La Jornada Semanal,   domingo 28 de agosto  de 2005        núm. 547
 
José Repiso

El dogmatismo


 
 

Toda vez que vive en sociedad, el ser humano no puede ser libre, en cuanto a que está sujeto a leyes y éstas las protege un Estado o un poder organizativo que, socialmente, siempre existirá. Por eso piénsese: esa supeditación permanecerá porque a toda organización social le es inherente un orden activo que, sin tregua, es ejercido de unos sobre otros y, por representar el poder, de esos primeros sobre ellos mismos –aunque con más libertad, ya que ellos deciden las leyes que salvaguardan sus privilegios.

Desde luego, el poder tal como es se engendra así como dogma: en pro de beneficiar "siempre" a los que se encuentran vinculados a las instituciones y, al resto, en la medida en que se pueda. A unos "siempre sí" de una forma incontestable; en cambio, a aquél, a ése, en algo, en la medida que él se deje ver o pueda presionar o pueda escandalizar públicamente a esos que "siempre sí". El dogma es lo que se resiste a presentar cambio o progreso ante la razón; y, en cuanto se trata de algo referente a la costumbre o a la fe más se resiste, más se retuerce obsesivamente hacia un único fin.

Con esas premisas, la sociedad se vaticinará –mientras exista– en suma para ser sociedad con leyes; sin embargo, han de modelarse y evolucionar de una manera tan proporcional como la sociedad en sí misma cambia. Si no, heredará o arrastrará sus injusticias; pero, ahora, frente a un portento más evolucionado de la razón, por lo que ésta puede acostumbrarse a justificarlas, a vivir con ellas, a consentirlas, a dogmatizarse o ser seudorazón. Sí, ya sabemos que un científico en este tiempo descubre racionalmente algo –utilizando por fuerza la razón que otros les han facilitado–; no obstante, sólo es razón escindida si prescinde de una coherencia. La razón que adquiriría un adolescente con el aprendizaje de todas las nuevas técnicas de la manipulación genética entregado en su "torre de marfil" para unos beneficios "inculcados" o dogmatizados porque, del mismo modo que no se comportaban plenamente racionales los médicos que trabajaban para los nazis o para otras causas erróneas –aunque lograsen descubrimientos científicos–, en la actualidad intelectuales hay que se hallan alineados para sobreproteger, para sobrealimentar, para justificar ciertas conveniencias racionales o un adoctrinamiento.

Incluso durante la Restauración francesa (1814-1830) por intenciones de Royer-Collar y partidarios (Guizot, Rémusat, etcétera) se adoctrinó el liberalismo contra el absolutismo, cuyos resultados convenían en verdad directamente sólo a una parte del pueblo o a la burguesía; pero, sin duda, demuestra eso que es una constancia, que el dogma es y será utilizado con todas sus variantes: para una religión en donde unos se enriquecen desmedidamente con él y para un movimiento social –como el marxismo– en donde se acaba al final disolviendo la posición crítica o la razón.*

Hoy en día lo que ocurre es que la mayoría de los intelectuales se saturan de información y no la eligen, o no saben elegirla en tanto que el corporativismo o la omnipresente "grupalidad" ya les delibera o especula todo lo que tiene que ver con "una" línea en concreto, así que sugestionados por tal "linealidad" en su amplia extensión superflua, no atienden sólo a la razón –con una exigida independencia– venga de donde venga, no asumen un código ético de… reconocer lo que es racional, advirtiéndolo y valorándolo en su justa medida. 

No es extraño darse cuenta de que un intelectual o un científico ahora suele decir "trabajo en ese proyecto"o "empresa" –lo cual le dará prestigio– y no "trabajo para la ciencia" o "por una coherencia". Por ello, en todo caso, lo que se debe evitar es cualquier dirigismo en contra de la razón o de censura. Por coherencia, el intelectual tiene el imperativo moral de denunciar los abusos de poder que benefician o engrandecen a unos pocos, las medidas de autoridad inservibles u opresoras, la "unipersonalidad nacional" o un exceso de patriotismo que aúna los odios para el aislamiento social o para la guerra. El odio de una persona no llega a ninguna parte –no es tan relevante–; empero, un odio social sí, escudándose o ayudándose de muchos para desestabilizar un país a favor de la crispación, de la violencia.

Aquí, en el mundo, las leyes ejercidas deben ser leyes prácticas, no leyes divinas o sublimadas por el capricho de cuatro iluminados para la alineación o para la manipulación irracional; luego lo supremo será el derecho facilitado o permitido –distribuido–, la dignidad humana –para cualquier poder en el contexto ejecutivo– conforme a que lo íntimo no se impone, como se sobreentiende con el arte o con el ideal político. He ahí la base: el antidogmatismo, la concepción responsable de que existen seres humanos iguales en derechos con la necesidad, sobre todo, de recursos prácticos, no de dogmas.

En derredor nuestro, el dogma se nutre de la sinrazón, del "porque sí" irracional, de la justificación injustificable, de la sensiblería útil a la censura y no al sentido crítico, de la hipocresía, de la inculcación del miedo o del amor ficticio –el de moda que responde a unos cánones que incentivan la marginación–, de la mentira. Al dogma, a ultranza, le agrada el quietismo, la optimación manipuladora, el "todo va bien", el "Dios lo ha querido así", la resignación.

En lo más íntimo –cuando se impone– provoca la ignorancia puesto que, por definición, significa restringir la razón, acotarla (mientras que el conocimiento –o la razón– descubre, el dogma se paraliza, fija y, así, encubre o tergiversa lo demás). Aposta, el dogmático, después de demostrado un error –o una sinrazón– sigue con él y, encima, sigue con el truco de "tengo la conciencia tranquila" (ningún sinvergüenza poderoso renunció a recurrir a este truco), por lo que infunde mentiras, confunde, porque sin dogma, sin él, pierde imagen o pierde el prestigio adquirido con seudosantismo.

Cuesta mucho defender a la razón en detrimento de simpatías o de máscaras (¿cómo responder con conveniencias y no con lo que se debe decir guste o no guste?), pues, al instante que se usa, ya choca contra el quietismo de uno, contra el chovinismo de otro, contra el involucionismo religioso de un asceta o contra el ideal de "superhombre" de tal o cual inoportuno sabiondo. En eso, si uno demuestra algo con bastantes pruebas, para el corporativismo de turno aferrado al error no importa nada: servirse de lo más miserable dialécticamente –o con la censura– es su fuerte. Claro, con la imagen y con el prestigio miserable celebran sus fiestas de sinrazón demasiados intelectuales y… ¡a callar! Quienes se esfuerzan sólo y únicamente con la demostración, ¡a callar!

Sin tapujos, la coherencia con censuras es nada, así de sencillo; por razón de que sólo le es válida la razón, no la confusión, no el amiguismo, no la sugestión, no la influencia mediática, no la presión del "¿qué dirán?", no el chantaje económico, no el seguir un proyecto doctrinario, no lavándoles caras y caras a maestros al margen de una plena disposición racional.

Porque, sí, hablan demasiados ya de ecología, pero se gastará hasta la última reserva de petróleo, hasta la última gota: se gastará; hablan y hablan, sí, demasiados, pero se venderá hasta el último coche que se fabrique, o se buscará hasta el último cliente que pueda encontrarse aún por fabricar un coche más: por fabricarlo.
 

* En China, la doctrina "Cheng-ming" rectificó los nombres o las palabras para unos objetivos político-religiosos. Para Confucio suponía la base de una reforma social: controlar lo que decían sus conciudadanos. En la Europa del siglo XVII, el jansenismo, exagerando las doctrinas de San Agustín, limitó el libre albedrío a los predestinados por leyes divinas.