La Jornada Semanal,   domingo 2 de octubre  de 2005        núm. 552
 

Edward James

Las encarnaciones de Leonora Carrington

IRLANDA, SEPTIEMBRE DE 1975 (FRAGMENTO)

Leonora Carrington siempre ha evitado hacer eco, no hablemos de copiar, el estilo de cualquier otro pintor. Su obra es tan poco planeada como ha sido siempre espontánea e inconsciente, y siempre ha tenido su propio mundo que requería ser expresado; es por ello que nunca ha tenido que tomar ideas prestadas de ningún maestro mayor y ya establecido en las décadas de 1920 y 1930, sólo ha aprovechado aquí y allá su estímulo y la reciprocidad de su entusiasmo creativo. Si la obra de Leonora durante la década de 1940 o 1950 recuerda en ocasiones la de Peter Brueghel o la de Hieronymus Bosch, esto se debe a una semejanza fortuita en el proceso imaginativo. Fue sólo después de terminar sus pinturas que se dio cuenta de que las figuras en algunas de ellas, así como ciertos escenarios élficos o detalles de los contextos arquitectónicos, recordaban el rústico encanto de dicha escuela flamenca del Renacimiento. Incluso si ninguno de los Brueghels hubiera vivido nunca, es más que probable que el mundo de Leonora Carrington hubiera producido la misma geografía etérea de paisajes montañosos diáfanos o escarpados y pastoriles, con la misma clase de árboles líricos junto a las pequeñas fortalezas de ciudades amuralladas habitadas por figuras fantasmales o por formas campesinas, de aspecto más sólido, que sugieren los cuentos de hadas de los hermanos Grimm. En ocasiones, las distancias en sus paisajes también recuerdan alguna de las infinitamente preciosas pinturas al óleo de Patinir o Altdorfer.

A veces, de nuevo, ciertos detalles evocan aquellas pequeñas personas pompeyanas, en los fondos de los murales romanos, que cruzan puentes de aspecto mítico, arcados y no obstante sencillos, sobre vagos pantanos pontinos. Quizá haya visto en Herculano las escenas de estrechas calles que llevan a románticos puertos. Allí mismo, un adagio de islas rodeadas de barcos relumbrantes —trirremes o galeras— llevados por oscuros remeros de bronce. Ahora bien, sorprendentemente, este mundo odiseico de hace dos milenios está lleno de personajes, construcciones y luces, movimientos y sombras, que misteriosamente reaparecen en algunos cuadros de Leonora Carrington.

El hecho es que la inspiración de esta pintora es tan intemporal como eterna. Parece evocar escenarios de encarnaciones previas a ésta, lo que la ha llevado de Lancashire a París y a Ardèche en el sur de Francia; de donde iría, durante la invasión alemana en 1940, en busca de refugio, primero a la pirenaica república miniatura de Andorra y después a Madrid y a un manicomio en Santander, sobre la costa cantábrica, hasta que los médicos, dándose cuenta de que su paciente era más inspirada que loca, más una víctima de la juggernaut nazi que de cualquier debilidad mental, insistieron (contra los deseos de algunas de sus conexiones inglesas egoístamente perturbadas) en darla de alta de su colapso mental. A continuación huyó a Portugal, donde fue capturada de nuevo y retenida virtualmente prisionera hasta que un diplomático mexicano le ofreció un medio de escape al proponerle matrimonio. El matrimonio no duró más de un par de años, pero trajo a Leonora a México, donde desde entonces ha hecho su hogar. Sigue casada después de treinta años con su segundo marido, con el que tiene dos hijos notablemente inteligentes.

Hasta aquí lo que se refiere al trasfondo personal y privado de su actual encarnación. Ahora, unas palabras sobre la herencia de Leonora.

Hasta que logré conocer Irlanda relativamente bien, este mismo año, no me había percatado hasta qué punto Leonora heredó características irlandesas. No es otra cosa que celta. Su madre fue hija de un doctor rural irlandés y, por este lado de la familia, está emparentada con una famosa escritora irlandesa de principios del siglo XIX, Maria Edgeworth, cuya producción novelística la convirtió en la Jane Austen de Irlanda. Maria Edgeworth vivió y escribió más o menos en la misma época que su contraparte y contemporánea inglesa, pero es en los libros para niños de Maria Edgeworth que un sentimiento de misterio similar revela una relación de sangre con Leonora Carrington.

Aunque, hasta donde sé, Leonora nunca ha visitado Irlanda —con seguridad nunca ha vivido en dicha isla—, su genio es hasta un grado fascinante producto de la mitad sur y suroeste de esa tierra de elfos y gigantes, de unicornios y caballos casi humanos, de legendarios reyes gaélicos, de improbables castillos colgados en la roca y reinas que escudriñan y garzas blancas, de salmones alados montados por princesas que son al mismo tiempo hechiceras. Las pinturas de Leonora Carrington no han sido sólo pintadas, han sido preparadas como brebajes. En ocasiones parecen haberse materializado en un caldero al golpe de la medianoche, y sin embargo, y por todo esto, no son meras ilustraciones de cuentos de hadas. Las suyas no son pinturas literarias, son más bien cuadros destilados en las cuevas subterráneas de la libido, sublimados vertiginosamente. Sobre todo (o en el fondo), pertenecen al subconsciente universal.

Entre los innovadores cuya creatividad ha resistido la prueba del tiempo, puede asombrar a mucha gente saber cuán grande es la proporción de los que han probado, por su obra y en sus vidas, que el viejo cliché de que "el genio es semejante a la locura" no ha sido cosechado en las excepciones, sino más bien es la regla.

Es el sello en el anverso de la moneda que lleva el sombrío lema chino: "Aquellos a quienes los dioses desean destruir, primero los enloquecen." Pero qué cerca yacen los dos extremos; sólo un delgado disco de oro los separa.

Más aún, los más destacados ejemplos de quienes han logrado dar al mundo un nuevo ímpetu hacia la cordura y un regreso al estado primordial de equilibrio natural son, por una extraña paradoja, justo aquellos cuyas psiques, en un momento u otro de sus vidas, más cerca han estado de la locura. Por lo común, fue en un momento temprano de sus vidas que dichos caracteres estuvieron más cerca del abismo. Es precisamente por la ironía de esta experiencia, de esta aguda contradicción, que estas mismas excepciones son las que señalaron el camino de vuelta a un más profundo entendimiento de la naturaleza. Debido a un conocimiento tan terrible, son ellos quienes eventualmente fueron capaces de develar horizontes de comprensión más allá de los cuales se pueden abrir acercamientos a la realidad más sólidos y nobles para aquellas disciplinas inmediatas con la suficiente visión para seguirlos. El resultado puede ser una vuelta a los valores naturales primitivos y puede desatar las fuerzas psíquicas de la vida, que por lo común yacen más allá del alcance de la mayoría de los seres humanos llamados normales.

Debo admitir que siempre he estado incómodamente consciente de la dicotomía que presenta una cierta contradicción entre dos concepciones aquí involucradas simultáneamente. Es decir, ¿la creencia pitagórica u oriental en la metempsicosis se conflictúa, o no, con la creencia en las características hereditarias? Puesto que, en el caso de un alma que hubiera sido capaz de conservar impresiones de una encarnación previa, ¿cómo hubieran podido éstas activar una mente dentro de un cuerpo cuyos temperamentos físico y mental dependen de los genes heredados? O el alma de un ser humano es dominada por aquellos rasgos psicológicos que sus padres le pasaron, junto con otras idiosincrasias familiares, o bien su personalidad es motivada por experiencias de vidas anteriores recordadas subconscientemente. ¿Pueden ambas fuerzas influir en su comportamiento? No es éste el lugar, ni hay el tiempo, para desarrollar un argumento que pudiera ofrecer un acuerdo válido en resolver esta incompatibilidad.

La única solución que puedo sugerir, sin extenderme, es que el alma puede tener una cierta elección de en quién o en qué familia debe renacer. Mientras levita incorpórea —como sostiene El Bardo Thodol (El libro tibetano de los muertos, que mucho impresionó a Leonora hace veinticinco años cuando se lo mostré)— tras abandonar el cuerpo, y mientras se encuentra por lo tanto esperando renacer en alguna criatura viviente adecuada al estándar de comportamiento de su encarnación previa, el alma está autorizada a echar un vistazo y a elegir su propio embrión. Esto en el caso de que no haya borrado por completo su karma anterior, de manera que pueda pasar en cambio a la Brillante Luz del Vacío y evitar totalmente nuevas reencarnaciones. De no ser éste el caso, las diversas influencias contribuyentes pueden sin duda fundirse de alguna manera, habiendo el alma incorpórea seleccionado un ser compatible con su línea previa de desarrollo. De allí que pueda concebirse que la herencia física afectara el comportamiento del alma, y viceversa.

A simple vista, pareciera que esta disertación no tiene nada que ver con la pintura de Leonora Carrington. Sin embargo, no es ése en absoluto el caso, ya que, aunque no es una creyente inflexible de la teoría de la reencarnación del alma, ni ha estado nunca dogmáticamente a favor o en contra de cualquier credo religioso o idea filosófica (a menos que se trate de la causa de la igualdad de la mujer con respecto al hombre, o incluso de su superioridad, dependiendo esta opinión de su estado de ánimo), estoy seguro de que estará de acuerdo en que las extraordinarias características del Renacimiento en su arte pueden ser explicadas de la manera más convincente por el hecho de que pudo haber conservado dichos rasgos de personalidad de alguna encarnación anterior muy vital.

También estará de acuerdo en que sus abuelos irlandeses no carecen de responsabilidad en lo que resulta tan francamente celta en su creatividad. Muchos aspectos de su estilo, en particular su dibujo, ofrecen un maravilloso sentimiento celta. Ciertas composiciones al carbón, que recuerdan el arte primitivo popular o el tipo de escritura automática producido en sesiones espiritistas, y algunos de sus bocetos infantiles en gouache, todos del mismo período de su llegada a México justo después de 1942, me recuerdan de forma abrumadora el hieromántico Libro de Kells. Este manuscrito único es obra de monjes cristianos irlandeses y data de cerca de fines del siglo VIII. Es un misal iluminado muy elaborado, y es justamente su estilo anudado de circunvoluciones lo que trae a la mente los dibujos al carbón de Leonora de poco después de su período en el manicomio. Uno podría esperar que los primeros dibujos que creó después de su fresco contacto con México mostrarían indicios de la influencia azteca o maya, puesto que una artista de la extrema sensibilidad de Leonora está destinada no sólo a estar consciente sino a ser afectada por el genus loci, aunque sea sólo por una ósmosis cuasi física. La personalidad y los rasgos de una cultura ajena casi invariablemente surgen en lo que un artista produce a continuación. Pero las propias deidades nativas de Leonora y sus masivas vibraciones personales pueden haber resultado demasiado fuertes para Huitzilopochtli e Hijos. Tampoco las arengas políticas en México fueron capaces de quebrar sus defensas. Los espíritus aztecas se batieron en sangrienta retirada.

Sin embargo, no fue una falta de conciencia del ethos mexicano lo que conformó este factor aislante. En todo caso, en vez de que México se apoderara de ella, ella tomó México. En especial en el caso de Leonora, uno hubiera esperado el mismo tipo de reacción que la mayoría de los pintores tienen ante México; el artista promedio queda abrumado la primera vez que se confronta con un aura racial tan vigorosa e incisiva.

En vista de que México y los mexicanos comprendieron inmediatamente a Leonora y que ella logró entender a profundidad sus peculiaridades con el paso de los años, resulta aún más sorprendente que nunca hayan aparecido características verdaderamente mexicanas en su arte. Uno esperaría más mexicanidad de su parte. Algunos de los bocetos de cabezas para fuentes gigantes en la selva, que dibujó para mí hace algunos años, tienen un aire de gárgola precolombina que la selva pudo haber inspirado, pero estos son sus únicos dibujos, que haya visto, que incluso remotamente me recuerden la macabra tradición mexicana. Leonora no siente aversión alguna hacia Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, pues admira las serpientes y ama las aves. Cuando menos ésta, entre las deidades mexicanas, pudo haberla inspirado, como inspiró a su compatriota D.H. Lawrence, quien también provenía del norte industrial de Inglaterra.

Pero esto no sucedió. Lo que produjo en aquellos primeros años, desde 1943 hasta 1945, recordaba mucho más, como dije, el dibujo céltico irlandés. En efecto, excepto en algunos paisajes de fondo y dibujos botánicos tomados del natural, rara vez aparece algún rastro del sentimiento maya, tolteca o azteca.

De hecho, la única pintura de Leonora Carrington en la que hay características mexicanas es el mural que le fue encargado por el Museo de Antropología en la Ciudad de México para decorar la sala dedicada al estado de Chiapas, adonde la pintora fue enviada con el presupuesto oficial, por un mes más o menos, con la intención de empaparse del arte popular, las leyendas y la personalidad étnica de los indígenas chamulas de esta romántica parte de Centroamérica. Pues bien, en ésta, su pintura más grande a la fecha, Leonora hizo un registro pictórico del paisaje, los símbolos, las costumbres y la mitología de estos indígenas chamulas. Halló que eran muy amigables con ella, e interesados, a pesar de ser conocidos por xenofóbicos a un grado bastante peligroso con los señorones españoles, así como con los turistas gringos. (De tanto en tanto, estudiantes imprudentes de lugares como Brooklyn o Chicago, que —contra toda advertencia— se aventuran en las montañas a investigar la brujería o las costumbres de esa tierra lejana, desaparecen y no son vistos nunca más —cuando menos no con vida.) Sin embargo, estos chamulas sin pantalones no parecen haber sentido que Leonora fuera una intrusa, y, casualmente, logró acercarse lo suficiente cuando menos a uno de sus principales curanderos o brujos para aprender directamente de él mucho sobre su magia ritual y su medicina herbolaria.

El resultado pictórico —aunque fiel en sus detalles étnicos y revelando lo mucho que absorbió mientras estuvo en Chiapas y llevó a cabo registros del lugar— se ve, no obstante, en espíritu y en estilo (cuando menos para mí), mucho más irlandés que mexicano, mucho más celta que amerindio. Pero, por favor, ¡que no se enteren los antropólogos que lo dije!

Esto nos ha alejado mucho de la faceta isabelina de la personalidad de Leonora Carrington. Su médula, o diátesis esencial, no sólo es, como dije, intemporal, tampoco conoce fronteras. Existen dibujos suyos, en especial aquellos de caballos o toros, de cabras o bueyes, que se acercan más que cualquier otra cosa a las formas griegas arcaicas silueteadas en vasijas del siglo V aC. En relación con esta calidad plurifacética de su imagen artística, hay de hecho un adjetivo griego que salta enseguida a mi mente: el epíteto que Homero aplica a Ulises en el primer libro de la Odisea, politropus (politropos), que puede ser traducido literalmente como plurimental.

Pasar de lo helénico al Renacimiento es un salto más sencillo, cuando menos, que de lo celta del siglo VIII a los Brueghels o a la Inglaterra isabelina. Pues aunque el espacio secular entre lo celta y lo isabelino es menos amplio, la distancia cultural entre la antigua Grecia y el renacimiento del interés por la Antigüedad, en el siglo XVI, es menor.

Quizá la última reencarnación de Leonora fue en el siglo XVI, pues su don para pintar tan espontáneamente y sin esfuerzo, con la misma firme delicadeza en el toque al dirigir el detalle, recuerda la controlada complejidad de aquellas bellas pinturas que muestran a la nobleza isabelina embellecida y engolada por retratistas y miniaturistas como Nicolas Hillyard o Isaac Oliver.

La obra de Leonora no es un pastiche del siglo XVI. Su similitud se debe más bien al hecho de que Leonora fue dotada desde su nacimiento con la versatilidad de un hombre renacentista (la liberación femenina aún no había alcanzado su cabeza). Ahora bien, esto no puede ser explicado sólo por tener una madre irlandesa.

El hecho es que Leonora ejemplifica a la mujer de nuestro moderno Renacimiento. Creo firmemente que ella es una precursora (lo que sigue irritará a los críticos, pero no puedo evitarlo) de la Era de Acuario. Qué maravilloso sería si pudiéramos abrigar la esperanza de que esta segunda edad isabelina anunciara algo menos burdo de lo que, hasta ahora, nos rodea hoy día. No es completamente imposible. La obra de Leonora pudiera ser un indicio que muestra la dirección de un nuevo viento, un indicio de oro. Entre los jóvenes, especialmente en Estados Unidos, hay señales de una reacción contra la adoración de principios del siglo XX hacia la conformidad masiva. Al denunciar en la generación anterior lo que designan como "cuadrado", ¿no están los jóvenes sintiendo su vía hacia un mundo más fresco de la imaginación? Un renovado interés por la brujería sugiere un apetito revivido por la fantasía y la magia. Incluso cuando este interés, por lo común, cae desgraciadamente en el ámbito de la charlatanería, cuando menos resulta significativo que ya no hay desprecio por la alquimia. Hace quince años, libros como La mañana de los magos, de Pauwels y Bergier y los cuatro libros de Castaneda sobre la magia yaqui, todos ellos bestsellers, habrían sido objeto de ridículo. De la misma manera, en los últimos seis años, las novelas de Hermann Hesse, que durante su vida fueron ampliamente ignoradas, han aparecido en ediciones rústicas en cada librería popular a lo largo y ancho del mundo.

Por lo tanto, ¿es demasiado optimista creer que el mundo encantado de Leonora Carrington ya no va contra la corriente? Sin estar consciente de ello, ha dejado de nadar contra la corriente.

También en el arte, aunque todavía no en las ciencias o en la crítica literaria, la insistencia en la especialización pronto dejará de ser de rigor. Quizá incluso vivamos para ver un mundo en el que la gente creativa ya no será encasillada en estrechos compartimentos como: "¡Oh! Es un hombre que pinta cuadrados de colores" o "es una mujer que hace cosas con agujeros que se iluminan."

En efecto, Leonora, quien es también escultora y creadora de tapices, es además una excelente escritora. La crónica En Bas, que escribió en francés, de sus experiencias en el manicomio en España durante 1941, y sobre los acontecimientos que llevaron a su encierro allí, es el testimonio más honesto y expresado con mayor fuerza que, creo, haya sido puesto sobre papel por una persona. Nada tan franco y tan carente de autocompasión ha sido asentado desde la época en que Jean-Jacques Rousseau, al final de su vida, compiló sus fascinantes Confesiones que revelaban sus aberraciones juveniles. Pero las de Leonora son mucho menos autoaduladoras. Aunque la autobiografía de Rousseau con frecuencia desarma al lector, uno no puede evitar darse cuenta de qué trabajos ha pasado para presentarse bajo la mejor luz posible, a pesar de algunos actos deshonrosos que admite con ligereza. No encontramos estas bobadas en la propia revelación de Leonora Carrington.

Más recientemente, su novela ligera Le Cornet Acoustique (La corneta acústica) es una fantasía humorística que difícilmente se parece a las fantasías de cualquier otro escritor. Admito que cuando se me entregó una copia, mi primera reacción fue: "Bueno, leeré esto porque Leonora lo escribió." Más bien esperaba tener que terminar su lectura obedientemente.

¡Nada más lejano! Desde el momento que la abrí y leí el primer párrafo, estuve tan entretenido, tan intrigado, tan atrapado en ella, que no pude hacerla a un lado hasta terminarla. La luz del día irrumpió en mi habitación de hotel mientras aún me encontraba riendo para mí por su desenlace.

Tomado con muchas reservas, pero no irónicamente, si el alma de Leonora alguna vez se enmarañó (o encarnó) en algún cuerpo que floreció, no sin valentía, durante el Renacimiento inglés, puedo verla como una especie de sir Philip Sidney. No escribo esto como algún devoto recientemente convertido que hubiera quedado pasmado por la belleza y/o la personalidad de su tema de estudio. No estoy hechizado por su vívido encanto. He conocido a Leonora bien por más de treinta años. Soy más un hermano crítico que un admirador adorador del becerro dorado. Con frecuencia me ha irritado la deliberada intransigencia de su naturaleza, pero nunca, ni por un momento, he dudado de su genio. Por el contrario, cada año que pasa me he convencido más de él.

Durante los años treinta, mucho antes de conocer a Leonora, fui muy cercano a Picasso en París. En la misma época, René Magritte y Salvador Dalí fueron mis huéspedes en mi casa de Londres, al igual que el pintor ruso Tchelitchew. Por ello, cuando finalmente conocí a Leonora, me sentí calificado para reconocer su auténtico talento, y el mero hecho de que su obra es por completo diferente, tan alejada, tan distinta a la de cualquiera de estos viejos amigos míos, me impresiona por la mera razón de que debe tan poco a los movimientos artísticos de vanguardia de los años veinte y treinta, y nada a la tendencia popular en el arte durante la segunda mitad de este siglo. Pues Leonora Carrington es una de esas extraordinarias mutaciones de la naturaleza, una mutación espiritual, a quien realmente le importa poco ser descubierta por el mundo y, de no ser por cierto vacío existente en el mundo de la pintura contemporánea, sus cuadros posiblemente permanecerían recluidos en posesión de aquellos afortunados coleccionistas que simplemente los arrancarían del caballete tan pronto estuvieran terminados. Su obra, en ese caso, posiblemente no hubiera recibido nunca, a lo largo de su vida, la publicidad a escala mundial que, de haberse establecido en Nueva York o Londres, o de haber seguido viviendo en París, inevitablemente hubiera caído en ella mucho antes de ahora. Pero ya es tiempo de que los jóvenes tengan algo nuevo qué mirar, algo que ha sido creado más que ideado.

Esto me lleva de nuevo a la afinidad de Leonora Carrington con el Renacimiento, y la lógica laberíntica que su obra comparte con el humanismo del siglo XVI puede hallarse en estos complejos rasgos de su naturaleza. Arte como la poesía de Donne y la pintura de Carrington, son ambos orgánicamente envolventes y evolucionados; al igual que un helecho o un árbol, desdoblándose con complicada simetría, son sin embargo una mente predestinada. Sus composiciones pueden ser intrincadas, pero invariablemente son de una sola pieza, florales pero no floreadas. Por ello, si la ebullición creativa de Leonora Carrington tuviera que expresarse en poesía y no en pintura, el poeta que más se le asemejaría hubiera sido John Donne.

Permítaseme, como conclusión, puesto que se encuentra tan en el espíritu esencial del arte de Leonora, citar unas cuantas palabras de la Epístola de Donne a ese extraño poema "El progreso del alma":

Todo lo que te pido que recuerdes […] es que la doctrina pitagórica no sólo lleva un alma de hombre a hombre, no sólo de hombre a bestia, sino también indistintamente a las plantas, y por ello no debes negarte a admitir que la misma alma pueda hallarse en un emperador, en un caballo de posta y en un hongo, puesto que no es la falta de presteza en el alma lo que causa esto, sino una indisposición en los órganos. Y, por ello, aunque el alma no pudo moverse cuando fue un melón, pudiera sin embargo recordar, y hoy contarme, en qué lascivo banquete fue servido.

Imagino con facilidad a Leonora Carrington habiendo escrito algo muy similar a esto, sin siquiera haber ojeado el libro original de John Donne. No se sentirá ni sorprendida ni insultada de decirle que su alma alguna vez habitó una fruta o un vegetal.

Traducción de Jaime Soler Frost