Usted está aquí: jueves 8 de septiembre de 2005 Opinión Linda McCarriston. Lengua inglesa

Carlos Montemayor

Linda McCarriston. Lengua inglesa

La escritora estadunidense Linda McCarriston fue la invitada de lengua inglesa que participó en el recital de poesía Las lenguas de América, organizado por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) la noche del 12 de octubre de 2004. José del Val, director del Programa México Nación Multicultural, me propuso que en ese encuentro de poetas convocáramos a escritores de diversas lenguas de nuestro continente.

De las otras tres lenguas europeas establecidas en nuestros territorios, el brasileño Lêdo Ivo representó el portugués, la quebequense Nicole Brossard el francés y el mexicano Juan Bañuelos el español. Por vez primera, poetas de estas lenguas europeas, ahora también de América, se reunían en un recital de poesía con autores de cuatro lenguas indígenas del continente y con autores de ocho lenguas indígenas de México: el mapuche chileno Elicura Chihuailaf, el aymara boliviano Juan de Dios Yapita, el quechua ecuatoriano Cristóbal Quishpe, el kiché guatemalteco Humberto Ak'abal, el zapoteco de la sierra Mario Molina, el zapoteco del Istmo Víctor Terán, la escritora maya Briceida Cuevas, el poeta de lengua náhuatl Natalio Hernández, el mazateco Juan Gregorio Regino, el ñahñú Thaayrohyadi Bermúdez y una figura esencial del humanismo mexicano: Miguel León-Portilla, como poeta en lengua náhuatl.

Linda McCarriston es una de la más sólidas y extraordinarias figuras literarias de Estados Unidos. Por el también poeta estadunidense Reginald Gibbons, director desde hace tiempo de la revista Try-Quarterly de la Northwestern University de Chicago, sabía yo que Linda McCarriston fue muy injustamente atacada por algunos poetas debido a su osadía de escribir un valiente poema sobre mujeres indígenas.

Gibbons la destacaba como una pensadora brillante y ajena a los círculos exclusivos de los poetas convertidos en celebridades. La fortaleza de su poesía y de su carácter posiblemente deriven de su peculiar biografía: haber estado sometida desde niña a diversas represiones racistas, sociales y de género por ser parte de la minoría irlandesa, parte de la clase obrera en una ciudad industrial y por ser una brillante y lúcida mujer en una sociedad agresiva y brutalmente machista.

Linda McCarriston nació en Lynn, Massachusetts, en 1943. Ha publicado Talking Soft Dutch, Eva-Mary y New and Selected Poems. En 1983 recibió el Premio Grolier; en 1986 el Premio Consuelo Ford, de la Poetry Society of America; en 1991 el Premio Terrence Des Pres de la Northwestern University, por Eva-Mary. Se graduó en el Emmanuel College, en Boston, y obtuvo la licenciatura de bellas artes del Goddard College.

Actualmente es profesora de la Universidad de Alaska, Anchorage, en el departamento de Escritura creativa y artes literarias.

Estos poemas, traducidos por Saidaly Ibarra Hidalgo y Ricardo Moreno Briceño, forman parte de la compilación Las lenguas de América. Recital de Poesía, Colección La Pluralidad Cultural en México, que la UNAM publicará próximamente.

Le Coursier de Jeanne D'Arc

You know that they burned her horse
before her. Though it is not recorded,

you know that they burned her Percheron

first, before her eyes, because you

know that story, so old that story,

the routine story, carried to its

extreme, of the cruelty that can make

of what a woman hears a silence,

that can make of what a woman sees

a lie. She had no son for them to burn,

for them to take from her in the worl

not of her making and put to its pyre,

so they layered a greater one in front of

where she was staked to her own -

as you have seen her pictured sometimes,

her eyes raised to the sky. But they were

not raised. This is yet one of their lies.

They were not closed. Though her hands
were bound behind her, and her feet were

bound deep in what would become fire,

she watched. Of greenwood stakes

head-high and thicker than a man's waist

they laced the narrow corral that would not

burn until flesh had burned, until

bone was burning, and laid it thick

with tinder -fatted wicks and sulphur,

kindling and logs- and ran a ramp up

to its height from where the grey horse

waited, his dapples making of his flesh

a living metal, layers of life

through which the light shone out

in places as it seems to through the flesh

of certain fish, a light she knew

as purest, coming, like that, from within.

Not flinching, not praying, she looked
the last time on the body she knew

better than the flesh of any man, or child,

or woman, having long since left the lap

of her mother -the chest with its

perfect plates of muscle, the neck

with its perfect, prow-like curve,

the hindquarters' -pistons- powerfu cleft

pennoned with the silk of his tail.

Having ridden as they did together
-those places, that hard, that long-

their eyes found easiest that day

the way to each other, their bodies

wedded in a sacrament unmediated

by man. With fire they drove him

up the ramp and off into the pyre

and tossed the flame with him.

This was the last chance they gave her
to recant her world, in which their power

came not from God. Unmoved, the Men

of God began watching him burn, and better,

watching her watch him burn, hearing

the long mad godlike trumpet of his terror,

his crashing in the wood, the groan

of stakes that held, the silverblack hide,

the pricked ears catching first

like driest bark, and the eyes.

And she knew, by this agony, that she
might choose to live still, if she would

but make her sign on the parchment

they would lay before her, which no-

would include this new truth: that it

did not happen, this death in the circle,

the rearing, plunging, raging, the splendid

armour-coloured head raised one last time

above the flames before they took him

-like any game untended on the spit- into

their yellow-green, their blackening red.

Le Coursier de Jeanne d'Arc

Sabes que a su caballo lo quemaron
frente a ella. Aunque no haya registros,

sabes que a su Percherón lo quemaro

primero, ante sus ojos, porque

conoces la historia, la vieja historia,

la historia de siempre, aquí llevada al

extremo, de la crueldad que provoca

que una mujer escuche un silencio,

que puede surgir cuando una mujer ve

una mentira.

No tenía hijos que pudieran quemar,
que pudieran arrebatarle en el mundo

nada que fuera suyo para llevarlo a la hoguera,

así que pusieron algo grandioso frente

al lugar donde la quemarían

-como la has visto retratada varias veces,

sus ojos levantados al cielo. Pero no estaban

levantados. Esa es otra de las mentiras.

No estaban cerrados. Aunque tenía las manos
atadas a la espalda y los pies

enterrados en lo que sería el fuego,

ella observaba. Alta en la leña verde la cabeza,

y la cintura más robusta que la de un hombre,

la ciñeron al estrecho corral que

ardería sólo después de la carne, después

de los huesos, y colocada junto a la yesca

-sulfuro y mecha encerada,

ramas y varas- elevaron una rampa

hasta la hoguera donde esperaba

el caballo gris pinto con su carne simulando

metal viviente, capas de vida

a través de las cuales brillaba la luz

como a través de la carne de algunos

peces, la luz que ella conocía como la más

pura, la que viene, como aquella, del interior.

Inmóvil, sin rezar, observó
por última vez el cuerpo que conocía

mejor que la carne de cualquier hombre o niño

o mujer, al haber dejado tiempo atrás el regazo

de su madre -el pecho con sus

músculos perfectos, el cuello

con su perfecta curva, la poderosa

hendidura de los cuartos traseros -pistones-

abanderados con la seda de su cola.

Habiendo cabalgado juntos como lo hicieron
-aquellos lugares, aquel duro y largo camino-

sus ojos ese día encontraron fácilmente

el camino hacia los ojos del otro, sus cuerpos

unidos en un sacramento sin intervención

del hombre. Con fuego lo subieron

por la rampa hasta la hoguera

y arrojaron la flama junto a él.

Fue la última oportunidad que le dieron
para abjurar de ese mundo en que el poder

de ellos no venía de Dios. Inmutables, los Hombres

de Dios viéndolo comenzar a arder, o mejor aún,

viendo que ella lo miraba arder, escuchaban

la loca trompeta mesiánica de ese terror,

el rechinar de la madera, el crujir

de las estacas que sostenían ese cuerpo plateado,

las orejas pinchadas que se encendieron primero

como corteza de árbol, y los ojos.

Y ella sabía, por aquel sufrimiento, que
quizás decidiría vivir, con tan sólo

poner su marca en el pergamino

que podrían mostrarle, y que ahora

tendría esta nueva verdad: que ello nunca

sucedió, esta muerte en el corral,

que no se desplomó ni relinchó la espléndida

y colorida cabeza armada, irguiéndose por última vez

sobre las llamas, antes de llevarlo

-como en cualquier otro juego- a su

verde amarillo, su rojo ennegrecido.

 
Compartir la nota:

Puede compartir la nota con otros lectores usando los servicios de del.icio.us, Fresqui y menéame, o puede conocer si existe algún blog que esté haciendo referencia a la misma a través de Technorati.