Usted está aquí: martes 9 de agosto de 2005 Opinión La desamortización de los bienes culturales

Luis Hernández Navarro

La desamortización de los bienes culturales

Una fiebre legisladora en materia cultural se ha apoderado del Congre-so de la Unión. Cerca de 20 iniciativas de ley directamente relacionadas con la cultura se han presentado en la Cámara de Di-putados y 20 más, cuando menos, tocan este asunto tangencialmente.

Esta euforia legislativa hace suponer que existe enorme disfuncionalidad entre el marco jurídico existente y la realidad cultural del país. La realidad, sin embargo, muestra que las cosas no son así. Obsoleta o limitada, la legislación que regula el acceso al patrimonio histórico y cultural de México funciona relativamente bien, pues impide razonablemente la compra y venta del legado histórico.

Irónicamente, muchas de las iniciativas de ley presentes en el Congreso buscan desaparecer los candados que impiden a la industria turística tener acceso a las grandes zonas arqueológicas para construir hoteles y campos de golf. Lo que quieren es legalizar las grandes colecciones privadas de joyas prehispánicas, nacidas del saqueo y el tráfico ilegal. Lo que buscan es permitir el uso de edificios coloniales en fiestas privadas y ceremonias políticas.

Como sucedía con las tierras ejidales y comunales, como acontece con la biodiversidad, como pasa con nuestro petróleo, nuestra agua y nuestra electricidad, la iniciativa privada y los funcionarios públicos que le sirven quieren modificar la legislación existente para hacer del patrimonio histórico y cultural un negocio. Necesitan regulaciones flexibles, instituciones sin dientes. Requieren, urgentemente, desamortizar los bienes históricos y culturales, es decir, poner en venta los bienes de manos muertas, mediante disposiciones legales.

Los inversionistas, se sabe, no arriesgan su capital si no tienen suficientes garantías jurídicas. Por ello, el proceso de reformas legales en marcha propondrá, tarde o temprano, que la utilización, aprovechamiento, disposición, custodia y resguardo de los monumentos, muebles e inmuebles, arqueológicos, históricos y artísticos de propiedad federal estén en manos de la iniciativa privada, utilizando para ello la muletilla de "ciudadanizar la cultura".

El pasado está de moda y, como toda moda, es buen negocio. Se le venera de la misma manera en que se reverencia el dinero. Por todas partes florecen tiendas de anticuarios, traficantes de antigüedades y reproducciones de objetos viejos. Se lustra lo antiguo y se envejece lo nuevo, y al hacerlo se realiza pingüe negocio. La pasión y la nostalgia por mercancías históricas florecen junto a las fortunas de quienes las adquieren y venden.

El pasado es buen negocio, y si no que lo digan los empresarios turísticos, tan afectados como están por la falta de casinos legales en nuestro país. El turismo es el principal consumidor de lugares históricos, que son constantemente recreados para satisfacer sus demandas. La industria turística se ha convertido ya en el principal constructor de una visión de patrimonio histórico. Pronto, muy pronto, si la desamortización tiene éxito, los testimonios materiales que dan cuenta de nuestro pasado serán convertidos en nuevas Disneylandias.

El patrimonio cultural es un apartado clave de los usos sociales del pasado. Pero patrimonio e historia no son lo mismo. Sus objetivos son distintos y a menudo encontrados. La historia da cuenta del pasado, es para todos. El patrimonio es de una nación, un grupo social, de una familia, de una persona. Al patrimonio lo define no la historia, sino el legado: siempre es de alguien y ese alguien es quien define su existencia. En un país pluriétnico y multicultural, como el nuestro, no existe un patrimonio cultural en singular, sino patrimonios culturales en plural, y su defensa es campo en disputa.

La desamortización del patrimonio histórico y cultural que quieren los grandes intereses privados no favorece ni a la nación ni a los sectores populares. Beneficia los bolsillos de quienes la promueven. Aunque se diga lo contrario, la "liberalización" que promueve no abre el espacio para que la sociedad civil intervenga en la definición de lo que hay que proteger y cómo protegerlo. Tampoco permite que se conserve más o mejor.

Pero, por más que sea un freno al apetito de los desamortizadores, no podemos idealizar la actual legislación. Frente a la uniformización de las pautas de consumo que el mercado reclama, la defensa de los patrimonios culturales requiere de una resistencia. La ley sólo protege lo que define como patrimonio auténtico, y, usualmente, no es la gente, no son los pueblos indígenas, quienes deciden cuál es su patrimonio. Son los expertos, es la lógica del mercado, quienes definen cuál es el patrimonio de la gente. No nos engañemos: la conservación del patrimonio responde a las necesidades y demandas actuales de su uso. La decisión de conservarlos no depende de criterios objetivos, sino de su coste y oportunidad. Esa dinámica debe transformarse para abrir a los grupos subalternos la posibilidad de hacer valer sus verdaderos intereses.

Esta necesidad, sin embargo, no puede hacernos perder de vista que no es en este Congreso de la Unión, que no es con los actuales legisladores que una legislación favorable al campo popular puede lograrse. Es el momento de la resistencia, no de las Cámaras. Allí está como amargo testimonio la caricatura de reforma constitucional sobre derechos y cultura indígenas, allí está la ley Monsanto. El Congreso no garantiza hoy la defensa de los intereses generales sobre los intereses privados. La defensa de lo público está hoy en manos del campo popular. Sólo desde allí, sólo desde abajo se puede hoy reformular la identidad nacional.

 
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