Usted está aquí: miércoles 28 de septiembre de 2005 Opinión Rápido viaje a Oriente/ II

Jaime Avilés

Rápido viaje a Oriente/ II

Hussein Hanoun llevaba 18 meses colaborando con los enviados especiales de Libération a Bagdad. Era su chofer, traductor y guía. Al comenzar 2005 era el asistente de la periodista Florence Aubenas, una experimentada reportera de 40 años que acaba de llegar a Irak. En la agenda del 5 de enero la nota del día estaba en un campamento de fugitivos de Faluya, una ciudad que había sido destruida por los estadunidenses, después de un largo asedio, en noviembre; los refugiados se encontraban en el campus de la universidad bagdadí de Al-Jadira.

Florence y Hussein llegaron a las 10 de la mañana, entrevistaron a la pobre gente que vivía en tiendas de campaña, y a las cuatro de la tarde decidieron volver al hotel de la francesa para que no les cayera la noche en el camino porque estaba oscureciendo alrededor de las cinco. Mientras Hussein discutía con los guardias de la universidad para que le devolvieran los papeles de la camioneta, Florence llamó por celular a una amiga en París y le dijo: ''Pues aquí estoy en Bagdad y todavía no me secuestran". Hablando con ella subió al vehículo, que Hussein estaba poniendo en marcha, cuando un coche les cerró el paso. Bajaron cuatro tipos empuñando armas cortas y los obligaron a entrar en su carro, diciéndoles: ''Si gritan les metemos una bala en la cabeza".

Mientras el coche se alejaba de allí, les explicaron con suavidad para no asustarlos: ''Vamos a verificar si Hussein nos robó un dinero; si es así nos lo tendrá que devolver, pero si no nos robó, dentro de dos horas ustedes estarán libres tomando Coca-Cola". Al rato el coche se estacionaba a la puerta de una casa dentro de Bagdad, en cuyo interior los recibió un joven de 18 años. ''No se preocupen, ya estamos verificando", les dijo. A la media hora Hussein preguntó: ''¿Ya terminó la verificación?". El otro respondió que sí. ''¿Y?", lo apremió Hussein. El muchacho acabó con el juego: ''¿No lo saben? Están secuestrados".

En ese instante entraron más hombres. Le dieron un empujón a Florence y algunos golpes. Jaloneándola y con más golpes, la treparon a otro coche y la trasladaron a una segunda casa en donde pasó la noche. Al amanecer la llevaron a una casa más y la encerraron en un cuartito. Alguien le dijo: ''Te quitas toda la ropa y la guardas aquí". Ella metió sus cosas en una bolsa y se puso una bata blanca en la que estaba escrita la palabra Titanic. Luego le amarraron las manos, le vendaron los ojos y la hicieron bajar a un sótano. Le asignaron un colchón que estaba en el suelo y le dijeron: ''Este es tu lugar. No te puedes mover de aquí". Y entonces también le amarron los pies.

El sótano, Florence iba a descubrirlo poco a poco durante los cinco meses siguientes en que estuvo allí, tenía cuatro metros de ancho, dos de largo y uno y medio de alto. No tenía luz eléctrica ni ventanas. Y había muchas personas más, todas secuestradas como ella. De afuera sólo se escuchaba la lluvia del invierno. En su reconstrucción de los hechos, Florence afirma que durante los primeros tres días únicamente pensó que en cualquier momento la iban a asesinar o, si no, a transferirla a otro sitio. ''Estuve pensando eso todo el día y durante los dos días siguientes. Nadie me decía de qué se trataba, cómo se llamaba el grupo, nada. Yo pensaba: me van a llevar a una gran recámara blanca, donde las luces de la carretera entrarán despacio desde lejos. O me van a matar y lo van a transmitir por Internet. Yo pasaba todo el tiempo de una hipótesis a otra".

Pero el tiempo comenzó a correr y no sucedía nada. Ella continuaba con la venda en los ojos, amarrada de las manos y de los pies, y sólo podía ir dos veces al baño cada día. En la mañana le daban un sandwich y un huevo duro y en la tarde un plato de arroz. Al principio se negó a comer si no le desataban las manos, pe-ro a ellos no les impresionó su digno gesto. Y tuvo que aprender a hacer malabarismos para alimentarse, trabada y a ciegas.

Leila y Hadji

Al tercer día la sacaron del sótano, la llevaron a una habitación y la colocaron en el centro de un círculo donde, supuso, había 10 hombres por lo menos. Uno le dijo: ''Desde ahora te vas a llamar Leila, sólo responderás a ese nombre y no hablarás sino cuando un guardia te lo ordene". Y comenzó el interrogatorio. Las voces, recuerda, eran de ancianos muy solemnes, y le preguntaban qué piensas de la actitud de Francia en Argelia, algo que le sorprendió, o qué piensas de la causa palestina, y luego por supuesto qué piensas de la presencia estadunidense en Irak o cosas más vagas que planteaban los más viejos. Todo se hacía mediante un intérprete. Luego otra voz muy distinta se alzó. ''¿Quién es esta persona?", dijo Florence. El traductor aclaró: ''Es el jefe". Y el jefe le exigió que explicara qué estaba haciendo en Irak. Ella dijo: ''Soy periodista, pronto habrá elecciones, es un tema de actualidad; además, quisiera cubrir el juicio a Saddam", pero se interrumpió porque todos los hombres se carcajeaban. Uno dijo: ''¿Está diciéndonos que su periódico mandó a una mujer a escribir artículos políticos en un país como Irak?" Ella trató de sostener su punto de vista, pero ellos la acusaron de ser un espía al servicio de la embajada de Francia y la regresaron al sótano diciéndole: ''Espere nuestro veredicto".

La vida recomenzó como hasta ese momento había sido y sería muchísimo tiempo más. En general, no pasaba nada. Se limitaba a dormir, comer y pensar. Siempre en silencio, siempre a oscuras. Si hablaba con otro rehén, o la acusaban injustamente de ello, la sacaban del sótano y le pegaban con los puños en el cuerpo. Alrededor del 20 de enero le cambiaron de nombre otra vez. Ya no era Leila sino ''número 6". Y la llevaron arriba para hablar de nuevo con el jefe, que estaba muy nervioso. Sin quitarle la venda de los ojos la puso de cara contra la pared y le dijo por encima del hombro: ''Vamos a hacer un video para tu embajada". Y añadió: ''Vamos a dar un ultimátum. Vas a decir: dentro de tres días me van a ejecutar". Ella le preguntó sinceramente: ''¿De veras?". El respondió: "Juro que no, juro sobre el Corán que nadie te va a lastimar, por eso tienes que decirlo". Ella dijo: ''Entonces no voy a hacer ese video porque no es cierto que me van a matar". El jefe se echó a reír y luego dijo: ''De todos modos tenemos que hacerlo y lo pasaremos por Al-Jazeera". Ella dijo: ''No, yo tengo familia, mis padres ya deben estar enfermos por mí, y mi hermana ni se diga, y en Libération todos en huelga de hambre". Y el jefe no insistió más... por ese día.

El 6 de febrero, nueva entrevista. El jefe ahora se llamaba Hadji, nombre que se les da a los peregrinos que vuelven de La Meca. Ella preguntó: ''¿Ustedes de qué grupo son?" Hadji: ''Somos los mujaidines que combatimos contra los americanos en Irak. Por tanto, somos un movimiento religioso. Tú qué piensas que somos, ¿chiítas o sunitas?" Ella dijo: ''Los chiítas no secuestran periodistas". Hadji le dio la máxima nota: ''Bravo, te sacaste un 10". Y cuando regresó al sótano había una bolsa de papas fritas sobre su colchón que ella, por supuesto, devoró.

Dos días después, tercera entrevista. Hadji estaba impaciente: ''Tu embajada no reacciona, tenemos que tocarles el corazón. ¿Tienes el correo electrónico de (el presidente Jacques) Chirac?" Y se soltó a reír. Entonces le preguntó si había un partido opositor en Francia y si tenía una página web. Ella empezó a temblar pensando que el Partido Socialista le contestaría dentro de cinco años. Hadji la escuchó y le dijo: ''Tengo otra idea, vamos a grabar un video y le vas a pedir auxilio a tu embajador". Ella explotó: ''Ah, no, yo no me voy a ridiculizar de ese modo. Voy a parecer tonta y no quiero. ¿O qué voy a decir? Señor embajador, ¿está negociando otro secuestro antes del mío? ¿Es por eso que las negociaciones del mío están estancadas?" Y Hadji se puso furioso: ''¡Contigo es imposible! Me haces perder toda la tarde".

Al final del mes de febrero, él volvió y dijo: ''Hasta ahora he respetado todo lo que me has dicho y no hemos logrado nada. Ahora me vas a hacer ese mensaje para el embajador". Ella estaba sentada en el suelo, él le pidió que apretara los párpados y le quitó la venda de los ojos diciendo: ''Vamos a hacer ese ultimátum para Al-Jazeera". Hadji regresó unos días más tarde y le dijo exultante: ''¡Estás en todos los canales de televisión! ¡El ultimátum fue un éxito! ¡Muy pronto te irás de aquí!" Estaba comenzando apenas el mes de marzo. Pasó una semana sin noticias. Hadji le dijo: ''Paciencia, mi celular está descompuesto; ya hablarán". Pasaron dos, cuatro, ocho, nueve semanas más: los grupos solidarios en Francia no bajaban la presión contra el gobierno de Chirac, éste negociaba con los plagiarios por conducto de su embajador, la suma que estaba en discusión era astronómica y nadie cedía. Una mañana, por fin ella escuchó: ''Número 6, al baño". Y cuando estuvo arriba le quitaron la venda de los ojos y le anunciaron: ''Today, París". Allí también, junto a ella, estaba Hussein, rapado y bigotón, con un traje blanco. A ella la disfrazaron con un vestido típico, unas sandalias y un gran pañuelo sobre la cabeza, como si fuera una bagdadí. A continuación les sirvieron un te con galletitas y les devolvieron su dinero y efectos personales. Ante la insistencia de Hussein, quien le aconsejaba darles un obsequio a sus guardianes ''por cortesía", ella acabó regalándoles 180 dólares, todo su dinero; a cambio, como recuerdo, le entregaron una botellita de perfume y un ejemplar del Corán. Dos horas más tarde la dejaron a las puertas de su embajada y al otro día, martes 14 de junio, ante los representantes de todos los medios que la saludaron con un estruendoso aplauso en el Club de la Prensa en París, Florecence abrió su alocución con estas palabras: ''La noticia que voy a dar no podía ser publicada como exclusiva de Libération; esta es una historia que nos pertenece a todos los periodistas del mundo".

 
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