408 ° DOMINGO 16 DE OCTUBRE DE 2005
 

La bandera, un "trapo teñido de colores", según Díaz Soto y Gama
¡Cárcel a Martín Luis Guzmán!

La Suprema Corte de Justicia de la Nación ha determinado que escribir contra la bandera nacional, despreciarla o desestimarla constituye "un verdadero ultraje". Para fundamentar su voto que fue decisivo, la ministra Olga Sánchez argumentó: "Pensamos que si permitimos escribir o expresar ideas en contra de la bandera nacional, por muy literarios que sean o que pudieran ser, realmente ofenden la moral... La bandera es un símbolo de orgullo para el pueblo de México; cualquier ultraje a la misma afecta la estabilidad y la seguridad de nuestra nación". La decisión de la Corte obliga a recordar el episodio protagonizado por Antonio Díaz Soto y Gama, quien en la Convención de Aguascalientes (1914) armó tremendo borlote cuando calificó a la bandera nacional como un "estandarte que al final de cuentas no es más que el triunfo de la reacción clerical encabezada por Iturbide".
El agrarista añadió: "¿Qué valor tiene este trapo teñido de colores y pintarrajeado con la imagen de un ave de rapiña? El episodio fue recreado magistralmente por Martín Luis Guzmán en
El águila y la serpiente, y aquí lo reproducimos



Hasta esa mañana Díaz Soto no dio nunca señales de haber advertido, en el curso de sus peroraciones, que tal bandera estuviese allí. Pero esta vez, mientras ordenaba sus ideas para empezar a hablar, tomó la tela por una de las puntas, la levantó ligeramente, y al fin la dejó caer, a tiempo que iniciaba la primera frase. El tema central de aquel discurso no lo recuerdo, por más que los periodos principales versaran, como de costumbre, sobre el ideal zapatista y la necesidad de hacerlo bajar desde las montañas meridionales hasta las llanuras del centro y el norte de la República ­dicho todo ello con la elocuencia pirotécnica y reiterativa en que Díaz Soto era maestro. El caso es que hubo un bello trozo, de grandes rasgos históricos, donde se hacía ver cómo era uno el género de los hombres, uno su origen, uno su destino. Hubo otro por donde desfilaron, ante los ojos encandilados de los convencionistas, los grandes guiadores de la humanidad, la procesión magnífica de los maestros que no incurrieron en las distinciones de nacionalidad, ni de color, ni de raza: Buda, Jesucristo, San Francisco, Karl Marx y Zapata. Y luego en el paroxismo de la elocuencia militante y arrebatadora vinieron otros periodos ­éstos los más brillantes­ destinados a denunciar la perversa división de los hombres en pueblos y naciones, a vituperar los imperios, a negar y escarnecer la patria y las patrias y abominar de todos los emblemas pueriles que los hombres inventan para odiarse entre sí y combatirse.

En esta última parte de su oración quiso Díaz Soto unir el acto a la teoría, para lo cual, cogiendo la bandera mexicana que tenía al lado, la hizo objeto de múltiples apóstrofes y exclamaciones y preguntas retóricas.

­¿Qué valor ­decía, estrujando la bandera y recorriendo con la vista palcos y butacas­, qué valor tiene este trapo teñido de colores y pintarrajeado con la imagen de un ave de rapiña?

Nadie, naturalmente, le contestó. Él tornó a sacudir el lienzo tricolor y a preguntar, o exclamar:

­¡Cómo es posible, señores revolucionarios, que durante cien años los mexicanos hayamos sentido veneración por semejante superchería, por semejante mentira?...

Aquí los militares convencionistas, cual si fueran librándose poco a poco de la magia verbal del orador predilecto de Zapata, empezaron a creer que veían visiones, y, segundos después, vueltos del todo en sí, se miraron unos a otros, se agitaron, iniciaron un rumor y en masa se pusieron en pie cuando Díaz Soto, a punto ya de arrancar del asta la bandera ­tamaño era su ahínco­, estaba dando cima a su pensamiento con estas palabras: ­Lo que esta hilacha simboliza vale lo que ella, es una farsa contra la cual todos debemos ir...

Cuatrocientas pistolas salieron entonces de sus fundas; cuatrocientas pistolas brillaron por sobre las cabezas y señalaron, como dedos de luz, el pecho de Díaz Soto, que se erguía más y más por encima del vocerío ensordecedor y confuso. Flotaban principios, finales, jirones de frases; sonaban insultos soeces, interjecciones inmundas...

­deje esa bandera, tal por cual...

...Zapata jijo de la...

­Abajo..., bandera..., don...

En aquellos instantes Díaz Soto estuvo admirable. Ante la innúmera puntería de los revólveres, bajo la lluvia de los peores improperios, se cruzó de brazos y permaneció en la tribuna, pálido e inmóvil, en espera de que la tempestad se aplacase sola. Apenas se le oyó decir:

­Cuando ustedes terminen, continuaré.