Usted está aquí: martes 13 de septiembre de 2005 Opinión Hitler: La caída

José María Pérez Gay /II

Hitler: La caída

El 3 de febrero de 1945, novecientos treinta y siete bombarderos B-29 estadunidenses redujeron a cenizas el centro de Berlín; la vieja Cancillería del Reich, un palacio neobarroco de la época de Bismarck, ardió en llamas durante unas horas. La nueva Cancillería, en el distrito gubernamental, un proyecto del arquitecto Albert Speer, sufrió también impactos severos, el jardín tenía cráteres de bombas, faltaba electricidad y un carro-cisterna suministraba el agua disponible. La zona del centro era una multitud de incendios, ruinas y escombros. En la nueva Cancillería, las bombas incendiarias habían devastado además las habitaciones y el fuego arrasaba las salas de juntas. La mañana del 4 de febrero Hitler descendió al mundo subterráneo del Tercer Reich para no regresar jamás. El búnker era autónomo, una suerte de planeta con vida propia, contaba con sistema de calefacción e iluminación, agua potable día y noche, alacenas con conservas y víveres para seis meses y una cava con los mejores vinos. A partir de febrero, la noche y el día perdieron su significado, Hitler vivió sólo en la iluminación artificial del búnker, algunas veces, después de los bombardeos, salía con "Blondi", su perro favorito, a tomar un poco de aire en las ruinas del jardín.

En febrero de 1945, mientras fracasaba la ofensiva en las Ardenas y el frente oriental capitulaba frente al ímpetu del Ejército Rojo, mientras llovían las bombas sobre Berlín y la región del Danubio, Hitler y Goebbels hablaron por primera vez de la defensa de Berlín, mencionaron la evacuación de parte de las oficinas del gobierno a Turingia, pero el Führer le explicó a Goebbels su determinación de permanecer en Berlín. "Los dos hablaban de la guerra en el frente oriental como de una lucha histórica", escribe Ian Kershaw, "para salvar el mundo cultural europeo de los hunos y los mongoles de nuestro tiempo". "En realidad, entre nosotros nunca pensamos siquiera en la capitulación", escribió Goebbels.

A principios de febrero de 1945 la ciudad de Dresde, la joya alemana del oriente, contaba con 800 mil, quizá un millón de personas: 640 mil eran ciudadanos alemanes, afirma el historiador Jörg Friedrich, el resto eran refugiados. La noche del 14 de febrero la fuerza aérea inglesa inició el bombardeo de Dresde y exterminó a 45 mil personas, quizá con Hamburgo la mayor pérdida de vidas humanas en una ciudad alemana durante la guerra aérea. El ataque a Dresde se remontaba a los planes aliados del verano de 1944, en los que se intentaba una masacre total con más de 100 mil muertos en el bombardeo de Berlín. "La versión moderada de los ataques bactereológicos y con gases", sostiene el historiador Jörn Russen, "que Winston Churchill quería llevar a cabo en 60 ciudades alemanas." Hitler escuchó la noticia de la destrucción de Dresde impávido, apretando los puños. Goebbels exigió de inmediato la ejecución de decenas de miles de prisioneros de guerra aliados, uno por cada ciudadano muerto en el bombardeo. Hitler se manifestó de acuerdo con la idea, porque estaba convencido de que si los alemanes eliminaban a los prisioneros de guerra, los aliados tomarían represalias más brutales, y así evitaría la deserción masiva de las tropas alemanas del frente occidental.

Heinz Guderian, comandante de las divisiones de tanques, afirmaba que los soldados en el frente oriental luchaban mejor, porque en el frente occidental se les prometía un mejor trato a los prisioneros, "según esa estúpida Convención de Ginebra. Hay que acabar con esa absurda Convención, la guerra debe ser sin piedad", argumentó el general. Sin embargo, el Estado Mayor impidió a Hitler dar ese salto al vacío. El 12 de febrero, "los Tres Grandes" (Roosevelt, Stalin y Churchill) publicaron un comunicado desde Yalta, en Crimea, donde llevaban una semana reunidos discutiendo la situación de Alemania y Europa: "Alemania será dividida y desmilitarizada, su industria estará bajo el control de los aliados, se pagarán indemnizaciones, se juzgará a los criminales de guerra y se abolirá el Partido Nazi". Al recibir la noticia desde Yalta, Hitler no pareció impresionarse demasiado. El comunicado de "los Tres Grandes" confirmaba su creencia: ninguna capitulación.

Durante la noche del 11 de marzo de 1945, Hitler estuvo a punto de sufrir un colapso nervioso al recibir la noticia de que las tropas del general Steiner no habían detenido a los soviéticos en la parte norte de Berlín; su médico, Theodor Morell, lo había encontrado tan decaído, que le sugirió una inyección de vitamina B-12, pero el Führer reaccionó con una furia irreprimible, cubrió de insultos al médico y comenzó a vociferar, convencido de que sus generales querían inyectarle morfina, enviarlo a Salzburgo en un avión y, oculto en un automóvil, trasladarlo sin escalas a Berchtesgaden, su refugio en los Alpes. Los ataques de paranoia era cada vez más graves, más intensos. Cuando no se hallaba reunido con su Estado Mayor y discutía los movimientos de las tropas, pasaba la mayor parte del día y de la noche en su habitación del búnker, sumido en sus ilusiones o alucinaciones y con la mirada fija en el retrato de Federico el Grande, de Anton Graff, que colgaba a un lado de su escritorio.

Por esos días, Goebbels leía entusiasmado la monumental Historia de Federico II de Prusia (1712-1786) de Thomas Carlyle, autor que magnificaba el heroísmo del monarca prusiano, y le regaló a Hitler un ejemplar. El ministro de Propaganda le leía al Führer en voz alta largos pasajes sobre la obstinada firmeza de Federico durante el invierno de 1761-1762, en circunstancias de verdadera desesperación, durante la guerra de los siete años y cómo la vida había recompensado al rey con un cambio de suerte imprevisto y espectacular. "A Hitler se le llenaron los ojos de lágrimas", recordaba Heinz Guderian. Cuando, en abril de 1945, Goebbels le informó, pletórico de alegría, la inesperada muerte de Roosevelt, Hitler vio en el fallecimiento del presidente una repetición en la historia del milagro providencial que significó para Federico el Grande la muerte súbita de la zarina Isabel, que permitió concluir la guerra de los siete años.

La paranoia de Hitler se volvió cada día más incontrolable: esperaba atento a que los aliados discutieran y pelearan entre sí en San Francisco, y que Estados Unidos y Gran Bretaña reconocieran que sólo existía un hombre capaz de contener al "coloso bolchevique" que iba apoderándose de Europa oriental: él mismo, Adolf Hitler. Goebbels le dijo a un subordinado que el pueblo alemán se merecía el destino que le aguardaba, pues se trataba de un pueblo inferior, en ese sentido, decía Goebbels, el pueblo alemán nos engañó. Oliver Hirschbiegel, el director de La caída, reproduce un diálogo escalofriante entre Albert Speer, arquitecto y Ministro de Armamento y Producción Bélica y el Führer: Hitler :"mientras más avance el enemigo, sólo encontrará en Berlín un desierto lleno miseria y destrucción". Speer : "eso significa la pena de muerte para el pueblo alemán. Sin electricidad ni gas, sin agua potable ni carbón, sin tránsito en las calles ni ferrocarriles, sin canales ni puertos, sin barcos ni locomotoras, llevaríamos a nuestra patria otra vez a la Edad Media. Con esa orden le arrebata usted al pueblo alemán cualquier posibilidad de sobrevivir." Hitler : "Si perdemos la guerra, me importa un bledo si el pueblo desaparece (...) Si las cosas están así, no es necesario preocuparnos por la existencia del pueblo alemán. Al contrario, es mejor que desaparezca de la tierra. Este pueblo ha revelado ser el más débil de todos y, por lo tanto, la ley de la naturaleza nos dice que debe ser exterminado."

La derrota defensiva más sangrienta de la historia moderna tuvo lugar esas semanas en Berlín: "el precio no lo había de pagar Hitler", escribió el historiador Carl Jacob Burckhardt, "sino los ciudadanos berlineses que permanecieron atrapados y murieron en medio de una atroz batalla. El proyecto "Nerón" del 19 de marzo, según órdenes de Hitler, había decretado que se destruyeran los puentes que permanecían todavía en Berlín y, sobre todo, que se inundaran los túneles ferroviarios, refugio de los soldados alemanes heridos; que se cerraran todos los hospitales y se prohibiera poner banderas blancas al paso del enemigo. "Hitler intentaba que se abatiese una catástrofe apocalíptica sobre Alemania", escribe Burckhardt, "cuyo pueblo había demostrado ser más débil que las naciones orientales. Según los nacionalsocialistas, la interpretación biológica de ese desastre era la única verdadera". Su concepción "estética" del mundo se hundió en las últimas semanas, y puso al descubierto a una criatura enloquecida, "Hitler era una ruina humana que vociferaba, habitado por mórbidas fantasías adolescentes", agrega Burckhardt, "de muerte y destrucción."

Según el proyecto "Nerón", todo debía destruirse: volar las minas, bloquear los canales de la ciudad con barcazas hundidas y aniquilar las instalaciones y centrales eléctricas y telefónicas, destruir el Museo Etnológico de Berlín y el de Historia Natural, no dejarle nada al enemigo. Sus últimas declaraciones revelaron a un paranoico que deseaba convertirse en héroe y mártir; el testamento político, que Traudl Junge pasó a máquina, recapitulaba las últimas décadas y aseguraba que su lealtad había estado siempre con el pueblo alemán.

Los responsables de la guerra habían sido los judíos, los únicos culpables: "Nadie puede siquiera dudar que esta vez millones de niños de los pueblos arios de Europa no morirán de hambre", escribió Hitler, "millones de hombres adultos no sufrirán la muerte ni centenares de miles de mujeres y niños morirán quemados y bombardeados en las ciudades sin que el verdadero criminal sea castigado, aunque por medios más humanitarios." El heroísmo retórico del Führer era el de un suicida que tocaba fondo: el apocalipsis se reducía inexorable a las calles del centro de Berlín, millones iban a compartir su destino. "Cuando yo, el Führer, haya desaparecido, solicito a los dirigentes de la nación alemana y a los que están a sus órdenes a cumplir con todo escrúpulo las leyes de la raza y a oponerse del modo más implacable a la comunidad judía internacional, que envenena a todos los pueblos de la tierra." El testamento era un grito desesperado en medio del incendio de Alemania; pero en los últimos siete años del Tercer Reich, Heinrich Himmler y sus asesinos ya habían exterminado a 6 millones de judíos.

 
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