La Jornada Semanal,   domingo 16 de octubre  de 2005        núm. 554

Recomposición del campo poético argentino y poesía actual

Romina E. Freschi

La poesía de la reciente democracia en Argentina es una poesía de la recomposición tanto en su acepción cercana al reparar, como por su ligazón a la idea de composición (artística) y como reafirmación del hecho de que está compuesta por partes no homogéneas.

La idea de reparación, por supuesto, se relaciona con la enorme depresión social de la dictadura que censuró no sólo el arte sino la vida, y posteriormente, ya en la democracia, las continuas recaídas en crisis económicas que afectaron a todos los órdenes y sobre todo a la constitución legítima de instituciones y mercados. La industria editorial en la Argentina, como casi toda industria, desapareció casi completamente hacia los años noventa, y las instituciones educativas fueron severamente atacadas y adelgazadas. Hubo que empezar de nuevo.

La recomposición de la poesía implica un proceso en el que el poeta pueda, en primer lugar, experimentar y utilizar plenamente materiales y procedimientos para la composición y desarrollo de una obra literaria, recomponer además los elementos del campo intelectual y profesional para la literatura (que haya editores, que haya impresores, que haya críticos, que haya libreros, que haya público) y aprender a sostener esa obra y ese campo desde la pluralidad y la diferencia. 

El tiempo cronológico y la duración no son lo mismo. La poesía es, como todas las artes, una de las encargadas de demostrar esa diferencia, susceptible además de ser aplicada no sólo a nivel subjetivo, sino también para un pueblo y sus conflictos. Para estudiar la poesía se la divide en lustros, décadas, movimientos, necesariamente esquemáticos. También escuelas formales, características materiales, polos aplicables en algunos casos paradigmáticos pero sólo accesorios para las escrituras concretas.

Pasando revista rápidamente, en los años ochenta en la Argentina, la poesía vivió la explosión de discursos y procedimientos silenciados por la dictadura. Así se organizó una escritura "neobarrosa" enlistada en las filas del "neobarroco" latinoamericano y sostenido sobre todo por escritores que vivían fuera del país y habían mantenido vivo el pensamiento literario a pesar de la persecución sufrida por los poetas localmente.

Los textos del "neobarroso" avasallan aún hoy con una gran riqueza formal y una sintaxis compleja que apuntaba, por un lado, a desenmascarar estéticamente los complejos mecanismos de silenciamiento del poder, y por el otro, desatar la fuerza estética, intelectual y pasional de la poesía. Uno de los principales ideólogos del neobarroso, escritor, periodista y militante gay, fue Néstor Perlongher, quien compone además de una obra poética solidísima, una base ideológica para la poesía, ubicándola en el lugar de la resistencia y "apuntando al nódulo del sentido oficial de las cosas".

Por erosión de la función comunicativa del lenguaje a través del mal uso político, y por una elección de carácter estético a la hora de enunciar, el neobarroso apoya la pluralidad de procedimientos en busca no de un único sentido, sino de una fuerza del sentido, la poesía como un medio de conocimiento real frente a las estructuras dadas del lenguaje.

Y en su inflexión local, rioplatense, el neobarroso adquiere su nombre en función de tener que enfrentar a "una tradición literaria hostil, anclada en la pretensión de un realismo de profundidad que suele acabar chapoteando en las aguas lodosas del río".

El realismo es una construcción literaria. La escritura se naturaliza y parece real, da un efecto de realidad. Si para el neobarroso el realismo huele a cárcel ideológica y es necesaria la hipercodificación para señalar la potencia de los efectos, lo cierto es que la profusión del neobarroso y su exceso de procedimientos también fue susceptible de volverse transparente en algunos casos, demasiado oído, demasiado gastado. En los años noventa surge una nueva generación de poetas en Buenos Aires, y aquí empezamos a hablar de Buenos Aires específicamente (el neobarroco y neobarroso se proponían como internacionales)1 , que cuestiona los modos ampulosos y complejos de la sintaxis neobarrosa y comienza a revisar procedimientos más escuetos.

A principios de los noventa surge, en forma desordenada, la producción de algunos poetas de todo el país pero residentes sobre todo en Buenos Aires,2  que plantea una relación distinta con el lenguaje y el poder: sintaxis oracional más llana, irrupción de la coloquialidad y de elementos materiales tradicionalmente antipoéticos (la basura, los excrementos), estructura narrativa y discursiva en contraposición a la lírica –en algunos casos registro casi directo de la oralidad o del lenguaje de los medios de comunicación. Esta escritura es en apariencia más legible y más cercana a lo cotidiano; sin embargo, el armado de los poemas, la conciencia de los procedimientos, la marcada distancia entre el sujeto del enunciado y el sujeto de la enunciación, la brecha abierta en el yo poético, y el limado del estilo, son por supuesto operaciones estéticas conscientes. No se trata de una poesía de la expresión directa del poeta, como ocurría en los coloquiales poemas de los sesenta, sino que el poeta se enmascara detrás de discursos, los corta, los pega, los convierte en collage, y reafirma la susceptibilidad de esos discursos, de ser parodiados, burlados. El neorrealismo de principios de los noventa es un neorrealismo desalentado del realismo, un neorrealismo que parodia el realismo para expresar quizás desilusión, desaliento, cansancio. Sensaciones plenamente comprensibles en la Argentina de los noventa, luego del indecoroso adelanto de la sucesión presidencial que dio paso al menemismo y de las decisiones que en cuanto a derechos civiles y políticas económicas fueron tomadas en esa época (el proceso que culminó con la ley del indulto y las medidas resultantes del Consenso de Washington).

De estas dos ópticas formales sobre la poesía, puede decirse que surge una escisión en la poesía de los noventa, y se debe en gran parte a la aparición de una oleada renovadora de poetas muy influida por las discusiones acerca del neobarroco y el neorrealismo pero que empieza a desarrollar soluciones y puestas en práctica propias en las que hay conciencia de la impostación, pero ya no hay nostalgia por un pasado de inocencia, porque es un pasado resguardado en la experiencia de los mayores, un pasado literario que sólo puede ser confrontado con el presente. Esta renovación es posible gracias a que la mayor parte de los poetas de la segunda mitad de los noventa, son personas que han vivido ya su infancia y su adolescencia en la democracia y han recibido una educación cívica muy diferente. Son lectores del trabajo de los poetas que los preceden y ven en ese trabajo los pilares de la recomposición de la poesía, a la vez que reniegan de una idea formal de la tradición.

Los poetas de la segunda mitad de los noventa tienen, según la crítica, un espíritu más lúdico, adoptan la parodia pero no se restringen a ella, van a la búsqueda de una posibilidad de lo genuino en la expresión, llegan al límite de lo cursi, de la banalidad, pero con la conciencia de que el filtro del lenguaje es algo ineludible, dado y, por lo tanto, una herramienta más que no define ni la "verdad objetiva" ni la subjetividad de las personas. A su vez, amplían la tradición literaria, dejan de tomar como fuente de inspiración exclusiva la tradición poética nacional para dar paso a una interdisciplina activa. Relaciones con la plástica, el teatro, el cine, la fotografía, la música y el rock resultan en experimentos de lo más variados y redundan en una poesía que lee otras cosas. Esto permite además la irrupción de la vida en la poesía: la forma, el lenguaje ya no es el objeto de discusión. A través de la poesía y del arte, es posible manifestarse acerca de la vida, la microscópica, la subjetiva y la social. El concepto de realidad y de realismo se actualizan en la lectura de actos particulares.

Otra característica importante de esta generación que no se relaciona directamente con los procedimientos formales de su escritura pero sí con una política acerca de la literatura, es la intervención de los poetas en el campo literario a través de la acción. Si las políticas gubernamentales, tanto en industria como en educación, daban por muerta a la poesía, los poetas de los noventa generan un movimiento independiente que empieza a recomponer un circuito cultural en Buenos Aires: revistas literarias, editoriales independientes que se alían al diseño para reducir los costos y difundir el trabajo de todos modos, espacios interdisciplinarios, galerías, bares, sitios web, encuentros y talleres de poesía. La generación de los noventa inyecta en el campo del arte una oleada de vitalidad que se expandió a las generaciones anteriores y adelantó la formación de las posteriores.3  Esto que comienza a fines de los noventa en Buenos Aires, se expande a otras ciudades del interior del país, como Bahía Blanca, Rosario, Neuquén, Santa Fé, Paraná, Córdoba.

Tanto la interdisciplina como la acción que comienzan a realizar ests poetas rodean una disciplina medio bastarda e indefinida como es el performance, el arte de la postmodernidad. Heterogénea, confusa, negada de por sí a la clasificación, en cuanto a que se actualiza y se realiza sólo en el presente, el performance pone el acento en el acto, en lo actual. Cercana al happening pero ya sin el afán shockeante de las vanguardias, renuncia a la burla como único efecto, por la celebración del contacto, del afecto, la producción de sentido ligada al presente, la interpretación como mecánica de pensamiento-sentimiento entre performer y espectador; que "pase algo".

Este "pasar" deja la forma no en un lugar secundario pero sí inseparable de su contenido. Entonces, si los ochenta y los primeros noventa cuestionaban la forma, y discutían cómo escribir, los años dos mil aceptan que todo tiene forma y todo tiene contenido, y apuestan así al performance como metáfora a la vez que estrategia de supervivencia para la elección individual. 

En poesía, el performance se traduce no sólo en la dependencia de los textos con relación a él, sino que el texto mismo puede ser considerado un performance, en cuanto a que la relación de la poesía ya no es sólo con una eternidad, sino también con el contexto en el que aparece. La poesía puede convertirse en una crítica, en una acción, con relación a la sociedad y con relación al arte mismo. 

Un ejemplo más concreto podría desprenderse de un procedimiento. Una de las características que se repite al hablar de los noventa es la cercanía con la narrativa y la cercanía del yo lírico con la noción de personaje. Esta noción de personaje se desarrolla cada vez con mayor claridad, como una noción más dramática o teatral que narrativa, y puede ser vista en los años dos mil como un gesto performático. 

Esto sucede por ejemplo cuando el personaje trasciende el poema y se instala en el ámbito público, en el campo intelectual, en la vida pública del escritor y hace continuar lo literario como mito en la escena vital. Son un claro ejemplo de esto los seudónimos y los heterónimos, herramientas utilizadas en la actualidad por muchos poetas y artistas de todas las disciplinas.4

El heterónimo como máscara instala un teatro en el sistema literario y en la vida social (el teatro de la vida). El caso más famoso es el de Fernando Pessoa quien, a falta de interlocutores en la literatura portuguesa, decide él mismo crearlos, y con ello, delinear un sistema literario entero. El heterónimo entonces puede ser la firma de una escritura de los actos, de las acciones devenidas en gestos, luego del happening y el ready-made, luego de la firma en el mingitorio.

Que este performance en el ámbito literario pueda traducirse como metáfora del performance ciudadano no me parece un problema de dudosas consecuencias; todo lo contrario, el acto puro nos pone frente a la encrucijada o la oportunidad de elegir y construir sentido, y la elección y la construcción de sentido son responsabilidades ciudadanas. Implica, sí, otra manera de leer. Despojar a la poesía de aquellas características que la convierten en un mero modo discursivo y remojarla otra vez en el río de la vida.

1 Algunos poetas ligados al neobarroso son Arturo Carrera, Tamara Kamenszain, Mirta Rosemberg, Daniel Samoilovich, Osvaldo Lamborghini, del lado argentino, Roberto Echavarren, Marosa DiGiorgio, Roberto Mascaró, Eduardo Espina, del lado uruguayo.

 2 Daniel García Helder, Martín Prieto, Beatriz Vignoli, Delfina Muschietti, Martín Gambarotta, Rodolfo Edwards, entre otros. Esta época está también marcada por el retorno al país de Leónidas Lamborghini, el principal defensor de la parodia como procedimiento ideológico poético.

 3 Se trata de mi generación. La mayoría de los poetas que irrumpimos a finales de los noventa lo hicimos asociados a empresas independientes orientadas a la formación de público, por un lado, y a abrir terrenos de experimentación que nos permitiesen mostrar y crecer en nuestra producción fuera de nuestros círculos de amigos. Así aparecen poetas como Marina Mariasch, Santiago Llach, Gabriela Bejerman, Fernanda Laguna, Washington Cucurto, Romina Freschi, Karina Macció, Ximena Espeche, Cecilia Pavón, Ná-kar Elliff-ce, Carlos Battilana, Martín Rodriguez, ligados a empresas como Editorial Siesta, Belleza y Felicidad, librería, galería de arte, editorial y bazar, Zapatos Rojos, encuentros de poesía, revista Nunca Nunca Quisiera Irme a Casa, revista La novia de Tyson, y más en los 2000 la Estación Alógena, espacio, Eloísa Cartonera, editorial; Plebella, revista de poesía actual, a la par de otros microempresas de generaciones más jóvenes.

 4 En la generación de los últimos noventa ya aparece el uso de seudónimos y heterónimos en forma constante en poetas como Washington Cucurto (también Humberto Anachuri), Na-kar Elliff-ce (Nak Adi, Karel Nu) o Gabriela Bejerman (Gavy Vex, DJ Olga). En los 2000 este juego se radicaliza y aparecen otros personajes como Durazno Reverdeciente, Lirio Violante, Cuqui, Almita, Lulú , Pol Asenjo, Laura A., María Muro.