Usted está aquí: lunes 8 de agosto de 2005 Opinión La última ciudad del mundo

Hermann Bellinghausen

La última ciudad del mundo

Una cúpula desnuda, sus puras vigas como punto de convergencia del recuerdo, especie de catedral laica que antes albergó el Centro de Promoción Industrial del puerto. Cerca de ella tronó el epicentro de aquel 6 de agosto de 1945. A las ocho y cuarto de la mañana. Y la hicieron monumento a la Paz (con desesperadas mayúsculas) desde el primer aniversario, en 1946, cuando seguían los escombros y su atmósfera inhumana. Cuando la conmoción dominaba sobre la memoria.

Los siete ríos de Hiroshima seguirían atravesando la ciudad 26 años después, cuando los anduviera funámbulamente. Como la irrigan todavía, 60 años más allá de la peor bomba.

Wayne Shorter y Herbie Hancock, los reyes del jazz viviente, "bombardearon" el aire esta vez con un Palomazo por la Paz en el delta del río Ota, que baja de las montañas de Chugoku al mar interior y se dispersa.

Recuerdo una ciudad neutra al atardecer, levemente rojiza. Canales (brazos de río en realidad) como calles en una fea Venecia de piedra mellada y fría. Pronto encendieron el alumbrado público y la luz adquirió más cuerpo que los edificios y las personas. Uno de esos sitios turísticos bizarros, ejemplarizantes, como Auschwitz, con museos espantosos, tarjetas postales, hoteles, visitas guiadas.

Los documentos directos que conocemos son insoportables. El Diario del doctor Michiko Hachiya, que con tanta admiración leyó Elías Canetti. Las pinturas y dibujos de los sobrevivientes, editados por la televisora japonesa NHK en el libro Fuego inolvidable. Incluso el demasiado jesucrístico (o sea ideológico) recuento Yo viví la bomba atómica del padre Pedro Arrupe, quien a la sazón se encontraba a orillas de la ciudad condenada.

240 mil muertos, la mayoría en los primeros instantes. Pasmo mundial. Agonías apocalípticas. Largo dolor en la población restante, y cicatriz definitiva en la faz de la Tierra. Históricamente había sido ciudad de meditación budista y de guerreros temibles. Casa de los 47 Ronin y escuela de samurais, era hacia fines de la guerra mundial una ciudadela militarizada al arbitrio del necio emperador Hirohito y sus generalotes. Quizá por su carácter castrense la eligieron los castigadores yanquis para soltar al Nene (Little Boy, obsceno "nombre" de la bomba A), que estalló 570 metros arriba del puente Aioi cerca de la cúpula de vigas y piedra evaporada llamada ahora Domo A. Nunca más casa de guerreros, su enfática secuela dice paz, paz, paz.

Hiroshima, quintaescencia del trauma, ocupa el extremo opuesto de las ciudades alemanas devastadas en la misma época por la misma guerra pero que tras el castigo se entregaron al olvido instantáneo de la "reconstrucción". Claro, no conocieron La Bomba, pues como apunta Mummia Abu Jamal, Estados Unidos es la única nación que ha matado con la bomba atómica, y lo ha hecho a personas no cristianas. Como sea, Hiroshima y Nagasaki confirman y sacralizan lo que Colonia, Dresde o Hamburgo niegan (ver al respecto la hipercríticas reflexiones de W. G. Sebald en Sobre la historia natural de la destrucción, Campo Santo y otras partes de su obra).

Secuelas en la piel de los sobrevivientes, en sus órganos irradiados y cancerosos, en los genes de su descendencia. La bomba nuclear fue la primera arma humana (ya existen otras) capaz de mantener a la muerte viva durante un tiempo prolongado.

A Hiroshima se llega caminando sobre un puente escueto que mi memoria se encapricha en pintar de blanco. El centro de la ciudad, a la manera de Managua en los años 70, era un desierto, sólo que muy organizado, sin la jungla que cubriría la capital nica después de su memorable terremoto prerevolucionario.

Hiroshima, una pulcra red de senderos que significan "nunca más", y eso que su experiencia fue apenas el principio del nuevo futuro. Allí la humanidad aprendió que la ya es capaz de destruirlo todo, y la vida no volvió a ser la misma.

Reina una fealdad especial que no falta quienes crean "hermosa" (así como muchos entrevén lo "estético" del hongo nuclear: una estupidez en términos estéticos, ya no digamos otros). Es un cementerio bañado en las culpas de vencedores y vencidos, pero sigue siendo una ciudad. La última.

Godzilla y el fin del mundo comienzan en Hiroshima.

 
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