Felipe Garrido
Un muchacho me gustaba. Alto, moreno, delgado, siempre con libros. Un día, fuera de Catedral, me vio con uno, de Othón. Me lo pidió prestado y me temblaron las piernas. "La otra semana se lo devuelvo", me dijo. El domingo, a la salida, me quedé con dos amigas, esperándolo. "Ya vámonos", me decían y yo: "Un ratito más, espérenme." Hasta que tuvimos que irnos. Me alcanzó uno de sus amigos: "Se lo manda Manuel", me dijo. Al llegar a la casa lo dejé en cualquier sitio. Me tiré a llorar en la cama. Mi madre entró luego a consolarme. No le conté lo que pasaba; ni falta que hacía. Pasaron muchas semanas antes de que volviera a sentirme bien y regresara a Catedral. Años después me casé, tuve hijos y nietos, enviudé. Un día, moviendo cosas viejas, apareció el librito. Doblada en cuatro, entre sus páginas, había una hoja de papel escrita a lápiz: "Tuve que salir de la ciudad. Regreso en tres semanas. Después la espero, donde siempre. No me olvide." |