La Jornada Semanal,   domingo 7 de agosto  de 2005        núm. 544
 
Emmanuel Mounier
y el cristianismo
Javier Sicilia

Después de la Revolución francesa, esa revolución que, como dijo Napoleón, nadie podría detener, la Iglesia sufrió una de sus más duras crisis: no sólo la unificación italiana le arrancó, junto con los estados vaticanos, lo que le quedaba de su poder temporal, sino que la avalancha racionalista puso en duda los postulados de su fe. Desconcertada, arrinconada bajo el símbolo de un Pío ix que, después de la entrada del ejército de Víctor Manuel ii a Roma, se encerró en El Vaticano como un prisionero, llamó al Concilio Vaticano i y, en un desafío a su ruina temporal, proclamó, para desgracia del cristianismo, el dogma de la infalibilidad papal; desdeñosa del pensamiento de sus mejores hijos –Lamenais, Ozanam y el grupo de L’Avenir–, la Iglesia dejó de ser el punto de referencia del mundo de Occidente. Sobre las ruinas de la cristiandad un nuevo horizonte de ideas surgía y se imponía. Junto al golpe del racionalismo científico, la nueva fe que comenzaba a regir el mundo tenía el rostro del jacobinismo. La justicia, la razón, la verdad, que si bien habían nacido en el seno del cristianismo, ya poco o nada tenían que ver con Cristo y su trascendencia, se volvieron el punto de referencia de un mundo que comenzaba a racionalizarse. Todo lo que era de Dios era entregado al César.

Sin embargo, el triunfo de la Revolución francesa que derivó en el Terror, hizo a Hegel buscar un camino para la realización de esos ideales que, bajo el peso del nuevo régimen, eran traicionados. Contra la abstracción de los principios jacobinos, que conducía al terror, y contra el reinado del derecho abstracto, que coincidía con el de la opresión, Hegel, al substituir la razón universal de los jacobinos por lo universal concreto, introdujo un movimiento en el cielo fijo de sus ideales: la justicia, la razón y la verdad sólo podrían encarnarse en el devenir de la historia. Con ello fertilizó el suelo para el nacimiento de las ideologías históricas. Al lado de los sueños liberales del jacobinismo, dos nuevas deidades que prometían el reino del hombre en el devenir de la historia, entraron en el mundo: el fascismo y el comunismo. Frente a ellas, esa Iglesia desconcertada y apabullada que, después de mucho, había retomado el pensamiento de Federico Ozanam en la encíclica Rerum novarum de León XIII, buscaba su sitio. Amiga de los conservadores, aliada a veces con los liberales, a veces con el fascismo, nunca con el comunismo, que había jurado su absoluta aniquilación, la Iglesia sobrevivía. Era sólo una realidad incómoda que, como lo había visto Napoleón, tenía, para quienes sabían pactar con ella, la función de cohesionar la vida social. Nada nuevo, fuera de la encíclica de León xiii y de la renovación del padre Lagrange de los estudios bíblicos, había nacido de sus entrañas en medio de un mundo secularizado.

Fue sólo hasta principios del siglo xx que una renovación surgió no del mundo clerical, sino del mundo laical. Una de ellas, quizá una de las más revolucionarias, fue impulsada por Emmanuel Mounier.

Lo que asombra de este hombre nacido en Grenoble en 1905 no es sólo la dimensión y profundidad de una obra escrita en un tiempo muy breve –muere en 1950 a la edad de cuarenta y cinco años–, sino sobre todo la dinámica social que le imprime al cristianismo a través de su reflexión filosófica y de su revista Esprit –fundada en 1932 y sitio de reunión de los más importantes pensadores católicos y no católicos de entonces.

En un mundo en el que la Iglesia pactaba con los nuevos poderes del siglo y buscaba sobrevivir, en el que Stalin se consolidaba en la urss, Hitler y Mussolini subían al poder y las democracias soñaban con las promesas de un liberalismo cuyos artefactos prometían la felicidad terrena, Mounier veía una crisis de la civilización y, frente a ella, la necesidad, como lo define el título de su primer artículo en Esprit, de "Rehacer el Renacimiento". En ese texto, que constata la muerte de la cristiandad como una etapa histórica en la que la Iglesia pudo dominar a la sociedad, y en el que disocia lo espiritual y lo reaccionario, lo espiritual y lo político, Mounier buscaba una Iglesia devuelta a sí misma y una espiritualidad devuelta al Evangelio. Para ello, y ese será el distintivo de su pensamiento, opone, en una profunda lectura de Nietzsche, "al desorden establecido del orden cristiano" –ese desorden burgués de los liberalismos y de las democracias en el que el cristianismo es sólo una máscara hipócrita que encubre los individualismos más atroces– y a los totalitarismos de las nuevas ideologías históricas –esos órdenes estatales que basan su fuerza en el colectivismo y la humillación del hombre–, a la persona y a la comunidad. La persona, esa realidad iluminada con y por la presencia de Cristo, es para Mounier no el individuo burgués, sometido a su egoísmo, ni el hombre-instrumento de los colectivismos fascistas y comunistas, en pos de una dicha diferida en el futuro, sino una realidad trascendente, singular e irreductible que sólo se realiza en comunidad, es decir, en relación con otras personas, en el yo-tú, nosotros. Para Mounier, cada persona, según su ser y los diversos aspectos de su vida, sólo es posible en ese común que nos vincula con otras personas y que al crear fidelidades y solidaridades genera una vida común y humana. Esa persona y ese común están, por lo tanto, hechos de virtudes, de una ascética "de la simplicidad, de la paciencia, de la mansedumbre [y] de la debilidad sobrenatural". Con ello, Mounier no le devuelve su poder a la Iglesia, sino que lleva al centro de la vida social y política los valores profundos del Evangelio que la Iglesia custodia.

Una cultura del compromiso

Esta reflexión, esta cultura del compromiso, junto con las reflexiones políticas de Jacques Maritain, quien también participó en Esprit, dinamizaron la participación de los católicos en el mundo político. La Iglesia, entendida ya no como la clerecía que dominó el mundo, sino, como años después lo formularía el Vaticano ii, como el Pueblo de Dios, ya no tenía que acomodarse dócilmente a los pareceres que emanaban del mundo jacobino en sus diferentes ideologías ni soñar con el pasado de una cristiandad que ya no volverá a ser, sino, a través de esos principios, abrirse a una acción política y militante en el mundo secular. Para los cristianos, dice bien Jean Coq, esa cultura del compromiso que surgía de los postulados de Mounier, fue, por vez primera, desde la muerte de la cristiandad, "la invención de un nuevo modo de presencia en el mundo y la sociedad".

Muchos movimiento sociales e incluso de partido, surgieron de allí. Las democracias cristianas en Europa, el pan, el de Gómez Morín, en México, y los movimientos sociales de izquierda que derivarían en la teología de la liberación, sacaron su arsenal político de esa renovación de la Iglesia. Por desgracia, unos y otros han terminado por traicionarse. Los primeros porque volvieron a instaurar en sus filas ese "desorden establecido del orden cristiano", que tanto repugnaba a Mounier y que gran parte de la jerarquía de la Iglesia constantemente promueve; los segundos, porque seducidos por una realidad puramente social, soñaban, como lo han soñado dentro de su materialismo los marxistas, con socializar ese desorden: hacer que los beneficios de la burguesía lleguen a todos.

Esta traición se debe, me parece, a dos causas. Primero, quienes gracias a la reflexión personalista de Mounier entraron en la lid política, no prestaron la suficiente atención a la crítica que el propio Mounier hizo en su Manifiesto al servicio del personalismo a las sociedades democráticas. Mounier vio en las democracias una traición al postulado de la soberanía popular y al mito jacobino de la voluntad del pueblo. Para él, la maquinaria parlamentaria era una pantalla que deforma esa "voluntad profunda". "A sus ojos hay, apunta Coq, una ‘desviación original de la democracia’ que privilegia al individuo contra la persona", una desviación que oscila entre la exaltación individual y la exaltación mayoritaria. "Al identificarse la democracia –escribe Mounier–con el gobierno de la mayoría, se confunde con la supremacía del número, por lo tanto de la fuerza". Junto a esta evidencia que todos podemos constatar aparece otra, no menos evidente: la evolución de los partidos que llevan en sí los sueños totalitarios de llegar al poder y permanecer como partido-Estado. Al poder, que por naturaleza "tiende al abuso y [está] tentado a degradar el poder en usufructo, a concederse progresivamente más honor, más riqueza, irresponsabilidad y ocio que responsabilidad, y a cristalizar en castas", a ese poder que se basa en el nacimiento, el dinero, la función y la inteligencia, Mounier opone las virtudes de la persona y de la comunidad en las "que el deber que [se] tiene de servir a las personas predomina sobre los poderes que el derecho positivo podría concederles en sus funciones". Esta ascética de la persona "restaura la autoridad, organiza el poder, pero también lo limita en la medida en que desconfía de él. Es un esfuerzo y una técnica para liberar constantemente de los medios sociales a la élite espiritual capaz de autoridad", que roza en más de un sentido el anarquismo.

La sociedad personalista

La segunda causa de la traición al personalismo se debe al propio Mounier quien, en su reflexión, nunca hizo la crítica de la tecnología, que es el sostén de los individualismos y de los totalitarismos a los que tanto combatió. Esta crítica la haría Jacques Ellul, un hombre de tradición calvinista que se apartó de las filas de Esprit por considerar que Mounier no era lo suficientemente radical en este punto. Ellul vio que la técnica moderna, guiada exclusivamente por criterios instrumentales, destruye el conjunto de relaciones culturales y éticas que forman el común donde las personas crecen. Ajena a cualquier criterio que no sea ella misma, "la técnica –escriben en referencia a Ellul, José María Sbert y Humberto Beck– se ha convertido en el mundo moderno en un sistema autónomo que, obedeciendo la lógica implacable de la eficiencia, tiende a colonizar progresivamente todos los ámbitos de la vida", destruyendo personas y comunidades y reduciéndolas a elementos de su poder. La técnica moderna ya no sólo media las relaciones del hombre con la naturaleza, sino también sus vínculos con la sociedad. Cada técnica requiere una forma particular de control que permite su crecimiento. Esas formas particulares generan un nuevo poder que se agrega al del poder político y económico, el de los profesionales que sustenta su fuerza en el conocimiento técnico que sólo ellos poseen. Junto al poder político y al poder del capital que el primero genera y sostiene, surge el poder técnico que detenta su fuerza en el control de las técnicas administrativas y del conocimiento.

Aun cuando se lograra una sociedad personalista, dice Ellul, ésta no sobreviviría si no se ejerciera un control sobre las herramientas. Pasados ciertos umbrales, como diría Iván Illich, complementando a Ellul, la técnica se vuelve contraproductiva y destructora de la vida común, de las autonomías y de la libertad de la persona. En una sociedad hipertecnologizada, como la que vivimos, ni la persona ni la comunidad pueden existir. Sólo existe una uniformización consumista, dependiente y totalitaria que se disfraza de libertad.

Pese a la gran renovación que hizo Mounier del mundo cristiano, lo que continúa imperando, en una fase mucho más perversa, es ese "desorden establecido del orden cristiano". Pero el que un mundo se mantenga en su corrupción no invalida la verdad de aquellos que han sabido verla y redescubrirla para el pensamiento. Las reflexiones de Mounier, complementadas por las de Jacques Ellul, siguen siendo un punto de referencia para redescubrir al hombre como un ser espiritual en el tiempo, cuya verdadera vocación es edificar estructuras en donde la comunidad al servicio de la persona y viceversa, encarnan valores eternos. Hay en Mounier y en Ellul el suficiente arsenal para reconstruir, a pequeña escala, una sociedad personalista. Se trata de la puerta estrecha, de asumir y vivir lo que siempre ha estado en el centro de la vida cristiana: "una ascética de la simplicidad, de la paciencia, de la mansedumbre [y] de la debilidad sobrenatural", una ascética, como la que Cristo mostró, del no-poder, del servicio y de la libertad en donde el mundo encuentra la presencia del Reino en los límites de un mundo encarnado. Mounier lo dijo con la luz de la fe y la claridad del filósofo en La confrontación cristiana: "Si la actitud cristiana, en cada momento, es un riesgo total de todo lo vivido en lo eterno, entonces en cada momento la solución cristiana en la solución más extrema [...] Es un extremismo de la encarnación a toda costa que siempre escoge en lo real y para lo real [...] la gravedad del mundo cristiano está a la vez en la vida y más allá de la vida: porque el más allá no es un espacio fuera de nuestro espacio, un tiempo para después de nuestro tiempo. El más allá es un ser personal presente en lo más íntimo de nosotros mismos y radiante por su encarnación en el seno del mundo creado."

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva y esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez.