La Jornada Semanal,   domingo 4 de septiembre  de 2005        núm. 548
 
La experiencia poética de
Gilberto Owen

Evodio Escalante

En una carta dirigida a Margarita y José Rojas Garcidueñas, Gilberto Owen afirmaba: "Yo tuve amigos, en la Edad Media, que me enseñaron cómo debe escribirse. Ellos lo hacían bastante bien. Pero yo me quemo mucho más cuando escribo."1  La declaración me parece harto significativa, y apunta cuando menos en tres direcciones. Aparece aquí, en primer lugar, el alegorismo de la escritura oweniana, su tendencia a decirlo todo con símbolos, causa directa por cierto de un hermetismo que tanto ha despistado a la crítica. No especifica acerca de los amigos en la década de los veinte, o de los treinta; matiza muy monacal: en la Edad Media. En segundo lugar, aparece lo que podría llamarse un autorretrato con generación. Owen rinde homenaje a quienes lo introdujeron en la cultura, le pulieron las lecturas y lo enseñaron a escribir. Nombra de esta manera, aunque sin nombrarlos, a Villaurrutia, a Gorostiza, a Cuesta, con quienes ha contraído una deuda imposible de pagar. Aparece aquí, por último, a partir del adversativo, lo que podríamos llamar la "diferencia específica", lo que singularizaría a Owen dentro del grupo de Contemporáneos. Lo formula también de manera alegórica: Pero yo me quemo mucho más cuando escribo. La superioridad de Owen sobre sus amigos tendría que residir no en la factura del verso, ni en la elección de los temas, ni en la cantidad o la calidad de las lecturas, sino en una apuesta muy personal que involucra la combustión de la vida en el acto mismo de ponerla sobre el papel. "Yo me quemo mucho más cuando escribo" quiere decir, y hay que tener muy cerca la lectura de Sinbad el varado para no extraviar el camino, que la escritura de alguna manera arrebata la vida, que es onerosa con respecto a la vida, y que él ha asumido este desgaste escribiendo con el humo de su sangre a punto de entrar en ebullición.

Estoy seguro de que si se prestara atención a lo que se afirma en estos renglones, se habrían evitado una enorme cantidad de desvaríos interpretativos que pierden de vista lo que tendría que ser lo primario: la experiencia de vida, las vallejianas médulas del dolor, la intensidad emocional, intelectual e imaginativa de una existencia obligada a articularse en verso, más allá o más acá del dato verificable en la biografía. Los libros de Jaime García Terrés, Poesía y alquimia. Los tres mundos de Gilberto Owen y de Tomás Segovia, Cuatro ensayos sobre Gilberto Owen, yerran ambos en la medida en que se ven obligados a recurrir –el primero– a la alquimia, a la mitología, al Tarot y al pitagorismo, y el segundo a los laberintos de una biografía mitificada, en lugar de indagar en las escalas del dolor y de la alienación experimentadas por el poeta.2  Ambos se disparan hacia un cielo simbólico y esquivan o de plano malinterpretan el suelo de la significación textual, del que no habría que apartarse nunca. Segovia resume los alcances y las restricciones de su propuesta de lectura de la poesía de Owen, cuando sostiene: "El poeta se narra su vida, y se la narra de una manera ritual, legendaria, casi mítica." A lo que agrega, para remachar: "Owen no ‘poetiza’, sino que ‘mitifica’ las circunstancias particulares de su biografía individual."3

Es evidente que tanto en El libro de Ruth, quizás el poema de amor más hermoso que se ha escrito entre nosotros, como en Sinbad el varado, el más ambicioso y complejo de sus textos, Owen recurre de manera constante a la alegorización. ¿Qué puede hacer un poeta lírico sino "mitificar", es decir, transfigurar en símbolos los elementos de su biografía personal? ¿Tiene acaso otra materia a su disposición? El propio Owen parecería darle la razón a Segovia cuando afirma en otra de sus cartas, esta vez dirigida a Josefina Procopio: "Siempre he sabido leer –y escribir– entre líneas. Son muy pocas las ocasiones en que la pasión me arrastra a lo literal." Ahí mismo agrega, sin embargo, que más fascinante que leer, es "sentir entre líneas".4  (Yo subrayo.) Este sentir es el que permite desenredar el otro hilo de la madeja, pues equivale a presenciar, a presentar, a corporizar. Lo que se siente no se imagina. La pasión de lo literal, la pasión que "arrastra" a lo literal, lo mismo que la letra que "arrastra" consigo a la pasión, y que tendría que hacerse presente en el texto como verdad sentida, como lo sagrado en lo que se cree, es un elemento sin el cual no podría haber poema. Nada más lejos de mi intención que desautorizar la euforia simbólica de la interpretación, lo que intento es mostrar ahí mismo, en el marco de lo legendario y de lo mítico, lo que ha sido omitido de modo sistemático: los avatares (a menudo escabrosos) de la experiencia oweniana.

Esta experiencia no es sólo la del fracaso amoroso, como se ha repetido a menudo. Es una experiencia mucho más compleja, en la que cabe lo mismo un diagnóstico de la época, caracterizada por la caída generalizada de los valores, y por la condición inerme del "sujeto arrojado", que un minucioso recuento de la existencia alcohólica. Es una experiencia donde el agobio de la inmovilidad se asocia a la imposibilidad, asumida como irremediable, de regresar a México; de romper el exilio sentimental y retornar a la patria. Es también, por último, una experiencia radical de la finitud que convalida la sorprendente ecuación oweniana: escribir es quemarse –y por lo tanto, autodestruirse. Si David Moody ha dicho que La tierra baldía de Eliot transmuta la agonía del poeta y la convierte en algo al mismo tiempo universal e impersonal, Sinbad el varado de Owen se adentra en un terreno todavía más radical: anticipa la muerte del sujeto que escribe, lo exhibe muerto ya por adelantado, quemado hasta la médula por el poema que da noticia de su vida. Sólo este rasgo, de por sí inusitado, bastaría para darle a este texto de Owen un lugar especial dentro del conjunto de los grandes poemas de los Contemporáneos que abordan el tema de la muerte.5

Owen puede muy bien "mitificar" su vida, como han escrito los críticos, pero al mismo tiempo exhibe con una crudeza nunca antes vista en la poesía mexicana lo que podrían llamarse los pormenores de la existencia crápula. Incurrir en las vulgaridades biográficas al uso y anotar como disculpando la infidencia que Owen murió de una crisis cirrótica, valdría tanto como postular que el poema tiene algo de insuficiente. Una vez que se han puesto entre paréntesis las obligadas alegorizaciones, lo que emerge del texto es la realidad atroz del quiebre amoroso ligada al alcoholismo del personaje. De tal modo están asociados estos términos que resulta imposible resolver dentro de la estructura del poema si el sujeto ha fracasado en el amor debido a su alcoholismo, o bien éste es el resultado de su fracaso amoroso. Lo cierto es que el poema arranca y concluye con sendas descripciones ligadas al consumo etílico. Me refiero a la borrachera que se antoja interminable del personaje, y a la embriaguez final del ángel de la guarda, creo que no puede haber una hipérbole mayor, quien se queda dormido de borracho, y no se da cuenta que a la vuelta de la esquina acaban de asesinar a su pupilo.

La escena de alcoba con la que se abre esta "Bitácora de febrero" no me deja mentir. Lo que se describe en el primer día de Sinbad el varado es una doble "cruda" a la vez alcohólica y moral. Al correr de una noche de borrachera el personaje se enreda con una mujer, que de seguro le pareció fabulosa, y se la lleva a la cama. A la mañana siguiente, al despertar, el sujeto cae en cuenta que ha cometido un despropósito terrible: "Acaso te he perdido con saberte." Por eso su decepción: "tierra que me acogió de noche náufrago/ y que al alba descubro isla desierta y árida." La mujer no es. Se trata de un error. El personaje masculino no puede reconocerse en ese rostro. Es esto lo que da pábulo a su fuga fatal: "y me voy por tu orilla, pensativo, y no encuentro/ el litoral ni el nombre que te deseaba en la tormenta".

El poema prodiga los indicios alcohólicos, y lo que me sorprende es que la crítica no haya tenido ojos para verlos. Menciono algunos. En el día siete, el capitán está borracho "de alcohol y de silencios." El día quince está dedicado a Un golpe de dados no abolirá el azar, y ahí se revela esta transposición que parece significativa, pues subvierte de modo deliberado el sentido del texto de Mallarmé: "Alcohol, albur ganado, canto de cisne del azar./ Sólo su paz redime del Anciano del Mar/ y de su erudita tortura./ Alcohol, ancla segura y abolición de la aventura." Lo que sigue es digno del cónsul de Bajo el volcán, de Lowry: "Las calles ebrias tambaléandose por cerros y hondonadas..." Se habla también de un "blanco infierno en las rocas." (¿Ron blanco en las rocas?) Pero el rasgo concluyente surge en el remate del poema, con la aparición muy poco ortodoxa (y hasta quizás herética) de ese ángel de la guarda que por emborracharse se olvidó de cuidar a su resguardado, ni más ni menos que el poeta, con graves consecuencias pues lo asesinan a unos metros de distancia. ¿Qué cuentas será capaz de rendir este ángel a su Amo, es decir, a Dios? ¿Con qué cuento o mentira habrá de salirle? La oración con la que el ángel se dirige al Señor no tiene desperdicio. Es el informe de lo sublime, transido de una evidente compasión: "Lo hiciste cieno y vuelve humo pues ardió como Te amo." Como tendríamos que arder todos, se diría.

Pero volvamos a lo terrenal. El Owen de Sinbad el varado es un Owen que se autodeclara nacionalista. No exagero. Remito al poema del día dieciséis, que Owen titula no sin cierta ironía como "El patriotero". No hay que olvidar que el poema de Owen está datado, que indica un tiempo y un lugar muy precisos: "Bogotá, 1942." El autor se encuentra anclado en Bogotá y no puede regresar a México. Tomás Segovia ha hablado con elegancia de un "infierno de la inmovilidad." Es algo más que esto, quiero decir, algo mucho más tangible: son las carretadas de nostalgia de un personaje que anhela regresar a su país en la medida en que está imposibilitado para hacerlo. De aquí la añoranza por ciertos lugares y objetos significativos: por la catedral de Taxco, por el Nevado de Toluca, por "el amarillo amargo mar de Mazatlán", por el "puerto nativo", por los "diablillos churriguerescos", por el cenote de Yucatán y las corrientes del Golfo de México. Owen nunca rehuyó el llamado "jicarismo" nacional. El sambenito de "cosmopolitas" que se ha colgado a la generación de Contemporáneos es quizás lo que ha impedido advertir la desnudez inequívoca de esta nostalgia, que a veces raya peligrosamente con la cursilería nacionalista.

Pero el regreso es imposible, no sólo de hecho, sino que se diría que también metafísicamente. La Ciudad de México como tal ha dejado de existir, es sólo una reliquia del pasado, un constructo de la memoria. Lo que consta en actas es que el personaje de Owen se declara dispuesto a regresar a ella, no importa que esta ciudad se haya convertido en "una Bagdad olvidadiza" y sea él mismo ya incapaz de reconocer la calle en que vivía.

La finitud está de por medio en este teatro de fantasmas. El personaje oweniano no sólo sabe que ha de morir, verdad a la vez escalofriante y trivial que todos compartimos, sino que se da por muerto de varios modos en el poema. El tema del "pre-ser-se" de Martin Heidegger (en la discutible traducción de Gaos) o de la "anticipación" de su propia muerte, adquiere aquí una torsión significativa que el filósofo quizás no podría autorizar. Es esta muerte anticipada la causa trascendental o definitiva que le impide regresar a su ciudad y habitar una vez más en esa casa en la que presuntamente lo esperaría la mujer amada. Gran lector de la Biblia, Owen retoma algunas líneas del Cantar de los cantares y las adapta a su peculiar "condición de arrojado", quiero decir, de "expulsado" de la vida:

La esposa está dormida y a su puerta imploro
  en vano;
querrá decir mi nombre con los labios incoloros
  entreabiertos,
los párpados pesados de buscarme por el cielo
  de la muerte.

Mas no estaré en sus ojos para verme renacer
  al despertarse
y cuando me abra, al fin, preguntará sin voz:
  ¿quién eres?
El luto de la casa –todo es humo ya y lo mismo–
  que jamás habitaremos;
el campo abierto y árido que lleva a todas partes
  y ninguna.

Si la amada ha buscado al esposo por el cielo de la muerte, es porque a estas alturas del poema el poeta ya sólo existe en calidad de espectro. Por eso cuando la esposa abre la puerta no puede reconocer a nadie, y sólo alcanza a preguntar ¿quién eres?, como si lo que percibiera fuese algo menos que una silueta, una presencia intangible, un fantasma.

Owen tiene como ninguno la capacidad de desdoblarse, de ponerse en el lugar del otro, y desde la lejanía de esa conciencia contemplarse a sí mismo. Intensifica Owen, a su manera, la famosa "extraposición" bajtiniana. Por eso dice, refiriéndose a la mujer: "Mas no estaré en sus ojos para verme renacer al despertarse." Incorporando, como lo hace a menudo, una expresión típica del español hablado, se autodefine: "Mosca muerta canción del no ver nada,/ del nada oír, que nada es." Enseguida llaman otra vez a la puerta, pero él no puede contestar, pues está muerto, o en mexicano, se hace la mosca muerta: "De llamar a mi puerta y de no oír que me niegan/ y ver por la ventana que sí estaba yo adentro,/ pues no hubo, no hubo/ quien cerrara mis párpados a la hora de mi paso."

Hablé antes de la combustión por la escritura: Pero yo me quemo mucho más cuando escribo.También su amigo José Gorostiza se expresaba en términos semejantes. Por eso leemos en el romancillo con el que concluye Muerte sin fin: "Y en la carne que se gasta/ como una hoguera encendida,/ por el canto, por el sueño,/ por el color de la vista." La noción de la muerte como combustión aparece en algunos pasajes cumbres de Sinbad el varado. Así retrata Owen la muerte de su padre: "un gambusino rubio que se quemó en rosales de sangre al mediodía". La expresión (con sus variantes) reaparece en otros momentos señalados: "idéntico quemarse en mi agonía"; la voz "quemada y sin audiencia"; "sobre la brasa de mi frente"; "un poco de humo/ se retorcía en cada gota de mi sangre"; "siempre una brasa más arriba"; "que me agostó mis rosas/ y me quemó la médula"; ya casi para terminar, los ojos del poeta muerto son "dos ventanas que entran en erupción".

Pero la referencia más impresionante aparece en la multicitada escena de ese ángel de la guarda pasmado e irresponsable que se queda dormido mientras a unos pasos de distancia matan ahora sí de modo definitivo al poeta que se supone protegía. El poema inquiere acerca de una imposible o cuando menos muy penosa rendición de cuentas: "¿Qué va a llevar más que el puñal del grito último a su Amo?/ ¿Qué va a mentir?" Enseguida, la voz del ángel en su informe patético: "Lo hiciste cieno y vuelve humo pues ardió como Te amo." Ardió como tea, escancia García Terrés en uno de los escasos momentos de su libro en que presta atención al guiño de la letra. Como si Dios fuese Tea, no Teos, si continúo por cuenta propia con los desvaríos del significante...

En una de sus cartas a Elías Nandino, Owen deja caer una frase que será pasto de todos su escoliastas: "Creo haber sido la conciencia teológica de los Contemporáneos..." Afirmación que no habría que tomar a la letra, digo, como si Owen fuese un sacerdote o un experto en teología católica. Owen no acude a los mitos y las leyendas de la cultura sino para jugar e invertir de modo sistemático su sentido. Su poema lo adelanta desde el título, ¿puede haber mayor irrisión de un marinero que quedar varado ad aeternum? La leyenda de Simbad, como el mito de Prometeo, como el de Perseo vencedor de Medusa, o leyendas bíblicas como la de Susana y los viejos, Owen los utiliza para modificarlos y ponerlos de cabeza. Como buen vanguardista, Owen subvierte la semántica de todas las figuras culturales que caen en sus manos. En un riguroso paralelismo, también su teología es una teología invertida, herética, escandalosa, en la que, ganancias de la existencia "arrojada", sólo el Caos es eterno y verdaderamente originario, mientras que Dios, por contraste, sólo un ente subordinado, otro ser que existe y que por lo tanto en la rigurosa lógica oweniana también ha de morir. Transcribo las palabras de Owen, imposibles de adulterar: "Todo lo que existe está condenado al tiempo. Lo que está puede ser eterno, pero entonces se llama Caos, y no es, no vive. Dios no está, existe. Llegó después del Caos y morirá cuando el Caos vuelva a estar en todas partes."6

Sinbad el varado en esta línea argumentativa no es sino un tratado acerca de la finitud, la irremediable finitud del ser humano. Adquiere todo su sentido en este contexto el segundo epígrafe del poema, que transcribe unos versos de Miércoles de ceniza de T. S. Eliot: "Because I do not hope to turn again./ Because I do not hope./ Because I do not hope to turn." El poeta se da por muerto y sabe muy bien que no regresará. Que su reino es del Caos. Esta verdad, este mitologema del derrumbe, corona la experiencia oweniana.

LA "TEOLOGÍA" DE OWEN EN EL LIBRO DE RUTH

También El libro de Ruth está signado por la presencia, o se diría mejor, la inminencia de esta seudoentidad que no es, que no vive: el Caos. El agnosticismo de Owen tiene de propio que es una apuesta en favor de la vida, sabiendo que en su resplandor todo se da ya por adelantado, y este todo es la muerte. La suya es la poesía de un condenado a muerte que sabe que en última instancia nada tiene sentido, pues habrá de ser pasto de esa seudoconcreción a la que él da el nombre de Caos, pero que no sabemos en verdad cuál sea su verdadero nombre. Lo único que sabemos es que el Caos es el alfa y el omega de todo cuanto existe. Su término y quizás su razón de ser. Dios mismo, que existe, llegó después del Caos, y "morirá cuando el Caos vuelva a estar en todas partes." Heidegger centraba en el enigma del tiempo la llave de acceso a una verdadera constitución del ser. Desde la experiencia poética, Owen postula que el tiempo es un sucedáneo del Caos. La retirada o el alejamiento del Caos es lo que ha dado origen al tiempo, y éste cesará una vez que el Caos retorne de nuevo por sus fueros. Pero esto significa que si el tiempo depende del alejamiento o de la proximidad de esta seudoconcreción, él mismo es tan enigmático como su progenitor. Decir que todo está sujeto al tiempo es decir que todo depende de una figura misteriosa cuyo secreto no nos es dado revelar. La famosa declaración oweniana, "Creo haber sido la conciencia teológica de los Contemporáneos..." exige una escanción irónica. El correlato objetivo de esta supuesta conciencia teológica no es Dios, elevado a un ser existente y por lo tanto mortal, sino el derrumbe de Dios, su anegamiento en el misterio genésico del Caos primordial. El Dios de Owen es un Dios humillado, que traga el polvo de la tierra, y que muere como todo ser que alcanza el privilegio de la existencia. Además, ¿qué tipo de "conciencia teológica" podría darse en relación con un grupo de descreídos como eran los Contemporáneos? Se me replicará que Dios aparece en el poema de Gorostiza, y que la disolución del universo convertido en un enamorado río de semen que regresa a la entrañas del Creador, es prueba suficiente de que este poeta supremo creía en un Ser Supremo, y que seguía atento la lección de Orígenes. Lo curioso a observar es que este Ser Supremo concebido por Gorostiza es justamente, en el mismo plano que lo dibuja Owen, un Dios sufriente que muere con la muerte de cada una de sus criaturas. Lo prodigioso es que mejor que una esencia, es una existencia. En tanto que el "Dios mineral" del poema de Cuesta, en la medida en que es un habitante de la más cruda materia, y desde allí alcanza la sublimación del pensamiento, no deja de ser un Dios plenamente materialista, lo que quiere decir que no es Dios.

Una teología del Caos no es una teología propiamente dicha, sino la irrisión de la misma. No se pierda de vista que la signatura de la ironía recorre palmo a palmo la experiencia oweniana. Por esto lo más sagrado de la experiencia humana que es sin duda el amor, el amor carnal, por supuesto, fugacísima fusión de los opuestos, aunque puede llevar instantáneamente a la salvación (recuérdese la hermosa consigna: ángel mientras mi lecho no te erija mujer), de modo final y a la vez fatal conduce al Caos, esto es, al torbellino de la inexistencia. Esta es la clave interpretativa que tiene que presidir toda lectura de ese hermoso texto maestro llamado El libro de Ruth.

El libro comienza justamente con una invocación de lo que en términos de Bajtín se llamaría "el tercero absoluto." Este tercero absoluto es el Caos, lo que no es sino una manera de decir que Owen invoca desde el principio mismo de su texto un testigo metafísico, un testigo colocado por encima del tiempo, que pertenece a la eternidad, y que se convierte por esto mismo en el destinatario último de todos los hilos de la trama. Al lado del destinatario pragmático, real, colocado en el aquí y en el ahora, hay también un destinatario paradójico, colocado en el callejón sin salida de la eternidad. No se trata de una elucubración mía, sino, a la letra, de la propuesta teórica de Bajtín. En la Estética de la creación verbal, en efecto, Bajtín establece: "El destinatario es el segundo en el diálogo [...] Pero además del destinatario (del segundo), el autor del enunciado supone la existencia de un destinatario superior (el tercero), cuya comprensión de respuesta absolutamente justa se prevé o bien en un espacio metafísico, o bien en un tiempo históricamente lejano." Ahí mismo agrega Bajtín: "En diferentes épocas y en varias cosmovisiones, este destinatario superior y su comprensión de respuesta idealmente certera adquieren diversas expresiones ideológicas (Dios, verdad absoluta, juicio de la conciencia humana desapasionada, pueblo, juicio de la historia, ciencia, etcétera)."7

A la luz de estas afirmaciones, no es exagerado decir que el "dialogismo" de Bajtín se convierte de manera especial en un trilogismo, en una triplicidad. Lo que prevalece en este Bajtín tardío es la inserción de una instancia supratemporal que otorga otra dimensión a lo enunciado en el texto poético. Este tercero en el diálogo, en verdad, ya se encontraba esbozado en un texto de Voloshinov de los años veinte, titulado "La palabra en la vida y la palabra en la poesía. Hacia una poética sociológica". En el ejemplo de este último texto, el tercero en el diálogo entablado entre dos campesinos ucranianos era la naturaleza, prosopopéyicamente considerada como testigo y responsable último de la nevada en mayo que tiene asombrados a los personajes.8 El reproche agradecido de los campesinos que apenas se expresan en interjecciones, es a la naturaleza como responsable de lo que acaece.

A fin de evitar malentendidos, Bajtín se permite una aclaración que puede sernos de utilidad. No ha renunciado al dialogismo, se dijera que tan sólo lo ha complicado: "Cada diálogo se efectúa (como) si existiera un fondo de comprensión-respuesta de un tercero que presencia el diálogo en forma invisible y que está por encima de todos los participantes en el diálogo...." A lo que añade, tajante: "El tercero señalado no es en absoluto algo místico o metafísico (aunque dentro de una cosmovisión determinada pueda tener tal expresión), sino que se trata de un momento constitutivo del enunciado completo que se pone de manifiesto en un análisis más profundo del enunciado mencionado."9 

El primero de los cinco poemas que componen El libro de Ruth, comienza con unos versos que tienen algo de epígrafe y mucho más de sentencia gnóstica. Los cito: "Entonces doblarán las doce de la noche/ y el Caos/ acogerá sonriente al hijo pródigo." Se trata de una prognosis que sella desde el arranque el destino final del personaje masculino. La hora más plena, más saturada de existencia, las doce de la noche, marca el tiempo cumplido de una apertura y se pudiera decir de una extraña hospitalidad: la hospitalidad del Caos. La inversión irónica oweniana está ya funcionando aquí a su máxima capacidad. Cuando llegue la hora determinada desde el comienzo de la historia, el hijo pródigo regresará al seno original. No es una hora tétrica, sino sonriente. Los versos hablan de un destino cumplido y a la vez asumido que se cifra en un retorno al Caos. ¿Y qué cosa es el Caos dentro de este texto? El testigo absoluto, el tercero en el diálogo de que habla Bajtín, la instancia colocada fuera del tiempo y que sin embargo da origen a todo cuanto sucede en el tiempo. Si las campanadas han sonado o están por sonar en el poema es porque hay, por encima de la noción de existencia, más allá de sus límites, traspasando cualquier noción terrena, un personaje trascendental llamado Caos. Aquí conviene invocar a fin de propiciar una correcta interpretación de la sentencia, una suerte de regla de tres metaforológica. Esta regla de tres, en la concepción auténtica de Owen, tendría que conducir a una visión herética de la divinidad. ¿Quién es el hijo pródigo? En el ámbito del poema, el hijo pródigo no puede ser sino el protagonista del poema, Booz. Si Booz es el hijo, ¿quién podría ser su padre? El padre de Booz no puede ser sino Dios Padre. El padre alegórico del relato evangélico se traspone aquí en el padre de todos los padres llamado Dios. Pero ya hemos visto con qué enjundia Owen traspone al Caos en el lugar del Padre. Justamente, la regla de tres estriba en postular que el hijo pródigo es a Dios Padre lo que Booz es al Caos. Lo herético de la sentencia está en que Owen ha tachado en su imaginario el término Dios y en su lugar ha puesto el término que es la negación absoluta de Dios. Caos es pues varias cosas a la vez: es el tercero en el diálogo, un tercero absoluto, colocado en un éxtasis ajeno a la temporalidad, un testigo último –y también, un validador último– de todo cuanto acontece en la existencia humana, pero también el destinatario final que como un embudo cósmico recoge la fiambre en llamas del personaje, cuya ex-sistencia se ha quemado por completo. Convendría escribir la palabra ex-sistencia con un guión entre ex y sistencia, como hacen algunos heideggerianos. La subversión teológica de Owen se ha consumado desde los primeros renglones, porque se arriesga en la pura exterioridad. Lo que viene tiene que ser el descalabro de la experiencia amorosa vivida con la intensidad de quien se entrega de modo ciego a los designios de ese personaje ominoso, siniestro, pero a la vez entrañable que es el Caos. Escribo siempre Caos con mayúscula, atendiendo a la indicación del mismo Owen.

No puede haber mayores sorpresas en esta historia de amor. El poeta resume toda la historia en estos tres versos. Ahora sólo falta ver de qué modo se cumple la atrevida prognosis.

Se cumple de manera gozosa, no me resisto a adelantar las vísperas. Tejido como un diálogo intertextual con la Biblia y con un poema de Víctor Hugo, "Booz endormi", el contenido todo de El libro de Ruth podría resumirse en este enunciado que es también una exigencia de vida: por la carne también se llega al cielo. Sobra decir que el cielo, en el contexto del poema, es también y sin contradicción de por medio el Caos que preside la narración. Pero sólo se llega a él soñando. El poema de Víctor Hugo establece: "Et ce songe était tel, que Booz vit un chene/ Qui, sorti de son ventre, allait jusqu’au ciel bleu." El quinto y último poema de la composición de Owen, retoma casi a la letra estos versos, aunque prefiere ponerlos en negativo, en la voz de un personaje celoso que se apresta a morir. Dice el poema: "Y sólo sé que no soy yo,/ el durmiente que sueña un cedro Huguiano, lo que sueñas,/ y pues que he nacido de muerte natural, desesperado,/ paso ya, frenesí tardío, tardía voz sin ton ni son." El roble fálico que brota del vientre del personaje en el poema de Hugo, se torna ensoñación melancólica en Owen. O bien desesperación de "muerto natural". Las referencias bíblicas son inexcusables:

Me miro en tus ojos y me veo alejarme, 
y separar las aguas del Mar Rojo de nuestros cuerpos
    mal fundidos
                      para la huida infame, 
                      y sufro que me tiñe de azules la
distancia,
                      y quisiera gritarme desde tu boca:
"No te vayas".


La primera sección, "Booz se impacienta", es una invocación de la amada presentida. El personaje sabe que hay límites temporales: "Más allá de las doce no se puede ver nada", que se refuerza en la paráfrasis: "Más allá de las doce no se puede ser nada." (Subrayados míos). La invocación es portentosa, y no puedo dejar de transcribirla: "Deja la luz sin sexo en que te ahogas,/ ángel mientras mi lecho no te erija mujer."

La segunda sección, "Booz encuentra a Ruth", contiene una prefiguración no gozosa sino negativa. El adulto se sabe destructor de la belleza, y de algún modo intenta prevenir a Ruth de las desgracias que podrían brotar del encuentro. No vengas a mí, parece exclamar el personaje. La contraparte de este mensaje es la constatación de lo que Ruth representa: representa la vida más fresca, la renovación del anciano. "Me traes a nacer en mí." No podía haber acontecimiento mayor. Pero el anciano se sabe un Fausto goethiano que tiene entre sus manos a una frágil Margarita. Por eso declara el poema: "Fausto que te persigue desde el episodio fatal de la siega en mis manos nudosas y tiernas de asesino./ De mí saldrás exangüe y destinada a sueño como las mariposas que capturan los dedos crueles de los niños..." De aquí la petición incumplida. "Huye de mí, que soy elvientoeldiablo que te arrastra." 

La tercera sección, "Booz canta su amor", la única en endecasílabos regulares, es la apoteosis del amor. Cualquier intento de exégesis caería en el vacío: "Me he querido mentir que no te amo,/ roja alegría incauta, sol sin freno/ en la tarde que sólo tú detienes,/ luz demorada sobre mi deshielo." No podría faltar la exaltación fálica, la poderosa renovación carnal, la rotunda primavera del cuerpo: "Pero cómo negarte mis espigas/ si las alzabas con tan puro gesto;/ cómo temer tus años, si me dabas/ toda mi juventud en mi deseo." José José canta una historia de amor parecida, "40 y 20", pero no alcanza estas alturas. "Quédate, amor adolescente, quédate./ Diez golondrinas saltan de tus dedos." "Me has untado de fósforo los brazos:/ no los tienen más fuertes los mancebos." Arrebato y consumación: "Tiéndete bajo el pino más erecto,/ una brizna de yerba entre los dientes./ No te muevas. Así. Fuera del tiempo."

El garabato de la muerte, empero, corona este territorio de la exaltación amorosa. La corrosión irónica nos trae de nuevo a la tierra: "Si cerrara los ojos, despertándome,/ me encontraría, como siempre, muerto."

La cuarta sección es la apoteosis cósmica del cuerpo de la amada. "La isla está rodeada por un mar tembloroso/ que algunos llaman piel. Pero es espuma." No sólo cartografía marítima, también proyección estelar. El cuerpo de la amada como espejo y síntesis del universo:

...yo conocí un río más largo que tus piernas
–algunos lo llamaban Vía Láctea–
pero no discurría tan moroso
ni por cauce tan firme y bien trazado...
El ansia de conocer es también destructiva. El sujeto amoroso quiere saber todo de la amada. Quiere saber su origen, o mejor que eso, anhela haberlo presenciado; anhela de igual modo conocer los sueños y los pensamientos más recónditos de la amada. Amor es deseo de posesión total, y si no, no es amor:
No haber estado el día de tu creación, no haber
  estado
antes de que Su mano te envolviera en sudarios
  de inocencia
–y no saber qué eres ni qué estarás soñando.
Hoy te destrozaría por saberlo.
La quinta y postrera sección, "Celos y muerte de Booz" es la que da cumplimiento a la profecía. Las aguas del Mar Rojo se han abierto de nuevo para que por ahí huya uno de los amantes. "Ya me hundo en un te amé que quiso ser te amo..." La despedida, empero, no es trágica ni siniestra. La de Booz es una muerte activa, trucada de alegría, una muerte que ha vivido la experiencia que había que vivir, a plenitud, colmada por lo que hay de realizable en lo realizable. En los confesionarios se "desenredan" sus "arrepentimientos mentirosos." Es que no se arrepiente de vivir lo vivido, tan sencillo como esto. Booz está saturado hasta las heces por su propia experiencia, que es la experiencia del amor. Esto lo confirman los versos finales con los que culmina la composición: "Ya me voy con mi muerte de música a otra parte./ Ya no me vivo en ti. Mi noche es alta y mía."

El español hablado en México exige una casi inmediata transposición: Ya me voy con mi muerte de mula a otra parte, a seguir dando "lata" con mi muerte y mi música, que es también con mi muerte de mosca muerta; a seguir muriendo de amor en otro tiempo.

Ya lo sabíamos desde el principio. También el Caos, el tercero absoluto, está satisfecho. Por eso acoge sonriente al hijo pródigo. Su satisfacción es doble, si lo puedo decir. Es que el hijo pródigo no sólo regresa quemado en pleno por el amor, también regresa con un poema pleno entre las manos. Con este Libro de Ruth que justifica y hasta santifica la más estremecedora de las experiencias. Aunque la relación amorosa ha terminado, y quizás porque ha terminado, Booz, el sujeto de la voz se ha salido con la suya, triunfando por decirlo así en la inevitable derrota. Por eso proclama con orgullo: "La noche es alta y mía." Con este corolario afirmativo culmina la experiencia poética de Owen, más terrenal en tanto más caótica, más sublime en tanto más llevada por el deseo.

 1 Gilberto Owen, Obras. Edición de Josefina Procopio, México, Fondo de Cultura Económica, 1979, p. 294.
 2 Remito a los libros de Jaime García Terrés, Poesía y alquimia. Los tres mundos de Gilberto Owen, México, Ediciones Era, 1980, y Tomás Segovia, Cuatro ensayos sobre Gilberto Owen, México, Fondo de Cultura Económica, 2001.
 3 Tomás Segovia, op. cit., pp. 21 y 27
 4 Gilberto Owen, op. cit., p. 281
 5 En lo que respecta a Eliot, véase A. David Moody, Thomas Stearns Eliot, poet, Cambridge, Cambridge University Press, 1994, p. 79. Que la combustión oweniana está íntimamente soldada con la escritura, el día veinticuatro de Sinbad el varado lo refiere en términos que no dejan lugar a equívocos: "la estéril mano álgida que me agostó mis rosas / y me quemó la médula..." Esta mano estéril es la de la escritura.
 6 Gilberto Owen, op. cit., p. 290. A la luz de esta declaración adquiere su pleno sentido el enigmático arranque del Libro de Ruth: "Entonces doblarán las doce de la noche/ y el Caos /acogerá sonriente al hijo pródigo."
 7 Mijail M. Bajtín, Estética de la creación verbal, traducción de Tatiana Bubnova, México, Siglo XXI, 1989, pp. 318-19.
 8 Mijail M. Bajtín, Hacia a filosofía del acto ético. De los borradores y otros escritos, traducción de Tatiana Bubnova, Barcelona, Anthropos, 1997, pp. 107-37.
 9 Mijail M. Bajtín, Estética de la creación verbal, p. 319.