Usted está aquí: miércoles 17 de agosto de 2005 Opinión J. Robert Oppenheimer, el padre de la bomba atómica

José María Pérez Gay/I

J. Robert Oppenheimer, el padre de la bomba atómica

Ampliar la imagen Albert Einstein y J. Robert Oppenheimer, en 1947. Foto tomada del libro Biograf� de Albrecht Folsing, de la editorial Suhrkamp

Hacia julio de 1939, los asesores políticos y militares del presidente estadunidense Franklin D. Roosevelt observaban el asedio de los nazis a la ciudad de Danzig, en Prusia oriental: una guerra europea de enormes dimensiones -estaban convencidos- tocaba a las puertas del mundo. En su cubículo del Institut for Advenced Studies, de la Universidad de Princeton, Albert Einstein recordaba los días de agosto de 1914, el macabro entusiasmo de sus colegas alemanes ante la Primera Guerra Mundial: su explícita resolución de poner al servicio de los militares sus enormes capacidades y descubrimientos. ¿Por qué debía ser ésta vez diferente? -se preguntaba Einstein-. En el Instituto Kaiser Wilhelm de Dahlem, en Berlín, no sólo surgieron, en 1915, las armas químicas, ahora -según fuentes confiables- los nazis fabricaban un arma más demoledora.

A principios de julio de 1939, los húngaros Leo Szilard y Eugene Winger, físicos nucleares exilados en Estados Unidos, se entrevistaron con Einstein en la bahía de Peconic. Szilard había logrado por primera vez junto con Enrico Fermi, el físico italiano, la fisión del uranio en una reacción en cadena controlada. Fermi y Szilard, investigadores de la Columbia University, habían huido del fascismo en Europa, y ambos tenían muy claros los avances de la investigación atómica alemana. Durante un paseo por los bosques de Peconic, Szilard y Winger le describieron la situación a Einstein: "Según nuestros cálculos -dijo Szilard- ésta fisión de 500 gramos de uranio puede desencadenar una energía semejante al incendio de miles y miles de toneladas de carbón; pero sobre todo la energía puede concentrarse en un solo instante. Si lográramos fabricar una bomba de uranio su fuerza destructiva se multiplicaría miles de millones de veces". Einstein se detuvo un momento, se descalzó en el pasto, miró al cielo y guardó silencio. "Estamos seguros de que Alemania ha llevado a cabo las mismas investigaciones", insistió Szilard. "Quizá hayan avanzado mucho más en el campo de la investigación atómica, no lo sabemos, pero si esa arma cae en las manos de Hitler..."

"Sabemos que Alemania ha prohibido la exportación de uranio en la Checoslovaquia ocupada" -agregó Winger-; además, quiere comprar a los belgas uranio de las más alta calidad en el Congo. "Pero los físicos alemanes en su totalidad son enemigos del sistema nazi -replicó Einstein-. Han insultado a Werner Heinsenberg, lo han llamado judío blanco". "¿Conoce usted a Carl Friedrich von Weizsäcker?" -preguntó Winger. Einstein movió la cabeza y dijo que no lo conocía. "Cuando estaba usted en Berlín, profesor Einstein, Von Weizsäcker era todavía muy joven; ahora es uno de los físicos más capaces, es director del Instituto Kaiser Wilhelm y, al parecer, un miembro del partido nazi".

Leo Szilard interrumpió y siguió explicando: "Cuando efectuamos el experimento, nunca imaginamos la expulsión de tantos neutrones, créame, pensábamos que la reacción en cadena nunca se llevaría a cabo. Pero la reacción ya es un hecho, profesor, Enrico Fermi la hizo posible, él mismo construyó el reactor, no podemos tapar el sol con un dedo. Hemos hablado ya con la armada de Estados Unidos, pero usted los conoce, qué le puedo contar. Para cualquier ingeniero, militar o civil, la teoría de la relatividad es una cuestión académica, que sólo estudian seres medio locos, ajenos a la realidad. Y de la física nuclear ni hablemos, nadie nos toma en serio". "¿Qué debemos hacer?" -preguntó Einstein.

"El presidente Roosevelt es el único que puede escucharnos" -afirmó Winger-, "pero necesitamos que alguien hable con él, alguien que no se someta a la tortura de las antesalas, cuyo prestigio sea tan poderoso como para que el presidente lo reciba de inmediato, alguien que además conozca la situación en Europa". "¿En quién han pensado?" -preguntó Einstein. Szilard y Winger inclinaron la cabeza y miraron al suelo. "Entiendo -murmuró Einstein-. Ustedes conocen mejor que nadie mi profunda aversión a la guerra, el asco que siento..." No terminó la frase, respiró con toda profundidad y les dijo: "Escribiré una carta. ¿Qué debo decirle al presidente?"

Cuando regresaron a la habitación en Piconic, Szilarfd le presentó a Einstein el borrador de una carta. "En el caso de que los nazis llegasen a desarrollar un arma de tales dimensiones -decía la carta-, todo el mundo civilizado se encontraría en grave peligro". "Sólo podemos esperar -dijo Szilard antes de despedirse-, esperar que nunca lleguemos a construir un arma tan destructora" Einstein guardó silencio, no respondió. "Dónde hay voluntad", pensó, "hay camino". Y la voluntad existía.

El gobierno de Roosevelt se tomó tiempo. En julio de 1940, Einstein escribió otra carta más apremiante. Un día antes del ataque a Pearl Harbor, en diciembre de 1941, comenzó la historia del proyecto atómico de Estados Unidos. En los Alamos, en medio del desierto de Nevada, se construyó una "ciudad secreta". Al final el Manhattan Proyect contaba con más de 150 mil colaboradores. Los físicos nucleares mñas notables, los que habían escapado al dominio nazifascista, trabajaban en ese proyecto, de Niels Bohr y Leo Szilard a Enrico Fermi. Pero los científicos no administraban el proyecto Manhattan, sino los militares al mando del general Groves. Los investigadores tenían guardaespaldas oficiales día y noche, ni siquiera los parientes más cercanos debían sospechar en qué trabajaban. Si era necesario un intercambio de ideas entre las diferentes secciones, se debía tramitar un permiso especial de la administración militar antes de cualquier diálogo. Las personas que vivían en la ciudad secreta estaban sometidas a estricto control. Se leían todas las cartas, se escuchaban todos los teléfonos; el mismo personal de los hoteles era de miembros del servicio de espionaje. Apenas una docena de personas sabía lo que pasaba en esa ciudad secreta, tenían una visión total de la vida diaria, pero sólo un grupo muy escogido estaba enterado de que ahí se había iniciado la fabricación de dos bombas atómicas.

En la ciudad secreta todos los problemas eran inéditos y exigían respuestas inmediatas. Una nueva industria nacía a la vida; los químicos trabajaban con materiales que desconocían y el centro debía levantarse cuanto antes y comenzar la producción. Se seleccionaron dos enormes superficies para construir los ductos y controlar la difusión de gas. El primero en Hanford, un valle solitario a orillas del río Columbia, en el estado de Washington; el otro, un área de 27 mil hectáreas en Oak Ridge, a orillas del río Columbia, un lugar lejano en Tennesse. En el centro de Hanford trabajaban 75 mil albañiles; la fábrica de Oak Ridge se localizaba dentro del edificio más grande del mundo, una suerte de enorme rascacielos ladeado, donde laboraban 35 mil técnicos especialistas. En 1939, al considerar Washington por primera vez el proyecto Manhattan no era más de 6 mil dólares el presupuesto; al final, la suma era de 2 mil millones de dólares, una cantidad considerable si tenemos sobre todo en cuenta que los albañiles ganaban un poco más de tres dólares diarios. En toda la historia del género humano nunca se había reunido a tantos individuos para un proyecto técnico tan específico. En la construcción de las pirámides de Egipto quizá se movilizó a un número igual de trabajadores y, en el siglo XX, en la construcción del canal Mar Blanco-Mar Báltico bajo el mandato de Stalin. En el caso de las pirámides se trataba de esclavos; en el del canal, de prisioneros en el Gulag. A principios de 1945, el proyecto Manhattan ocupaba más trabajadores que toda la industria automotriz de Estados Unidos.

Todo este despliegue descomunal para la producción de los materiales necesarios eran sólo etapas preparatorias. Alguien debía encontrar el camino para construir con esos materiales una bomba; se trataba de problemas científicos que no se habían conocido antes; se debía reunir a los mejores hombres de ciencia del país (desde luego sin considerar a Einstein) y se debía convencerlos de trabajar en un grupo perfectamente unido. ¿Quién tenía esa inteligencia científica y sería capaz de dirigir un proyecto de tal magnitud? ¿Quién conocía a profundidad los últimos descubrimientos de la física nuclear? Sólo existía alguien que conocía a los científicos y dominaba tan bien como ellos la materia: J. Robert Oppenheimer.

 
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