Usted está aquí: jueves 22 de septiembre de 2005 Opinión La extraña desaparición del señor M

Soledad Loaeza

La extraña desaparición del señor M

Al señor M se le veía con muy buenos ojos en los círculos internacionales. Era discreto y comedido con las tareas que asumía en relación con los temas de seguridad, cooperación, solución pacífica de controversias, desnuclearización o desarme. En apariencia se comprometía sólo hasta donde lo dictaban las buenas formas. Sin embargo, cuando se miraba el detalle de sus acciones era posible encontrar siempre la lógica y la consistencia de quien tiene una noción muy clara de sus recursos y limitaciones, así como de sus objetivos.

Siempre cortés y deferente, exagerando incluso los tics de la diplomacia más convencional, aprendió poco a poco el inglés hasta que logró dominarlo. Cuando así ocurrió, se le facilitó la relación con su poderoso vecino, el señor U. La cautela que antes caracterizaba sus intervenciones fue sustituida por intervenciones más ágiles; entonces el señor M adquirió una seguridad en sí mismo que lo impulsó a ser más propositivo y hasta imprudente. Pero a poco, recuperó el buen juicio. En general sus opiniones tendían a ser ponderadas y su comportamiento predecible, atenido siempre a lo que él llamaba con voz engolada "los principios tradicionales de la política exterior". A muchos les daba por ridiculizar al señor M por su repetido recurso a lo que entendían como una fórmula que no era más que un cascarón vacío. Sin embargo, antes de condenarlo habría que examinar las ventajas de esta posición. Entre otras, una notable capacidad de maniobra frente a las presiones de quienes buscaban la confrontación en los foros internacionales. El señor M sabía muy bien que poco tenía que ganar de semejante estrategia. Su línea de acción era casi siempre defensiva y estaba fincada en la convicción de que si no se metía con los demás, lo dejarían en paz.

Este retrato del señor M no recoge los episodios de hiperactividad que por momentos le aquejaban -y que para más de uno eran más bien episodios sicóticos-, en los que parecía que una ola de electricidad se apoderaba de su persona. Entonces perdía la brújula y el compás, hablaba sin parar, para muchos en forma incomprensible, se ponía farolón y generoso y solidario con el más lejano. En esos casos, que por cierto no fueron muchos, se notaba mucho más su presencia, sobre todo porque no siempre lograba esquivar los riesgos de la palabrería. Por ejemplo, se sumó al grupo de adversarios de Israel que emitió una declaración según la cual el sionismo era una forma de racismo.

Más tardó el señor M en adherirse a esa postura radical que en retractarse ante las consecuencias objetivas de su locuacidad. La amenaza de un boicot de turistas estadunidenses puso en jaque a una de sus principales fuentes de ingresos. Pero esos exabruptos se le perdonaban porque ocurrían cuando a muchos les pasaba lo mismo y porque en el fondo el señor M seguía siendo confiable. La confianza que inspiraba a su alrededor apoyaba su presencia en los foros internacionales, donde se hacía notar por su seriedad, se le reconocía su trayectoria y su capacidad para desarrollar argumentaciones coherentes e informadas que le aseguraban en posición relativamente distinguida en el conjunto latinoamericano. Se le invitaba a mediar en situaciones de conflicto. Se le pedía su opinión acerca de problemas entre vecinos, de temas como el narcotráfico o la liberalización comercial, en los que se reconocía su experiencia. Sus ideas eran tomadas en consideración y se les atribuía un peso nada despreciable. El prestigio del señor M lo ayudaba a colocar sin grandes dificultades a sus candidatos a posiciones en organismos internacionales, a hacerse escuchar con respeto en las sesiones casi anárquicas de la ONU. Al mismo tiempo ampliaba sus redes de relación y su presencia internacional.

Desde hace meses no se sabe nada del señor M. En diciembre del año 2000 inició uno de esos episodios medio sicóticos que periódicamente lo asaltan. Empezó a hablar en todas direcciones. Se lanzó como caballo desbocado por una estrategia de prestigio; su atolondrado jinete empuñó con torpeza de charro cantor la bandera de los derechos humanos y llevó al señor M al despeñadero. En su carrera destruyó los delicados equilibrios en que se había sostenido su participación en foros y debates internacionales en los años anteriores.

Como si un espíritu maligno se hubiera amparado de su entendimiento para destruirlo, chocó con muchos de sus viejos amigos, a los que empezó a denunciar a gritos. Otra vez se puso farolón, pero en este caso no lo hizo desde la solidaridad del oprimido, sino que quiso dar lecciones de democracia desde una falsa superioridad moral que únicamente le ganó irritación y en algunos casos francos regaños, como cuando se le ocurrió denunciar al Partido Nacionalista Vasco como grupo terrorista. Obnubilado, el señor M creyó que el kowtow en Washington lo haría fuerte. Tal vez ésta sea una de las claves de su desaparición. La reverencia fue tan profunda que desapareció del campo visual no sólo del señor U, sino de todos los demás. También se desvanecieron sus iniciativas y las candidaturas que promovía. Así, y a medida que avanzó la cruda del activismo inicial, la presencia del señor M empezó a borrarse. Ahora está tan desdibujada que ya pocos se acuerdan siquiera de que alguna vez estuvo por aquí.

 
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