Usted está aquí: miércoles 24 de agosto de 2005 Opinión La Corte bajo sospecha

Luis Linares Zapata

La Corte bajo sospecha

Los tiempos recientes no han sido los mejores para la imagen de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Y por contagio obligado, para la vida institucional de la República. Su accionar ha dejado enormes huecos en el aprecio público y las revelaciones hechas desde el Congreso sobre el manejo de buena parte de los recursos puestos a su cuidado reflejan apañes que no pueden ser consecuentados por nadie. Menos aún si, en respuesta a las precisas acusaciones lanzadas por algunos diputados con base en investigaciones hechas por la Auditoría Superior de la Federación, sólo se recibe un ominoso silencio de los magistrados. Un verdadero ninguneo para la opinión pública a guisa de asumidas falsedades, escándalos de mentirosos mal informados o reportes de dudosa credibilidad y certeza. Suponer que la ciudadanía olvidará lo visto, que dará, sin más, vuelta a la página de lo leído u oído es dejar un aguijón en el cuerpo colectivo de los mexicanos. Las displicentes como reiteradas negativas de la Corte a responder o rebatir las denuncias, con datos terminales y apertura a la exigible transparencia, dan base cierta para asumir tal ninguneo.

No es posible seguir ignorando los efectos, en la ética pública, de los elevados montos de recursos desviados y dedicados, por los mismos jueces beneficiados, a financiar sus retiros y jubilaciones con más que espléndidas cantidades. Movimientos de partidas que además contradicen de manera flagrante lo dispuesto para todos los funcionarios gubernamentales y para los organismos bajo su mando, de retornar al fisco los haberes presupuestales que no hubieran sido empleados para los fines previstos, los llamados sobrantes. Más aún si tales dineros han sido puestos, sin legislación de soporte, para aumentar el caudal con que apoyar los muchos beneficios adicionales que reciben como burócratas de excepción. Algo debe, en México, de andar por el camino desviado, pues sus elites e instituciones no arman tremenda bronca para desembocarla en renuncias de los jueces infractores o, al menos, abusivos, obligándolos así a rectificar su conducta.

La Corte como institución superior de gobierno, y sus magistrados en particular, no pueden quedar sujetos a sospecha, menos aún por manejos fuera de lo ordenado por la ley de la administración pública. Son los primeros obligados a un escrupuloso, impecable uso de los recursos. Pero, por desgracia, son conocidos los excesos a que han llegado en su discrecional manejo de haberes para garantizarse múltiples privilegios. Ya de por sí los retiros de por vida, con el salario completo (que también es desproporcionado), junto con los seguros de gastos médicos mayores para ellos y sus familiares dependientes, quedan muy por encima de lo que los servidores públicos, normales o corrientes, pueden obtener. Pero, para ofensa adicional, sus demás prestaciones para el mantenimiento de sus hogares, pago de impuestos, choferes y vehículos rayan, de manera grosera, la mínima justicia distributiva. Es imprescindible conocer lo que se ampara en el oscuro uso, indebido por cierto, de los famosos fideicomisos. Figuras jurídicas hechas para obviar la vigilancia, para ocultar la ya de por sí triste mirada de los contribuyentes, maniobras varias que se quieren dejar en el secreto de las complicidades de alto nivel. Los legisladores tienen obligación de escudriñar, hasta el detalle, lo que los otros poderes y niveles de gobierno hacen con el dinero público. Y tienen también la obligación de informarlo a la ciudadanía con toda atingencia y precisión.

Pero la Corte no ha cumplido tampoco con su obligación de dirimir las diferencias entre poderes, o las de simples ciudadanos frente a sus autoridades. Con regular método, escatima entrar al fondo de las controversias. Deja en el expediente de los asuntos incompletos cuestiones no zanjadas. Dos aspectos han sido notables en tiempos recientes. Uno, la determinación sobre el amparo solicitado por el gobernador panista de Morelos, a quien destituyó el Congreso local. El segundo sobre otro amparo, solicitado por Jorge G. Castañeda, para reclamar su derecho a ser votado para presidente de la República, tal como prescribe la Constitución. En ambos casos los dictámenes de los magistrados han escamoteado el fondo del asunto amparándose en minucias legales, detalles de logística procedimental que les permite esquivar el fondo y completar, como es debido, su trabajo. Precisamente lo que solicitan de ellos los ciudadanos que les pagan por ser magistrados de última instancia.

Han dejado de lado, en lo que concierne a los derechos políticos electorales, la oportunidad de dirimir, de una buena vez, su vigencia como garantías individuales. Garantías que son, por lo demás, inviolables. No lo pudieron o no quisieron penetrar, desentrañar, dejar asentada la verdad legal en esta materia, ya por lo demás bastante conocida y reglamentada en otras naciones con jueces más dedicados. Tal vez no lo hicieron por falta de capacidad para sostener el andamiaje conceptual de tan delicado y espinoso asunto. O tal vez por temor a resolver algo que tiene efectos de consideración para la vida institucional y el juego de partidos. Pero lo concluyente es la indefensión en que dejaron a un ciudadano, y con él, a todos los demás de esta agobiada nación. El caso del gobernador morelense, por su lado, es sin duda para el olvido. La manipulación que han hecho de los tiempos y lo endeble de los argumentos esgrimidos por algunos de los magistrados para permitir a tan impertinente sujeto seguir ocupando el puesto del que fue destituido son, simplemente, vergonzosos.

 
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