Usted está aquí: domingo 7 de agosto de 2005 Opinión MAR DE HISTORIAS

MAR DE HISTORIAS

Cristina Pacheco

Días de suerte

Al comedor llega un nuevo turno de trabajadoras. Uniformes, cofias y tapabocas les borran las facciones. Con movimientos regulares se dirigen al mostrador donde recibirán idénticas porciones de comida. Un menú para cada día, pero el mismo durante las cincuenta y dos semanas del año. El primer lunes de enero saben lo que comerán el último lunes de diciembre: ésa es la única seguridad de que disfrutan en la empacadora de Vegetales y Derivados.

Equidistantes, las ocho mesas distribuidas en el comedor tienen las mismas dimensiones y capacidades para diez trabajadoras cada una. En sus treinta minutos de convivencia las mujeres abordan siempre los mismos temas.

Después de once años de trabajar en la fábrica y asistir al comedor de una a una y media de la tarde, Arcelia conoce de antemano los temas de conversación entre sus compañeras: el lunes hablando de problemas familiares, el martes de inseguridad y carestía, el miércoles del temor al desempleo, el jueves del clima, el viernes de lo rápido que pasa el tiempo.

Arcelia rara vez participa en las charlas. Sus compañeras están habituadas a su retraimiento, pero hoy insisten en que les diga por qué llegó tarde al trabajo:

-Me robaron el monedero. Me di cuenta al llegar a la fábrica, cuando iba a ponerme el gafete. Perderlo es lo único que me duele. El dinero no me importa: sólo traía quince pesos.

Elizabet abandona la crema de champiñones:

-Hace como siete años, cuando empezaba a trabajar aquí, me sucedió igualito y en el andén me solté llorando. Una señora me preguntó qué me sucedía, se lo dije y me recomendó que buscara en los basureros: a los ladrones sólo les importa la lana. Lo demás lo botan en cualquier parte.

-¿Y le hiciste caso a la señora? -pregunta asombrada Deyanira mientras se limpia la boca con una servilleta.

-Sí, y por eso, gracias a Dios, encontré mi gafete-. Se vuelve hacia Arcelia: -Te hubieras regresado a buscar.

-No se me ocurrió. Sólo pensaba en llegar a la fábrica y ver si me permitían la entrada sin identificación-. Su gesto se vuelve rencoroso: -Con todo y que el poli me ha visto mil veces, me obligó a quedarme en la caseta mientras llegaba Suárez para identificarme. El maldito viejo me hizo llenar un formulario y me dio un gafete provisional, pero dijo que en la próxima quincena me van a descontar los 80 pesos que cuesta el definitivo. Ya sé que no es mucho, pero me cayó bien pesada la forma en que me lo dijo.

-¡Ya, olvídalo! -le aconseja Alondra-. Mejor piensa que hoy fue tu día de suerte, porque el ladrón pudo haberte golpeado. A mi prima Débora, un infeliz le quitó su bolsa, y cuando vio que no traía dinero, de coraje se le fue encima a golpes: por poquito la mata.

Deyanira interviene contrariada:

-¡Ay Alondra, ya no sigas diciéndole cosas! ¿No ves cómo está de asustada?-. Hace a un lado el pocillo de aluminio en que se derrite una porción de helado de vainilla: -¿Quién lo quiere? Arcelia, ¿a ti no se te antoja?

-No, ni siquiera el mío.

-Pues entonces lo dejo porque estoy a dieta-. Deyanira se oprime el vientre: -Me sobran ocho kilos.

-¿Otra vez con lo mismo? -pregunta Sofía, mientras clava su cucharita en el helado que su compañera rechazó.

-Pues cómo no, si anda estrenando romance -Alondra observa a Deyanira con expresión maliciosa: -No lo niegues, güey: el otro día te vi con un chavito en Perinorte.

-¿Cuál chavito? Iba con Memo, nomás que se quitó la barba y parece de 15 años. Ya le dije que se la vuelva a dejar, porque así tiene cara de nalga.

Todas celebran la broma y Arcelia recobra el optimismo:

-Cuando salga de aquí voy a buscar en los botes de basura. A lo mejor encuentro mi gafete.

Elizabeth la anima:

-Pues ve, total: ¿qué pierdes? Si lo hallas no tendrás que pagar los 80 pesos.

-¡Ya! Tanto escándalo por un gafete -protesta Sofía.

Desde la puerta se escucha el grito de Raquel:

-Arcelia: tienes llamada en recepción-. Ve que Arcelia no reacciona: -¿No oyes que te hablan por teléfono?

-¿Segura que es para mí?

-Que yo sepa no hay ninguna otra Arcelia Morales.

-¿Quién me llama?

Raquel hace un gesto de indiferencia y desaparece. Arcelia se levanta y se encamina a la puerta. Antes de abandonar el comedor escucha a Deyanira: "Con razón no quiso el helado: trae galán", y protesta por la intromisión de su compañera:

-Ya, tú, ¡déjame en paz!-. Llega al escritorio de la recepcionista y se disculpa de antemano: -Lucy, no te apures: no me voy a tardar.

-Por mí, tárdate lo que quieras. El problema es si llega Suárez y te encuentra hablando... - Baja la voz: -El viejo anda como perro. Si quieres, mejor te paso la llamada al módulo de Muestras, para que no te vea.

Arcelia sonríe agradecida y entra en un cubículo tapizado con imágenes y envases que relatan la evolución de Vegetales y Derivados. Toma la bocina:

-Bueno: ¿quién habla?

Espera unos segundos antes de oír una voz masculina:

-¿Eres Arcelia Morales?

-Sí, a sus órdenes. ¿Con quién tengo el gusto?

En vez de responderle, el hombre la interroga con más énfasis:

-¿Conoces a Marcial Peña?-. No espera la respuesta: -¿Lo conoces?

Arcelia padece el mismo aturdimiento que la afecta cuando en la fábrica hacen simulacros de evacuación y tiene que bajar por las escaleras de emergencia voladas sobre el vacío.

-No, ni sé quién es.

Oye la risa breve del hombre y enseguida otra pregunta:

-¿De quién te estoy hablando?

Arcelia se lleva la mano al pecho, como para exprimírselo y hacer que le brote la voz:

-No sé, creo que de un señor, pero no lo conozco-. Una risa tosca, brutal, resuena en su oído: -¿Dije algo...?

-¡Nada! Pero me lo vas a decir. Y te aconsejo que esta vez me oigas con mu-cha atención.

-Pero si lo estaba oyendo... -asegura Arcelia.

-¿Ah, sí? Entonces dime por quién te estaba preguntando.

-Ya se me olvidó el nombre.

-¿Ves que eres una mentirosa? Dijiste que me habías oído con atención y ahora me sales conque no sabes por quién te pregunté-. Suspira: -Te lo voy a repetir: Marcial Peña. El tipo me debe una feria. Si él no quiere pagarme, tú tendrás que hacerlo.

-¿Y yo por qué? -grita Arcelia temblando-. No conozco a ese hombre, no sé nada de él y voy a colgar.

-Andale, cuelga, pero nomás te digo una cosa: sé quién eres, dónde trabajas, dónde vives.

-¡Mi gafete! -murmura Arcelia.

-Que conste que no te lo robé, nada más lo encontré. Vi al pendejo que lo tiró en el basurero, a la salida del Metro, y fui a recogerlo. Cómo ves: este es mi día de suerte. Quiero los 5 mil pesos mañana.

-Pero, ¿de dónde, cómo...?

-¿De dónde? No sé. ¿Cómo? Pues en la estación Pantitlán, mañana a las siete. Allí te bajas siempre, ¿no? Llegas, me entregas el dinero y te devuelvo tu gafete. Por cierto, chamaca, permíteme darte un consejo: cuando termines de trabajar, guárdalo con tu uniforme. Ya no lo saques, porque en estos días las calles están llenas de ladrones-. El hombre se aclara la garganta: -No sé adónde diablos se van nuestros impuestos. Hasta mañana.

 
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