Usted está aquí: viernes 12 de agosto de 2005 Cultura Otra forma de locura

José Cueli

Otra forma de locura

Al continuar con Miguel de Cervantes, Michel Foucault y el sicoanálisis, convendría empezar citando la frase de Pascal que aparece en Historia de la locura: ''Los hombres están tan necesariamente locos que no estar loco sería estar loco por obra de otra forma de locura".

Foucault también cita en ese texto a Fedor Mijailovich Dostoievski, quien dice: ''No es encerrando al prójimo como se convence uno de su propia sensatez". El filósofo francés manifiesta que sería preciso renunciar a la comodidad de las verdades terminales, es decir, desprenderse de los conceptos de la sicopatología contemporánea. Las categorías médicas son alienantes y más valdría, en mi opinión, escuchar a Freud cuando dice que el síntoma, como el sueño, es un texto a descifrar.

Para Foucault el lenguaje de la siquiatría es un monólogo de la razón sobre la locura y sólo pudo integrarse bajo ese silencio. Por tanto, él escapa de hacer la historia de aquel lenguaje y se determina a transitar por la arqueología de este silencio, Tal empresa tenía que encararse con toda la cultura occidental. Senda que también enfrenta Jacques Derrida y denuncia con su gramatología y con la deconstrucción, retando al logofonocentrismo. La locura, confusamente definida como demencia o enajenación desde la Edad Media, es ubicada como un abismo amenazante, gesto oscuro, vacío, hueco, espacio en blanco, que hay que alienar para no correr el riesgo de contagiarse. Esta asepsia y antisepsia culturales persisten hasta la actualidad.

La obra de Foucault encuentra su fundamento en la de Nietzsche:

''En el centro de esas experiencias límite del mundo occidental surge por supuesto la de lo trágico propiamente dicho, partiendo de la demostración de Nietzsche de que la estructura trágica a partir de la cual se forma la historia del mundo occidental no es otra cosa que el rechazo, el olvido y el arranque silencioso de la tragedia.''

Para Foucault, como para Cervantes con su ingenioso hidalgo, se hace inaplazable hablar del asunto de la locura; muy cercanos ambos al Elogio a la locura, de Erasmo: una locura con la que la razón incursiona en un diálogo, una locura con la que se encuentra una distancia óptima, se cabalga junto a ella, proveniente del propio discurso y del discurrir humano, demasiado humano como para ignorarlo, locura a la que sólo se evoca para dirigir una fuerza crítica y demoledora sobre las ilusiones humanas y sus propósitos y, por otro lado, en el envés, una locura que lleva el sello de la tragedia humana: lo trágico de lo humano o lo muy humano de lo trágico. Locura que pretende ser domeñada bajo la cruel benevolencia del humanismo y su ceguera.

Foucault señala el siglo XVIII como el marco de rechazo y la proscripción a la locura y, así, la locura es recusada, ¡vade retro! por un gesto soberano, omnisciente y omnisapiente de la razón que la excluye y la confina al silencio, a la alienación; siguiendo para ello la fórmula paradigmática descartiana: ''y qué, se trata de locos".

De la misma forma que a Don Quijote había que refundirlo con sus quimeras y su Dulcinea en el último rincón posible de La Mancha, de cuyo nombre sería mejor ni acordarse. Un lugar, tal como dice María Zambrano, que tal vez era toda España. Una España que era a la vez presencia y ausencia, bañada por un sol candente que Cervantes se atrevió a mirar de frente, desde su marginalidad y su exilio, desde sus propias quimeras y su propia locura privada para escapar de los asfixiantes límites de la supuesta razón impuesta por otro tipo de locura proveniente de la omnipotencia y la represión.

Es así como Don Quijote emerge entre lo sagrado y lo mítico, cuya sustancia matricial lo engendra en una piel de toro, por tanto, fraguado de casta y tragedia, delirio y quimera. Sangre indomable circulando por arterias de ternura, imaginería irredenta trazada desde Altamira hasta Alcalá de Henares para derramarse por todo el mundo.

 
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