados en su desempeño anterior.

No se podrían sustituir los grados y títulos con cuantiosos recursos económicos. El gasto sobrenatural da la impresión de que se pone en juego una enorme mordida que beneficia a unos cuantos y gracias a la cual los candidatos llegan al sagrado pueblo, con mayor frecuencia y eficacia. Habría que pensar, tal vez, que la única posibilidad de trascender, y sólo a la prensa, sería con motivo de sus bonitos actos frente al sagrado pueblo. De preferencia, improvisando y no leyendo sus mensajes. Una absoluta prohibición del acarreo tendría que acompañar a estos cambios ya indispensables.

Ponerlos a estudiar e investigar. Que aprendan las buenas costumbres y las mañas. Que sepan obedecer para después mandar, con un mando que, en el fondo, debe ser obediencia frente a las necesidades reales del país.

Serían muy divertidas las ceremonias finales de la carrera de político. El examen final sería el proceso electoral. Pero las campañas tendrían que acompañarse de una adecuada publicidad de los resultados reales de los políticos candidatos. Nada de repetir 1988.

 
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